Mahmud, el salto de la valla contado desde el otro lado
Tres años de huida hacia delante, desde su pueblo de Senegal hasta alcanzar Europa. Sometido a las duras condiciones del Sáhara, a los desprecios de Libia y Marruecos, a las mafias que ven en el tráfico clandestino de emigrantes un lucrativo negocio. Hasta saltar la valla de Ceuta en 2005. Con un objetivo principal: ganar dinero para ayudar a su familia campesina. Mahmud Traoré, senegalés de 31 años, que ahora vive en Sevilla, lo ha contado en el libro ‘Partir para contar’ y ahora en ‘El Asombrario’.
Un día sí y otro también escuchamos en los canales convencionales de comunicación historias de nuevas avalanchas de africanos que tratan de saltar las vallas de las fronteras españolas. Mientras escribo esto, por ejemplo, escucho en el informativo de La 1 que un millar de subsaharianos han intentado sin éxito saltar la valla de Melilla. Unos miles lo intentan cada año -en esto, al contrario de las manifestaciones ciudadanas, el Gobierno suele inflar las cifras-. La mayoría no lo consiguen. Pero el runrún informativo es tan intenso que parece que estuvieran a punto de invadirnos. Para unos es la estrategia del miedo: buscar siempre motivos para tener al ciudadano temeroso, y así más dócil. Para otros, es la estrategia de la distracción: mientras estamos pendientes de la invasión bárbara, no nos preocupamos de otros problemas nacionales e incluso damos gracias de estar como estamos. Para otros, es un problema serio. Las fuentes informativas suelen ser el Ministerio del Interior y la Guardia Civil; las «autoridades fronterizas». Pocas veces, llega el relato desde el otro lado de la valla. Hoy traemos a El Asombrario a uno de esos inmigrantes que saltó la valla de Ceuta. Fue el 29 de septiembre de 2005. Esa fecha no se le va a olvidar jamás, pues estuvo a punto de quedarse cojo. Se llama Mahmud Traoré, es senegalés, 31 años. Ahora vive en Sevilla, con todos los papeles. El horroroso periplo de éxodo desde su pueblo hasta Europa lo ha relatado en el libro Partir para contar, escrito junto a Bruno Le Dantec. Se editó primero en francés y este año lo ha publicado en España Pepitas de Calabaza (www.pepitas.net), con traducción de Beatriz Moreno.
Mahmud pone alma y corazón a esas noticias que escuchamos como una cantinela amedrentadora.
Dedicaste más de tres años de tu juventud a llegar a Europa, en un viaje que te llevó a través del Sahel, el Sáhara, Libia y el Magreb. De todo ese terrible periplo, plagado además de mafias que tratan de hacer negocio con el traslado de gente como si fueran mercancías, ¿qué es lo que recuerdas como la peor pesadilla?
Sobre todo, tres momentos. En el desierto; cuando tenías que seguir adelante y dejar atrás a otra gente que como tú estaba haciendo la travesía, tenías que abandonarles porque tu propia vida corría peligro. Ahí vi la muerte muy cerca. En Libia, porque yo nunca había sentido que la gente tuviera menos derechos por tener distintas condiciones económicas; en mi pueblo todos teníamos los mismos derechos humanos; pero en Libia nos tiraban piedras. Eso nunca llegué a imaginármelo. A un chaval maliense, en una rotonda, unos chavales libios empezaron a tirarle piedras a la cabeza. Y el 29 de septiembre de 2005, el día del salto de la valla de una manera desesperada. Son sitios donde he sentido un miedo enorme.
Lo cuenta así en su libro: «Al caer al vacío, me quedo colgado de un pie, con una cuchilla clavada en las carnes. Tengo que sacudirme para poder soltarme, lo que me causa una herida aún más profunda. En ese momento, en caliente, no siento el dolor. Me agarro a la barra metálica para auparme a pulso, sacarme la cuchilla del tobillo y liberar mi pie antes de dejarme caer. El zapato se queda enganchado arriba. Si no hubiera tenido ese reflejo, probablemente me habría seccionado el pie. Una vez en el suelo, me levanto como en un sueño y corro entre los compañeros, que franquean desordenadamente los obstáculos que nos separan de la ciudad». «Al principio, la herida apenas me molesta, tengo los músculos calientes y el pánico me anestesia. Pero tras una hora errando entre los obstáculos que nos separan del centro de la ciudad empiezo a ralentizar el paso. Cuando la patrulla me localiza, me encuentro atrapado en una pista situada entre dos alambradas y estoy al límite de mis fuerzas». «Al quedarme quieto, noto un dolor intenso que me recorre todo el cuerpo. Llego a los servicios a la pata coja y dejo un reguero de sangre a mi paso»… Mahmud acaba en el CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes) de Ceuta.
¿Y algo que te reconforte de todo ese viaje, algo que recuerdes como positivo?
La solidaridad entre compañeros en nuestro grupo, en nuestra pandilla. Y la familia que me recogió en Níger, tan pobres pero con un corazón tan grande… Y algunas familias de las montañas de Marruecos, que nos ayudaron, aunque las autoridades no se lo permiten, porque, si colaboran con nosotros, eso es un delito. Recuerdo como bueno la suerte de encontrarme con gente así.
En el libro defines el CETI como una «cárcel light».
Sí, es una especie de cárcel light. Son muy rígidos, con una disciplina muy fuerte, no admiten ninguna flexibilidad. Te dicen: esto es así, y punto. Es un choque muy grande. Porque, tal como te has imaginado Europa desde África, al llegar lo primero que te encuentras es eso; el choque es muy fuerte.
Otro pasaje de Partir para contar: «Una vez en el CETI hicimos nuestros propios cálculos, y según los datos de todos los países participantes, calculamos que cerca de 300 personas consiguieron cruzar la frontera aquella noche. Al principio éramos mucho más numerosos, pero a muchos no les dio tiempo a saltar. Algunos dieron media vuelta sin probar suerte siquiera cuando vieron llegar los refuerzos y oyeron los disparos. Los gobiernos español y marroquí hablaron de cinco clandestinos fallecidos, pero según nuestras estimaciones pudieron perfectamente haber sido doce o trece. Los periódicos contaron cuatro, luego cinco, puede que hasta seis muertos, pero creo que fueron más. La mayoría murieron por disparos de bala, otros fueron pisoteados durante la avalancha al pie de las vallas y algunos dicen haber visto desgraciados abrirse el vientre sobre las concertinas de púas, o ser alcanzados por una bala en lo alto de la valla y morir arriba, suspendidos entre África y Europa. Yo pasé justo antes de que empezaran a disparar con balas de verdad; no sé quién tiró a dar, pero desde luego vi a los guardiaciviles desenfundar sus pistolas. Lo que está claro es que los disparos salieron de los dos lados de la frontera. En ambos lados estaban armados y en ambos lados dispararon».
Alambradas, cuchillas, disparos…
Eso es así desde hace muchos años, no es de ahora. Yo crucé en 2005 y había cuchillas. A mí me cortaron un tendón. Son muy inhumanas, me parecen una barbaridad. Yo creo que es una cuestión de humanidad porque, que la gente no se engañe, los que entramos somos muy pocos, somos una minoría.
¿Alguna vez te has arrepentido de esta travesía hacia Europa?
Durante el viaje, sí. Cuando me enteré por el camino de que había muerto mi madre. Me entró dolor de conciencia, pensando que si no hubiera marchado, quizá no se habría muerto. Pero es una tontería, porque ya estaba enferma. Pero en ese momento pensé que no tenía que haberme ido.
Lo cuenta así en su libro: «El 20 de julio de 2005, me entero de la muerte de mi madre. Mi familia sabe que estoy en Marruecos, pese a que en estos años de agobio sólo haya hablado con mi madre tres veces. La última fue para pedirle dinero, pero no quiso mandármelo. Encontrándose ya débil, me suplicó por el amor de Dios que volviera a casa: «Me encuentro mal, Mahmud. La enfermedad puede conmigo». Cuando los míos me llaman al móvil de Abdelkader para anunciarme su muerte, me derrumbo y se apodera de mí una terrible angustia. Me planteo volver a Argel y ganar algo de dinero allí para volver a Senegal. Faly y los amigos del gueto me ofrecen un sinfín de argumentos para disuadirme: «Así es la vida, Mahmud, la muerte llega tarde o temprano, no puedes tirar la toalla cuando estás tan cerca de la meta»…
Dos meses después de la muerte de su madre y de estar a punto de dar marcha atrás, entró en Ceuta.
Y ahora, desde que estás instalado en Andalucía, ¿te has arrepentido?
Alguna vez, sí; cuando pienso que hay algo que no estoy haciendo bien; porque yo me marché para ayudar a los míos, a mi familia, y aún no lo he conseguido, todavía no ha llegado el día de cumplir mi objetivo, que es poder enviarles dinero.
En otra parte del libro, Mahmud explica el círculo vicioso del engaño de la emigración a Europa: «Durante esas largas noches solitarias, tengo tiempo para rememorar mi viaje. Cuando estás en el camino, no puedes sopesar la situación con frialdad. Aprietas los dientes y tiras para adelante, porque no sólo tienes esperanzas; también te persiguen la vergüenza y el miedo a volver a tu casa como un fracasado, con las manos vacías. Cuando al final del camino te encuentras con la última frontera, no puedes echarte atrás; si no, en tu pueblo pensarán que no has tenido la paciencia y la voluntad suficientes. Muchos migrantes permanecen atrapados en los guetos magrebíes durante años, o bien pasando miserias en Europa sin poder ayudar a sus familias, y algunos prefieren desaparecer, no regresar nunca a África, por miedo a que los consideren unos vagos, unos cobardes o unos inútiles. En nuestra cultura, la presión familiar es muy fuerte».
¿Has vuelto a casa?
Sí, en el verano de 2010, me fui de vacaciones a mi pueblo con amigos españoles.
¿Cómo es tu pueblo?
Es chico, casi 3.000 habitantes. Está en la frontera de Senegal con Guinea Bissau y Guinea Conakry. Es un lugar muy verde. La gente vive de la agricultura. Mis amigos españoles se quedaron flipados con lo verde que es. Plantamos maíz, mijo, arroz, algodón, cacahuetes. Y muchos huertos con mangos y bananas. Viven cinco etnias diferentes, y los niños crecen hablando varias lenguas. Lo más grande es que los padres son padres de todos los niños, todos los mayores cuidan de todos los niños del pueblo. Hay mucha solidaridad en la crianza. Eso es maravilloso.
Mahmud, ¿pero por qué, siendo tan rico de cultivos tu pueblo, la situación económica es tan mala como para obligar a jóvenes como tú a emprender un viaje tan arriesgado de emigración?
El problema es que las multinacionales pagan muy poco por los cultivos. Además, como ellos nos dan las semillas y los productos para proteger las cosechas de las plagas, y eso hay que pagarlo todos los años, muchas veces, si la cosecha viene mala, ya te hipotecas, porque eso hay que pagarlo. Es como pagar continuamente una hipoteca que no te da para comer.
Con lo cual, tú mismo estás aportando una solución a la inmigración en Europa, ¿no? En vez de vallas, cuchillas y esta dramática persecución del inmigrante y esta polémica incesante, se solucionaría todo más rápido y desde la raíz si os pagaran unos precios justos por lo que cultiváis, ¿no?
Si estuviera bien pagado, nadie se marcharía de su pueblo. Europa tendría que hacer una cooperación con África con más sentido, mejor organizada. Porque hablan de miles de ONG que están trabajando en África, pero ¿dónde están?, ¿qué hacen?, yo nunca las vi. No lo entiendo, no entiendo dónde llevan tanta ayuda, a no ser que sean cómplices de los Gobiernos corruptos.
¿Lo que más te ha decepcionado de Europa?
La falta de consideración hacia el inmigrante subsahariano. La falta de respeto. No nos valoran. Nos pintan como mafiosos, como esos negritos que saltan la valla y vienen a quitar el trabajo a los de aquí. Pero hay gente de esos países que trabaja muy bien, y que aguantan como nadie en el campo, en lugares como los invernaderos. Yo conozco a gente de mi país trabajando en Lleida, en Almería, y trabajan mejor que nadie, necesitan nuestro trabajo. Desde allí, se ve Europa como un paraíso. Y al llegar aquí, empiezas a valorar África.
¿Has llegado a la conclusión de si los españoles somos racistas o no?
Yo no sé si llamarlo racismo o ignorancia. Porque me he encontrado a gente con antepasados que han estado en Suiza, que emigraron, muchos con abuelos que se marcharon como refugiados de la guerra española, y no lo ven igual que los inmigrantes que venimos aquí huyendo de los problemas de nuestros países. Eso no lo entiendo.
Hacia el final del libro, Mahmud hace esta reflexión: «Lo que se cuenta en África es que en Europa, con voluntad, puedes conseguirlo todo, sobre todo dinero. Y yo, que trabajo de sol a sol, sigo sin tener nada. Los africanos creen que los europeos son ricos, pero ocurre todo lo contrario, casi nadie lo es. La gente curra durante cuarenta años para pagar la hipoteca de su piso. Muchos mueren antes de que sea suyo. Mientras tanto, el verdadero propietario es el banco. En realidad, la mayoría de ellos sólo trabajan para sobrevivir, y para los emigrantes es aún más difícil, porque tienen que enviarle dinero a su familia». «En Europa la gente se cree que en África todo el mundo es pobre, que la gente se muere de hambre, que en todos lados hay guerras y que por eso todos los que tienen piernas para caminar se quieren marchar. Sin embargo, en África, personas como mi madre han vivido toda su vida sin oír ni un solo disparo».
¿Sigues siendo un hombre optimista?
Sí.
¿Eres creyente?
Yo sí, pero también creo que el paraíso empieza en este mundo y que lo más grande es respetar al que tienes enfrente.
Ahora, ¿qué tal estás?
Bien. Tengo amigos y bien.
¿Y trabajo?
Ahora estamos intentando montar un taller de carpintería. Pero en este tiempo siempre he encontrado algo de trabajo, en una finca cuidando animales y pelando olivos, y como guarda, en casetas de feria, montando muebles de Ikea, y sobre todo en la cocina de restaurantes…
Escribes en el libro: «A pesar de la precariedad, yo me quedo aquí. Aterrizar en la Alameda ha sido para mí una señal del destino. Para mí Sevilla es mi ciudad natal europea, me siento sevillano, ¡hasta he cogido la costumbre de presentarme como afroandalú! ¿Te ves quedándote en España y montando una familia aquí?
Sí, mientras vaya bien, y haya trabajo.
¿Con una española o con una africana?
Con una española, o una africana, o una asiática, o una latinoamericana. Eso me da igual; lo importante es que nos entendamos en la convivencia y que compartamos los mismos objetivos.
Tras nuestra charla, Mahmud acudió al Patio Maravillas (patiomaravillas.net), un centro cultural y social alternativo que lleva siete años de actividades en Madrid y que ahora está amenazado de desalojo en el edificio que ocupa en la calle Pez. Medio centenar de personas habían acudido a escuchar a Mahmud y a Eduardo Romero, coautor del libro Qué hacemos con las fronteras y miembro de la Asociación Cambalache y de su Grupo de Inmigración, y que en el artículo Mentiras y Alambradas, publicado en eldiario.es, resaltaba que más de 20.000 personas se han ahogado en la frontera sur desde el año 1988.
Pero nosotros seguimos mirando hacia otro lado.
Comentarios
Por miguel, el 22 junio 2014
Es un gran libro, un relato muy directo y ágilmente escrito, estremecedor en algunos instantes. Debería ser de lectura obligada (o sugerida, que suena mejor) en las escuelas. Tal vez así entenderíamos un poco mejor qué es lo que pasa verdaderamente en el mundo.
Por Nely García, el 23 junio 2014
¿Ha evolucionado la humanidad?, ¿O son los dirigentes del globo los que continúan practicando la ley del más fuerte caiga, quien caiga?
http://nelygarcia.wordpress.com