‘Maldita Alejandra’ (Pizarnik)… Todos tenemos un lado maldito
En el 50 aniversario de la muerte de Alejandra Pizarnik, la artista gaditana Ana Müshell, que ya antes se había detenido en Patti Smith, le dedica este diario íntimo ilustrado en que se funde su historia con la de la poeta argentina que se tomó 50 pastillas de Seconal cuando tenía 36 años. Un episodio de agorafobia, una ruptura amorosa… y el encuentro con esa ‘Maldita Alejandra’ (Lumen).
Acunar los latidos de dos mitos como Kafka y Pizarnik desde la imaginación y, al mismo tiempo, desde el realismo más desbordante resulta altamente extraño, ya que a priori son dos autores que vencen a la muerte y al encierro desde territorios completamente opuestos. Sin embargo, usted no solo apuesta por ellos, por Kakfa para darle forma a su personaje y por Pizarnik para construir su fondo, su alma. Kafka es vehículo y Pizarnik la exquisita choferesa que la conduce hacia la victoria. ¿Cómo fue convivir con estos dos monstruos sagrados y dejarle espacio a su propia biografía?
He escogido muy bien qué Kafka y qué Pizarnik quería traerme a mi libro, destilando lo que necesitaba de ellos para contar y abordar el diario; cabíamos muy bien los tres en Maldita Alejandra :)) . Ambos trabajan las metamorfosis y el escombro humano, la oscuridad en la que se siente alguien que no encaja, que sufre, que se arrastra por una realidad que no siente como suya propia. Ambos eran irremediablemente un buen punto de partida.
Desde el principio el objetivo de la narración queda claro, y queda claro también que la profundidad y la inocencia emocional competirán por anegarlo todo. Se nota mientras se avanza en la lectura su adhesión a la consciencia, pero también a lo inconsciente. Esta narración no deja de ser una maravillosa fantasía onírica. Parecen sus entradas en este bellísimo diario un dictado narrado por la propia Alejandra. ¿Cómo se sostienen las palabras dictadas por un muerto? ¿Cómo consiguió desoír las subyugantes interferencias de una musa tan implacable como frágil y al mismo tiempo hacer tan suyo este valioso testamento?
Gracias por llamarla “maravillosa fantasía onírica”, me gusta. Leer y estudiar la literatura de una escritora y poeta como Alejandra es irremediablemente el vehículo que mantiene a flote al personaje. Un libro como éste precisaba inventar una parte de ella, un fantasma. A partir de ahí dejé que ella dictara y me guiara a través de los dibujos y la narración. Yo sólo me dejé llevar. La musa se complica en el mismo instante en que sus propias biógrafas confiesan tener entre manos a un personaje que se escurre entre ficción, poesía, fármacos y animales nocturnos. Era parte del juego, de ahí el “Maldita”: la nombro así con cariño, una Alejandra llena de interferencias y mensajes ocultos que he dibujado desde el plano más noble y cotidiano.
El acierto que supone no querer ser ella, y al mismo tiempo vislumbrar la empatía que hay entre ambas sin que ésta le reste lucidez para saber ser otra, me ha parecido uno de los hallazgos de este libro: “Desdoblarse es parte de la fuga. Ser dos o más, una presente y la otra maldita. O todas malditas”. ¿Cómo consiguió no contaminar su discurso con la inherente mitomanía que lleva implícita la existencia de Alejandra Pizarnik?
Puede que mi narración esté llena de mentiras también, aunque no es mi estilo. Lo que anhelaba en este libro era acompañar a Alejandra en su proceso de caída hacia el fondo al que siempre quiso dirigirse. Yo he escrito y dibujado sobre ella para que también me acompañara ella a mí en mi proceso. Hay una empatía ahí que nace sola cuando los trastornos de ansiedad y depresión acechan: tener compañeras (vivas o muertas) es parte de la terapia. Todos tenemos un lado maldito, y el que no lo sepa, que se lo haga mirar.
Sus ilustraciones son danzas macabras, pero también luminosas canciones de amor. Un desequilibrio que no resta valor al libro, sino que lo enriquece. En ellas la imaginación y el testimonio se mezclan como se mezcla la saliva del primer beso en la boca de dos jóvenes amantes. Sus imágenes arden y hacen arder el porvenir de Alejandra. Usted la quiere fuera de la oscuridad y se nota por cómo pelea en cada reflexión. Pizarnik vive entre sus manos una resurrección alejada del siempre erudito capricho del biógrafo. Su diálogos están cuajados de naturalidad y de verosimilitud, pero también del respeto por lo que cada admirador o admiradora de la poeta argentina necesita. ¿Le fue fácil respetar esos dos ángulos que en primera instancia son tan antagónicos?
Cuando comprendí que Maldita Alejandra iba a ser un diario que nadaba entre la ficción y la no ficción, la biografía de la poeta y la mía, mis miedos y los suyos, comprendí también que en el libro podían convivir estos dos matices. Iba a dibujar y describir lo cotidiano a través del miedo y de su simbología utilizando a la vez el bestiario de Alejandra. Esto me permitía nutrir mi narración con su palabra, mis dibujos con sus retratos y con todo lo que la rodeó, con lo que ella misma imaginó. Qué pobre mi libro si ella no hubiera aparecido. Mi respeto hacia sus sombras y también su humor negrísimo, y también su sexualidad, y su obsesión por la palabra, sus críticas literarias, su búsqueda a través de la literatura ha sido máximo.
Se nota también que no quiere que Pizarnik sea el personaje venerado, pero plano. Y se nota en los múltiples y progresivos desdoblamientos que le facilita. Deja caer sus huellas sobre las huellas de Alejandra, pero dejando muy claro que no quiere que se superpongan, que usted opta con mucha inteligencia por la yuxtaposición y no por la suplantación. Ustedes son dos imanes que no dudan en enfrentar sus polos, hay convivencia pero no connivencia. Usted conoce los límites de ambas, conoce lo que las une, ese abismo que es la infancia. Ninguna de las dos ha sabido dejar de ser una niña: “En cualquier momento la fisura en la pared y el súbito desbandarse de la niñas que fui”. ¿Por qué opta por la verdad en lo que este abismo se refiere si nombrándolo sabe a ciencia cierta que el porvenir de ambas podría perder todo su atractivo?
Me parecía indiscutible tener que parar en el capítulo de la infancia. En ese punto justo comprendí, a través de la biografía y las primeras roturas en Alejandra, que la infancia es EL momento en el que se construye todo lo demás. Nos rompimos ambas, supimos muy pronto de la existencia de la muerte, del paso del tiempo, de las costuras frágiles de los supuestos tipos de amor y de los abismos de la enfermedad. Algo de bilis negra se queda en la biografía cuando esto se descubre siendo muy niña. No creo que haber sido sincera en ese capítulo haga que se pierda el atractivo, o más bien, el ensordecedor porvenir de Alejandra; de cualquier forma, todo fue en pos de ayudarme a contar mi propia historia.
Tampoco renuncia usted a contar su realidad: “Un ordenador Mac regalado, porque yo no tengo dinero”. La precariedad y la falta de impostura formando un revuelo de verdades útiles. Muchos vientos zarandeando un cuerpo dentro de un piso alquilado. ¿Por qué ha renunciado a la idealización de su persona y sobre todo de su personaje?
Durante todo el libro me mantengo en un ejercicio de equilibrio tras la sombra de Pizarnik. Hubiera sido muy fácil caer en la verborrea autobiográfica. En cambio, he preferido retratarme a través del dibujo y la fantasía: un gusano lento y torpe, una larva que se encierra con sus propios miedos (la agorafobia construye de esa manera), y un bicho leve al fin para poder elevar el plano mientras Alejandra cavaba un agujero en el suelo de mi salón. Idealizar a mi personaje le restaba verosimilitud, y necesitaba que el diálogo con una escritora fantasma que fuma y escribe sin parar fuera lo más cercano posible a una escena rutinaria.
Su personaje se acostumbra en muchas páginas a prescindir de ese hilo conductor que es la rutina y, sin embargo, llega un momento en que toma conciencia de lo que le falta a través de ella: “Creo que hoy podré vivir sin naranjas”. Es sin duda un novedosísimo modo de defenderse de su miedo, de la agorafobia que padece. ¿Cuándo y cómo supo que enfrentar la esporádica mundanidad de Pizarnik con la introspección de su personaje supondría el punto más álgido de libertad que iban a compartir?
Respondía antes haciendo alusión a lo rutinario. Pues bien, aunque Maldita Alejandra tenga formato de diario y con ello se pretenda llevar la cuenta de los días de terapia, medicación, literatura y transformaciones, no deja de ser una fantasía. Yo dejo que Alejandra se meta en su personaje, el que ella quiera, el que ella elija a través de sus poemas, su diario y los papelitos que me va dejando por el piso. Cuando tienes tanto miedo a todo, el día a día se convierte en una especie extraña de lucidez: dialogar con una escritora muerta también lo era. Y a partir de ahí, rotas todas las cuerdas que me ataban a un simple diario, comprendí que tenía libertad para crear, para hacer y deshacer como el miedo mismo estaba haciendo conmigo.
Ni una sola mentira, a veces la imaginación es la verdad más absoluta a la que puede aspirar un ser humano; ni un solo atajo interrumpe su naturalidad narrativa. Todo se nombra, el silencio importa tanto como importa la palabra, pero no se usa ni como evasión ni como justificación: “El miedo, la ansiedad y la depresión recorren mi árbol genealógico y se ceban con mi ramita de treinta y dos años”. ¿No asusta ser tan consciente de la genética y de sus perniciosos hechizos?
Subrayo tus palabras “a veces la imaginación es la verdad más absoluta”; el miedo al miedo es eso mismo y distorsiona tanto las cosas y las hace tan verosímiles y tangibles que no cabe duda: está ocurriendo, es y no hay manera de escapar. Más que asustarme, ser consciente de mi tendencia genética me impulsa a querer indagar más sobre el origen de estos miedos, los inculcados y los que vienen de fábrica, hay mucha química cerebral ahí. Esto se trabaja en terapia: es muy necesario saber de dónde vienes y cómo te has construido.
Hay una ilustración que ocupa las páginas 60 y 61 de este libro que es toda una declaración de intenciones. Una declaración de intenciones que no revelaré aquí, pero que pone de manifiesto la total falta de impostura que abraza su trabajo. ¿Fue esta ilustración la que hizo germinar al resto? ¿O por el contrario es esta imagen la culminación del hermoso y doliente peregrinaje estético que alberga su metamorfosis por persona interpuesta?
Esta pregunta me hace replanteármelo. Porque ese dibujo precisamente estuvo en mi cabeza (¿¿metadibujo??) desde los primeros esquemas que abordaban ‘Maldita Alejandra’. Y creo que sí que fue el germen de querer abordar también una metamorfosis; era eso o la otra opción (y con esto sigo yo el juego), página 133, última ilustración.
Este libro suena en cada página a suicidio teledirigido, pero también a exhumación emocional. Hay trozos de piel y de memoria por todas partes. Hay destrucción, autodestrucción, pero también hay una concreta exaltación de la vida útil: “Muerta la niña, ¿nació Alejandra?”. Usted se olvida de vivir para que no muera Pizarnik, usted como Cortázar también le grita que “la quiere viva”, pero tiene la generosidad de ofrecerle una vida lejos del mito. ¿Por qué prefiere usted a la mujer? ¿No le da miedo que alguien después de leer el libro pueda criticar su humanidad y tachar su multibiografía (son magníficas sus microbiografías de Plath, de Wolf) de un acto cobarde?
De todos los miedos que he podido tener durante el proceso de Maldita Alejandra, la crítica hacia él no es uno de ellos. Si meses después de la publicación de Biografía de un mito, de Cristina Piña y Patricia Venti, biografía revisada de Pizarnik, publicada con Lumen, he tenido el valor de volver a contar partes de la biografía de la escritora maldita/surrealista/siempre-niña, es porque estoy muy segura de ello, y porque como decía al principio de esta entrevista, la Alejandra que me he traído a mi piso está filtrada e imaginada y eso me permitía, desde el respeto y la admiración, modelarla en mi propio diario. Me interesaba una Alejandra Pizarnik fumadora compulsiva, que roba libros, que rehuye de lo cotidiano para poder escribir: yo le hago el café y ella continúa sus diarios. Ella escribe / yo aprendo. Ella es / yo la cuido hasta que ella decida morir, o al menos extasiarse a base de pastillas. Era irremediable contar con Plath y Wolf si quería hablar de escritoras suicidas.
Usted, a diferencia de Pizarnik, no teme ser imperfecta, por eso los libros de la malograda poeta están llenos de preguntas y el suyo, a pesar de sus dudas, está lleno de respuestas. ¿Le ha servido palpar la falibilidad de Alejandra para llenarse de certezas?
Me ha servido leerla; con su obsesión por la palabra, yo he podido responder a mis preguntas, de una forma poética quizás, pero la necesitaba para acompañar mi propia terapia.
“Conozco la gama de los miedos y ese comenzar a cantar despacio en el desfiladero que reconduce hacia mi desconocida que soy, mi emigrante de sí.
Escribo contra el miedo. Contra el viento con garrías que se aloja en mi respiración.
Y cuando por la mañana temes encontrarte muerta (y que no haya más imágenes): el silencio de la comprensión, el silencio del mero estar, en esto se van los años, en esto se fue la bella alegría animal”.
(Parte del poema Ojos primitivos, El infierno musical, 1971).
Esto es agorafobia también.
Otro de los grandes aciertos de este libro es cómo ha conseguido mantener caliente el cuerpo de un cadáver, ese truco de magia que ha hecho con su rigor mortis. Supongo que muchos lectores le habrán manifestado el calor que desprende entre las páginas de su libro Pizarnik. Está más viva que nunca y su recuperado aliento vivifica la piel de quien lee. ¿Por qué quiso que Pizarnik fuese un paradójico fantasma de carne y hueso en lugar del espectro que habrían buscado el resto de narradores y narradoras para exacerbar un vacuo malditismo?
Lo que permitió a Alejandra coser su vestimenta de escritora maldita, además de su tendencia al veneno, es el mero hecho de haber estado viva. La necesitaba viva para gritar “merde!”. Al caérsele un cigarrillo de la boca, la necesitaba viva para poder contar que luego murió. No me bastaba con dibujar un portal hacia el más allá, necesitaba la carne, su infancia, su emigración constante, su terror y su escritura para poder presentarle yo misma al personaje “muerte”, para llevármela de vinos un día antes de tragarse las pastillas de seconal, para dibujarle un jardín como ella imaginaba, para darle las gracias. El malditismo se da por hecho, yo quería otra cosa.
Más arriba le hablaba de su manera de tratar la precariedad y ahora quiero hablarle del maravilloso párrafo que aparece en la página 94, que tiene que ver con la masturbación femenina. Usted la extiende sobre su alter ego con una elegancia extrema. Y la acompaña de una ilustración que mantiene intacta esa intención. Una imagen que inocula en la mirada del lector la silueta de un laberinto que le niega la entrada, pero que le susurra el poder de sus entrañas. ¿Se amparó en el lirismo al escribir estas líneas para mantener intacta la valiosa atmósfera en que habita su narradora o lo hizo para evitar el juicio que lleva casi siempre implícito el placer femenino y más si es una mujer quien lo cuenta?
Prefiero el erotismo al porno. Aciertas totalmente al describir la atmósfera intencionada y un poco lírica que mantiene el libro a través de sus dos lenguajes. Por eso vi más acorde ser sutil y que fuera buena materia para la imaginación. No pensé en los posibles juicios. En cuanto a la masturbación femenina, si hay alguien que tenga algún tipo de juicio, a nadie le importa y es mejor que se calle.
Usted escribe: “María Moreno dice que el diario es el género de los suicidas”, y eso me lleva directamente a preguntarle por qué estando su alter ego tan lleno de vida no opta por otra forma de expresión. ¿De verdad necesitaba caer en manos de este género para rendirle homenaje a Pizarnik? ¿Se hubiese sentido completamente alejada de la empatía y de la honestidad si no hubiese optado por él?
Es que por poco soy yo la que cae en manos del suicidio. Era parte esencial de esta historia, hablar del suicidio de personas mayores como fue el de mi abuela, hablar del suicidio de personas jóvenes: todas estas escritoras, el suicidio de Margarita Gil Roësset. No hay una certeza de que Alejandra tomara aquellas pastillas pensando que iban a ser las últimas, pero su “quiero ir nada más que hasta el fondo”, pues yo qué sé, Alejandra. Cómo no hablar del suicidio, cómo no poner sobre la mesa la muerte con todas sus formas.
Hablar del suicidio y del optar libremente por no vivir (alejarse de la vida, del amor y sus formas, amigos, relaciones, ducha, comida, objetivos, todo porque las obsesiones y los miedos se instalan es otra forma de morirse), era ser honesta con la escritora y conmigo misma.
Después de leer este libro me gustaría felicitarla por muchas razones, pero sería hacerle un flaco favor a sus futuros lectores. Sin embargo, no puedo abstenerme de hacerlo en lo que se refiere a su decisión de no conformarse con imaginar un diálogo entre Pizarnik y su alter ego. En su decisión de hacerlo corpóreo, de vertebrarlo y hacer sonar sus huesos de esa forma en que el hechicero indio hace sonar el cascabel de la serpiente en mitad de la noche para obrar los milagros. ¿Oyó ese crujir de huesos muchas veces mientras escribía este hermosísimo diálogo en el que una sola voz es capaz de llenar tantas gargantas?
Me gusta ese sonar de huesos porque me lleva además a Patti Smith, ella, que se lleva un puñado de las cenizas de Robert Mapplethorp allá donde va. Me vienen a la mente los collares de Robert llenos de huesos, calaveras, trozos de tela. Hay algo de magia en todo esto de traerse a los muertos de vuelta, no es sólo dibujo y escritura (que ya es bastante). Es creer por un momento que el disco que suena lo ha puesto Alejandra, que si suena Edith Piaf ella recuerda a su padre. Si yo hablo con mi hermana, los huesos suenan porque Alejandra recuerda a su hermana Miryam, y la simbiosis de biografías se hace posible porque hay un muy estudiado ritual de invocación. Y de ahí las voces, y de ahí el dibujo.
Para terminar me gustaría preguntarle cuándo y por qué decidió usar el suicidio como acto de reflexión y no de huida. El suicidio de Pizarnik, el de su abuela, el de otras muchas escritoras a las que admira y el su propio alter ego están presente en este libro de esa manera en que está presente el dolor en el vuelo de un látigo. ¿Cómo consiguió no caer en los extensos lugares comunes?
Esto e infinitas otras cosas se lo debo a mi madre. Cuando mi abuela se suicidó tuvimos una conversación larguísima en la que comprendí que el suicidio era un acto de liberación, que no siempre se tiene en modo on el estado de supervivencia, que la vida ya basta y no pasa nada. La conversación con mi madre fue extensa, fue un acto de pensar, recapacitar mucho, un ejercicio de comprensión y aceptación. Todo lo que ella necesitó también para comprender que su propia madre había decidido morir. Alejandra ingirió una cantidad letal de Seconal, no sabemos si intencionadamente o no, pero fue letal. Yo no quería esto para mí, o al menos no para esta historia. Mi decisión fue acompañarla en estos poquitos días de mi diario, era un acto de amor, para darle las gracias por la literatura que nos ha dejado a las que veneramos su escritura, su abrigo roído y sus pequeños zapatos negros. Yo fui polilla para no pesarle en su jersey mientras ella escribía, y yo aprendía a vivir. O algo así.
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