Una mañana con Lartigue, el fotógrafo de la felicidad
Bajo el título ‘Lartigue, el cazador de instantes felices’, la Fundación Canal de Madrid muestra un fabuloso recorrido por la obra en color de Jacques Henri Lartigue, conocido como el fotógrafo de la felicidad, pero también como el pintor de las mujeres y las flores, a quien llamaron “el padre de Cartier-Bresson”, porque tenía el mismo don para revelar la esencia del movimiento y atraparla en un instante perfecto.
A veces la belleza de lo antiguo nos hace desear que todo se hubiera quedado igual para siempre, que los objetos que llenaban de conmovedora simplicidad los días del pasado estuviesen aún aquí y no hubieran sido sustituidos por la multitud de artefactos feos que nos rodean, sin los que parece que hoy no podríamos vivir. Ahí está, detenida en un momento tridimensional al otro lado del visor donde la observo, Simone Roussel en un trineo de dos ruedas en 1913, una instantánea que el fotógrafo inclinó en la impresión para que pareciera que se desliza por una pendiente. En aquel tiempo el joven pintor Jacques Henri Lartigue (Courbevoie, 1894 – Niza, 1986), fascinado por la fotografía, experimentaba con la estereoscopia para atrapar los volúmenes de lo real y meter al espectador en sus escenas, que, reveladas en placas de autocromo, se teñían de encantadores tonos pastel.
Antes, Lartigue ya había fotografiado en blanco y negro el elegante mundo francés donde había nacido porque su padre le había regalado, con apenas siete años, su primera cámara. Y su obsesión, desde que comenzó a mirarlo todo a través de un visor, fue plasmar el color de todo lo que le rodeaba. Igual que hacía cuando pintaba.
En esta exposición, la Fundación Canal de Madrid propone, a través de 149 obras acompañadas por fragmentos de sus diarios, un fabuloso recorrido por las distintas etapas en las que Lartigue abordó el color desde esos primeros experimentos con la técnica del autocromo que inventaron los hermanos Lumière. En esta sala de la muestra parecen vivir las escenas estereoscópicas del mundo elegante y despreocupado de la belle époque que habita Lartigue: sus padres Henri y Marie con su hermano Maurice en Pau bajo una sombrilla, en 1912; Madeleine Messager, una joven con pamela y flores entre los brazos, recortada contra la luz cegadora de un balcón entreabierto de Niza en 1921, o en el lujoso hotel Eden-Roc de Cap d’Antibes en 1920, sentada en una mesa con mantel y flores ante una cristalera tras la que se extiende un mar luminoso y pálido; y de nuevo Madeleine con otra joven en 1927, sentadas en las escaleras entre los rosales de un jardín con un cesto de naranjas que se derraman por el suelo. Casi se oye a los pájaros entre las ramas, el roce de pisadas en la grava del camino, como si el momento hubiera atravesado un siglo y estuviera sucediendo ahora y yo estuviera ahí, con ellas. Y en la siguiente, el mismo Lartigue posa en la nieve con Germaine Boivin, disfrazados de hermanas gemelas para un baile en el Savoy de Chamonix, en 1919. “Ella, que nunca se maquilla”, dice el fotógrafo en su diario, “se ha puesto guapa con sus grandes ojos de rana almendrados que parecen charcos. Por mi parte, en cuanto me visto de chica vuelvo a caer en el estilo palillo con pies hacia adentro de mis dieciséis años”.
En agosto de 1914, cuando acaba de estallar la guerra, Lartigue fotografía a su hermano Maurice, que posa ante un hangar con el avión que ha construido, un extraño triciclo en un bastidor con alas en el que probablemente intentará volar. “En Rouzat, siempre tengo ante mí el gran silencio y la gran campiña. Todo sigue igual. El aire huele bien, el sol me calienta, la forma de los altos árboles no ha cambiado. Entonces, ¿por qué, si todo es igual y sigue sonriéndonos, ya no tenemos derecho a sonreír? Es la guerra. Vamos, sé razonable y no sigas divirtiéndote”.
Pero igual que ocurre en la vida con los colores de la infancia, los suaves tonos del autocromo desaparecían con el tiempo y durante más de una década Lartigue vuelve a la pintura, donde puede manejarlos a su antojo. Expone sus cuadros en París mientras se convierte en el fotógrafo favorito de la alta sociedad, y en el decorador de las galas y las fiestas en los palacios y casinos de la Costa Azul. Así abraza el cromatismo que la fotografía le niega, y luego realiza ilustraciones para revistas de moda, diseños de papel pintado y telas para las creaciones de la alta costura; algunas de sus fabulosas geometrías art decó pueden verse en la muestra.
Y siempre las flores. Lartigue hace ramos con ellas y las fotografía para pintarlas; después serán un motivo recurrente a través de los años: miles de imágenes donde explora la expresividad y el color en composiciones casuales o muy elaboradas. En los años 70, utilizará filtros y sobreimpresiones que convierten sus fotografías en cuadros impresionistas y delicados: amapolas entre la hierba y el trigo, manchas amarillas de mimosas agitadas por el viento, una sola flor de almendro, frágil, enfocada en el oscuro de alguna espesura. “¿Qué hago? Pinto flores al sol. Es mi recreo. ¿Qué intento hacer? Pintar, no flores al sol sino sol sobre flores… Sobre flores, sobre árboles, sobre cualquier cosa y sobre todo”, escribe en la Provenza, en abril de 1954.
La aparición del Kodachrome en 1935 debió de ser una fiesta para Lartigue. A partir de entonces juega con sus posibilidades creativas mientras hace reportajes para las revistas y fotografía a modelos y personalidades. Ahí está Picasso en una corrida de toros en Vallauris, y Jean Cocteau haciendo un mural en el ayuntamiento de Menton, y John Kennedy con algunos amigos en bañador, departiendo en una terraza de Cap d’Antibes en 1953. “Fotos en color. El complemento que faltaba a mi ambición de capturarlo todo. Pero un día, te das cuenta de que los colores probablemente empiecen a estropearse y desaparezcan. ¿Qué más te da? Con las fotografías podrás hacer todas las pinturas que quieras y venderlas. Porque vas a venderlas a los periódicos y, por fin, vas a tener unos ingresos regulares y casi suficientes. ¿Dinero? ¿Para qué? Con él podré comprar material suficiente para hacer todas las fotos a color que me dé la gana… pero que pasarán”.
En 1945, Lartigue se había casado con Florette Orméa, que sería una de sus modelos favoritas y le ayudó a profesionalizar su pulsión creativa: clasificó sus negativos y convirtió su estudio en una agencia de distribución. Aquí aparece con su tez nacarada y sus labios rojos, posando para él o en la portada de alguna revista de moda, sofisticada y hermosa. En los años 60, Lartigue investiga técnicas de sobreimpresión y fotografía carteles rotos, paredes desconchadas que parecen collages, y sus composiciones se vuelven pictóricas, libres, como si quisiera volver a un camino largamente abandonado. “El arte abstracto es la puerta de la jaula abierta de repente. [..] Hago abstracciones porque por fin (por fin) soy modesto. Porque sé que nunca seré un pequeño Miguel Ángel. Y porque estoy al borde de la decrepitud y me quedarán las alegrías de la cocina multicolor hasta el momento de echarme a perder”, escribe en 1964. Para entonces, la exposición de sus fotografías en el MOMA de Nueva York en 1963 le había consagrado como el padre de fotógrafos icónicos como Cartier-Bresson, el mito del instante decisivo.
En 1970, el fotógrafo Richard Avedon y la directora de arte Bea Feiter reunieron en Diario de un siglo las antiguas fotografías de Lartigue y extractos de su diario. Cinco años después, el Musée de Arts Decoratifs le dedicaría su primera gran retrospectiva. Como para saldar una deuda pendiente, en su última época copiaba las composiciones en blanco y negro de sus comienzos en coloridas instantáneas influidas por el estilo callejero y fresco de los fotógrafos americanos. El resultado se muestra aquí en una proyección que resulta hipnótica, porque observando estas imágenes duplicadas en el tiempo me asalta la idea de que Lartigue se desdobló hacia el final de su vida en un artista más joven.
Cuando murió en 1982, a los 92 años, aún era recordado como el fotógrafo del automóvil deformado: una instantánea que tomó en 1912, con solo 18 años, experimentando con la obturación de su cámara réflex de placas en el Gran Premio del Automóvil Club de Francia, que muestra uno de esos antiguos coches de carreras a cuyo paso todo aparece desfigurado y oblicuo. París, la moda, el sol y el mar de la Costa Azul. Todo es tan hermoso como lo inalcanzable en las imágenes de Lartigue, instantes que suceden en lugares donde todo parece luminoso, despreocupado y alegre, en días dorados que tintinean como monedas. Fue el fotógrafo de la felicidad, pero también el pintor de las mujeres y las flores, y nunca dejó de buscar las posibilidades que el color del mundo le ofrecía; un mundo que le había hecho exclamar a los siete años, cuando su padre le regaló su primera cámara: “¡Es maravilloso! ¡Maravilloso! Nada nunca será tan divertido… Voy a fotografiar todo, ¡todo!”.
‘Lartigue, el cazador de instantes felices’. Fundación Canal, Madrid. Hasta el 23 de abril.
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