Mario Colleoni y ‘Contra Florencia’: ¿se nos está olvidando amar?
Qué mejor manera de despedir 2019 que intentando detener el tiempo, con un libro que reivindica la belleza y el amor. En estos tiempos de miseria espiritual, de envilecimientos del corazón e infartos del alma, Mario Colleoni ha escrito ‘Contra Florencia’ (La línea del horizonte Ediciones), un libro para leer con toda esa lentitud que hoy nos falta, una obra que nace como un alegato para hacer de este mundo un lugar más humano, “la única razón por la que considero que merece la pena vivir”.
Este escritor e historiador del arte especializado en el Renacimiento nos devuelve en esta obra la esperanza durante un largo paseo alegre y pasional por la época de mayor esplendor de una ciudad “infinita e inagotable” como es Florencia, hoy masificada por el turismo. “El problema es mucho mayor porque es estructural. Es la forma en la que nos están vendiendo el turismo, el modo de consumo por el que nos han hecho creer que nuestra vida no tiene sentido si no salimos de casa”, explica Colleoni.
La vuelta de la Gioconda a Florencia tras su robo a comienzos del siglo XX; las obras del Trecento italiano; el viaje clave a Roma de Brunelleschi y Donatello; la provocación y agitación del inclasificable Giovanni Papini, del que toma el título del libro; la belleza de los refectorios florentinos y otras muchas debilidades artísticas del autor se dan cita en un libro de esos que merece la pena tener siempre cerca.
Sostiene Christian Bobin en ‘Un simple vestido de fiesta’ que el estado de crisis es el estado natural del mundo y que el amor escasea, “como el pan en los periodos de guerra, como el aliento en la garganta de los moribundos o como el tiempo en los juegos de infancia”. Y sentencia: “Y es que para amar hace falta tiempo, tanto tiempo que el tiempo no basta para responder a las necesidades de nuestro amor”. ¿Se nos está olvidando amar?
Lo que se nos está olvidando es saber detener el tiempo en el momento en el que la vida (un amigo, un hermano o una madre) nos exige una determinada atención. A menudo la gente siente culpabilidad por no invertir su tiempo en algo, cuando en realidad ese algo, que puede ser la nada, jamás debería suponer un sentimiento de pérdida. El tiempo nunca se pierde, y esa falacia nefasta derivada de los hábitos de consumo y la confianza en la productividad, que no es otra cosa que la culpabilidad por detener el tiempo, la peor de todas las versiones del capitalismo, es lo que hemos olvidado identificar. Sus consecuencias las pagamos todos. Amar es recuperar el asombro por la vida y reconocer que todo lo que contiene un día, sea como sea, es un regalo.
La lógica de la economía capitalista, el consumismo atroz y la dictadura despiadada del beneficio permanente han ido despojando al ser humano, con una celeridad impune, de sus esencias y valores, lo han ido desplazando de su verdadero lugar en el mundo. Escribes que ‘Contra Florencia’ es un libro concebido como “pequeña guerrilla” contra la tiranía de este sistema y “las emociones envasadas al vacío”. ¿Cómo se frena esta locura de explotación y autoexplotación, de rendimiento y ceguera, cómo se sobrevive a este tráfago, por emplear tu expresión, en el que se ha convertido la vida?
Me atrevería a decir que hay dos maneras, una pacífica y otra sanguinaria, pero ambas pueden ser intercambiables. La razonable es identificar nuestras verdaderas necesidades y actuar en consecuencia con ellas y con nosotros mismos; saber qué es exactamente lo que necesitamos y comprobar que no se trata de un simulacro prescrito por otro orden de cosas. Esto es muy difícil de reconocer porque vivimos tiempos de ego desmesurado y las redes sociales han amplificado el efecto del delirio narcisista. Cualquier persona, sea quien sea, venga de donde venga, haga lo que haga, puede gozar un día repentinamente de una falsa vanidad ilimitada y no encontrará ninguna resistencia que le ayude a ser consciente de su contingencia. Vivimos con ello, sometidos continuamente a ese factor externo de riesgo.
Sin embargo, la honestidad, la honradez o la sinceridad de lo que hacemos o decimos sólo depende de nosotros. El bien y el mal siguen siendo una elección. La opción sanguinaria sería acabar con toda esta maquinaria indiscriminada de producción y consumo que vivimos; detener el sistema, empezando por nosotros mismos, y tomar medidas concretas que fomenten la ecología en un sentido amplio de esa palabra, ya no sólo escogiendo un envase de papel frente a uno de plástico, sino en ser conscientes de que dicha ecología puede hacer de este mundo un lugar más habitable: practicar la ecología de consumo, la ecología verbal, la ecología emocional… Hay demasiado ruido ahí fuera.
Empiezas tu libro con un paseo por las calles florentinas, un paseo que es azaroso, sin pretensiones, que busca la alegría, un paseo que, a pocos pasos, se vuelve retorno, se vuelve, conforme atravesamos las páginas, en un regreso a un pasado con lustre, donde el mundo era un lugar mucho más hermoso. Parece, más que nunca, que es tiempo de cultivar la belleza, la poesía, de posibilitar un renacimiento espiritual, es tiempo de despertar…
Es tiempo de ser conscientes de lo que tenemos y de invertir toda nuestra atención en el legado histórico y cultural que nos ha dejado Europa. Yo, como historiador del arte, creo que no hay nada como la cultura para fomentar la convivencia. En este sentido, Florencia fue (y quizá sigue siendo) el símbolo de un reverdecimiento espiritual y artístico de un tiempo que ya no volverá. Nosotros no podemos hacer revivir de facto ese pasado luminoso, pero sí podemos reactivar la mirada deteniendo el tiempo, que es lo que ellos hicieron igualmente con su pasado remoto, el legado histórico y cultural grecolatino. Prestar atención es detenerse; detenerse es comprender; comprender es amar. No hay ningún otro modo posible para cambiar el orden voraz en el que vivimos sin preguntarnos por qué hacemos lo que hacemos. Te respondo con dos preguntas. ¿A cuántas personas escuchamos verdaderamente al día? ¿Cuántas personas al día nos regalan esa escucha atenta? Ahí, en esa pequeña brecha, es donde cambia el mundo.
Detengámonos en esa excursión que hicieron dos amigos florentinos a Roma en el año 1402. Es el viaje de Brunelleschi y Donatello que hizo explotar “los cimientos de la percepción del mundo y la vida”. Querían aproximarse a la verdad, desentrañar aquellos restos que llevaban allí siglos…
Ese fue un viaje aventurado y precioso que, por primera vez en la historia, derramó la copa del pasado sobre la alfombra del presente. Lo cambió todo, literalmente. Sin embargo, el turista de hoy, cuando viaja, sólo está preocupado por visitar lugares, conocer sitios o entrar en una infinidad de museos de los que generalmente sale borracho y entumecido. Nos han hecho creer que sin consumo no existe la vida, nos lo han impuesto. Acudimos a los sitios que nos indican y rara vez buscamos algo que sea verdaderamente nuestro. De este modo la necesidad queda totalmente anulada porque alguien ya ha elegido por nosotros en qué debemos o no debemos detenernos. Brunelleschi y Donatello buscaban ruinas y hallaron ruinas. Cualquier comparación con la actualidad sería obscena. Pero la gente se aburre en el siglo XXI, y esto es una amenaza terrible.
“Sin historia no hay memoria y sin memoria no hay presente”, escribes cuando te detienes en la exégesis de tres obras clave en el Trecento florentino: la Madonna Rucellai, la Maestà di Santa Trinità y la Madonna Ognissanti. Los acontecimientos políticos que estamos viviendo en todo el mundo, con una presencia cada vez más contundente de los partidos de ultraderecha y de los populismos, y donde la democracia está perdiendo terreno, nos hace sospechar que, quizá, también la memoria de algunos hechos que acaecieron el pasado siglo esté menguando en nuestras cabezas. ¿Qué estamos descuidando para llegar a poner en jaque estos tiempos de paz?
Creo que, independientemente de las circunstancias concretas de cada caso, todos los problemas actuales que tenemos como Humanidad tienen su origen en la capitalización del tiempo. La malversación de este principio es la causa primera de la ignorancia, la causa primera de un sinnúmero de enfermedades mentales asociadas a la ansiedad y la causa primera de nuestra desmemoria amnésica. Me considero un hombre apegado a la política, pero muy descreído del parlamentarismo. El ascenso de la ultraderecha en Europa, y especialmente en España, nos dice que una gran parte de la sociedad ya no necesita razones, sino emociones en las que creer. Les basta con eso. El único culpable de que esto haya sucedido es el ejercicio constante de un parlamentarismo falaz; lo hemos visto en ambas direcciones; la política se ha convertido en una opción profesional más de tener una vida mejor, cuando en realidad debería ser, esencialmente, la vocación hacia el servicio público, es decir, intentar hacer de este mundo un lugar mejor para la mayor cantidad de personas posible y, en la medida de todas las circunstancias, intentando evitar las desigualdades, cueste lo que cueste.
Si los políticos percibieran el salario mínimo interprofesional, veríamos cuántos de ellos tienen verdadera vocación de servicio público; si a los políticos se les sometiera a una sanción de empleo y sueldo cuando se ausentan en una sesión de control de Gobierno, entonces veríamos cuántos de ellos son verdaderos políticos. Pero el juego conviene a un sinfín de procuradores, funcionarios y gente apoltronada en los sillones de la Cámara Baja que, por otro lado, intuyo que deben de ser sumamente confortables. Los que nos dedicamos a la cultura porque seguimos creyendo en la promesa de la belleza, indudablemente hemos escogido un camino ingrato para ganarnos la vida, pero también el más hermoso. Nunca deberíamos confundir el Infierno con el Paraíso.
En la Florencia del siglo XIII nacieron unas corporaciones gremiales –denominadas las Artes-, que desarrollaron actividades como el comercio, la manufactura, el artesanado, las finanzas y que marcó el nacimiento de la Edad Moderna, que luego culminaría en la maravilla del Quattrocento. Se erigieron también en rectoras artísticas y políticas gracias a ese arte de hacer bien las cosas. Además hay que destacar su compromiso con la vida pública, ya que gran parte del excedente económico que generaban lo destinaban a adecentar la ciudad. Nuestro individualismo soberbio y nuestro egocentrismo despiadado, nuestra deseo insaciable por competir, debería echar la vista atrás y tomar buena nota…
Bueno, digamos que las “Artes” gremiales fueron un hito de la vida comunal europea. Nacieron con un sentimiento de cohesión que hoy no reconocemos por ningún lado y esto nos resulta sorprendente, pero un día fue una realidad. Actualmente no creo que ese sistema sea aplicable en nuestras sociedades. La política también es fiel reflejo de esa incapacidad. Pero no se trata tampoco de idealizar el sistema gremial de la Edad Media, porque también fue la boca de entrada del nuevo sistema de producción y, de algún modo, abrió paso al modo indiscriminado con el que hoy fabricamos nuestras necesidades. Una cosa sí es cierta: la “industria” no existía o no era concebida como un monstruo implacable y tiránico. Hoy la industria lo mueve prácticamente todo; de ahí que las artesanías hayan quedado relegadas o marginadas en un lugar al que muy pocos llegan. En este sentido, me declaro enemigo radical de la chapuza y defensor a ultranza de las cosas bien hechas. De algún modo creo que, tal como decidí acuñarlo en el libro, “el arte-de-hacer-bien-las-cosas” puede salvarnos de muchos precipicios.
La historia de la humanidad, asegura Chantal Maillard, es la historia del ansia, que ha hecho de la “insatisfacción la rueda dentada de su engranaje”. Y, añade, que salvo que seamos capaces de actuar sin ansia, sin interés personal, “con generosidad, con ecuanimidad, hagamos lo que hagamos, este sistema seguirá en pie, corrompido y funcionando”. ¿Es catastrofista decir que el mundo tiene los días contados, que está en peligro de muerte?
El mundo no tiene los días contados, somos nosotros los que desapareceremos y el mundo seguirá en pie. Sería una grosería si fuera al revés. Y, ya que lo preguntas, debo confesar que yo ansío la extinción del ser humano sobre la Tierra. Lo digo sin ironía y con profunda tristeza. Estamos llegando a unos límites en los que parece que más degradación humana y espiritual ya no es posible. El lenguaje es hoy una ofensa, la verdad se penaliza y el simulacro se premia, el trabajo bien hecho no tiene prácticamente repercusión en la realidad a no ser que goces de un escaparate privilegiado, la farsa y la pantomima gobiernan casi cada recodo de cualquier actividad humana y, por si fuera poco, estamos conducidos por dirigentes mediocres con una noción de integridad informe, volátil y oportunista.
Puede parecer contradictorio, pero soy un idealista pesimista que cree que ya no queda esperanza en una idea de mundo. Pasolini lo dijo más claro y más alto que nadie, pero ya nadie escucha a Pasolini. Sólo en el látigo de la individualidad veo una canalización de oxígeno. En la obra particular, en un hecho aislado, en un instante concreto puedo reconocer la universalidad, la comunión con el todo, pero nunca ya en ese sentimiento totalizador al que solemos llamar Humanidad. En peligro de muerte sólo estamos los seres humanos.
‘Contra Florencia’ es un canto hermoso a “la utilidad de lo inútil”, por decirlo al modo de Nuccio Ordine, es un canto a la esperanza y a la belleza del mundo, a las pequeñas alegrías que están ahí latiendo en el día a día, a todos esos instantes que nos llevan “al centro de la felicidad”. Son los momentos por lo que merece la pena vivir…
Sí, esa “inutilidad” es todo lo que significa la belleza para mí. Y también el coraje para decir no en muchas ocasiones, para decir no a ciertos “privilegios” o comodidades que nos alienan como especie, para decir no al vértigo del tiempo que nos han impuesto. Esa “belleza” no sirve para nada y, sin embargo, vale para todo. Vale para darle sentido a la vida, para no olvidar por quién hacemos lo que hacemos, para tener siempre presente que hay valores humanos innegociables, para hacernos conscientes de que el mundo es un lugar lleno de imperfecciones, para intentar convivir con esos defectos empezando por reconocer los nuestros propios.
La cultura, en este sentido, se ha convertido en un simulacro sonrojante. Proliferan el virtuosismo, la mismidad y el hermetismo, pero nadie se ha dado cuenta de que el misticismo es hoy una opción desafortunada, profundamente cínica, evasiva y cobarde. Lo que hace falta es coraje para decir la verdad y que caigan todos los imperios de la mentira. No necesitamos dirigirnos a una docena de hombres doctos capaces de comprender las disquisiciones y las teorías más complejas, sino al mundo, a la gente, a la entera masa de personas que por sus circunstancias no ha tenido la oportunidad de acceder a algo distinto de lo que les ha sido impuesto.
Hay que cambiar la vida desde el suelo, desde el encontronazo con un mensajero que se tropieza con nosotros por la calle hasta la forma en la que entramos por una panadería para comprar el pan. Por raro que parezca, es ahí donde el mundo se transforma. No es superioridad moral, es humildad honesta. Y aun diciéndolo, mucha gente seguirá creyendo que es un ataque personal o una forma encubierta de opresión identitaria, o cualquier otro delirio lingüístico. En momentos en los que el lenguaje se ha prostituido hasta límites inconcebibles, sólo queda el expresionismo sincero y espontáneo de nuestros actos para combatir la hipocresía. Contra Florencia es un alegato para hacer de este mundo un lugar más humano, y esa es la única razón por la que considero que merece la pena vivir.
Florencia, qué maravilla. Háblame de ese amor a una ciudad irrepetible, de sus palacios, de sus calles cargadas de historia, a un lado y al otro del Arno, de sus puentes, de sus esquinas, de esos refectorios como el de Fuligno, el de Ognissanti, el de Sant’Apollonia…y también de esa otra cara, la de la invasión turística…
Qué puedo decirte a estas alturas. Florencia es una ciudad infinita, inagotable, pero no responde al ideal de vida que existe en la actualidad. Paradójicamente, esta virtud se contrapone al turismo masivo y, en parte, lo ilustra muy bien. En el libro no quiero ni pretendo demonizar al turista; Dios me libre de condenar a nadie por tener el apetito de la curiosidad y el hambre del conocimiento. El problema es mucho mayor porque es estructural. Es la forma en la que nos están vendiendo el turismo, el modo de consumo por el que nos han hecho creer que nuestra vida no tiene sentido si no salimos de casa, la treta mercadotécnica de ofrecer sensaciones y olvidar el sentido que éstas deberían tener. Esto sí es profundamente condenable, y hoy ese problema se multiplica.
Rastreas en las redes sociales y compruebas cómo una infinidad de muchachos que no han cumplido los 20 años gozan de una popularidad monstruosa y, utilizados por multinacionales y marcas de todo pelaje, se dedican a vender y vender cosas, desde esas contraproducentes bebidas energéticas saturadas de taurina hasta la “experiencia” de un viaje exótico y emocionante. Es una transacción perfecta: las marcas venden su mierda y los jóvenes se sienten realizados porque les han inflado el ego. Me niego a creer que, en virtud de la libertad de esos pobres muchachos, sus padres puedan lavarse las manos porque su hijo está percibiendo en un año el dinero que ellos no ganarían ni en una vida. Es el delirio, y reconozco que es la parte que más miedo me da, porque la juventud lo es casi todo.
Aun así, volviendo al turismo en Florencia, el fenómeno no es muy distinto. Es una ciudad sometida día tras día a un desafío turístico verdaderamente descomunal; sus más de nueve millones de visitantes anuales requieren de unas exigencias administrativas y una inversión de equipamiento que pocas ciudades en el mundo conocen. Su infraestructura, a pesar de la continua afluencia de gente, ha sabido lidiar con ello y hasta superar con creces esa dificultad. Es muy meritorio. Sin embargo, como digo, el problema del turismo no es propiamente de la ciudad.
Por último, me gustaría detenerme en la palabra conciencia. Schopenhauer hablaba de “mejor conciencia”, con lo que se refería, según explica Adam Zagajewski en ‘Una leve exageración’, a esos instantes en que la mente humana es capaz de elevarse por encima de la simple lucha contra la materia, por encima de lo cotidiano, y de abrirse momentáneamente a las ideas y a la belleza”. Tomar conciencia para encontrarle los pequeños sentidos a la vida…
Tomar conciencia de la realidad es algo fundamental, pero decirlo a estas alturas parece una perogrullada. Tal vez sólo estemos constreñidos a alejarnos del rumor mediático, del ruido y de toda expresión que vive de la confusión y el enfrentamiento. Para mí, eso significa resistir. De lo contrario, estaremos continuamente sujetos a la prescripción de la realidad y, con ella, a su ritmo endiablado, a sus incansables disputas y a la insatisfacción asociada al consumo despiadado de las sensaciones. Creo sencillamente que hay que volver a recuperar el asombro, eso bastaría. Recuperar el tiempo, recuperar el silencio. Que sepamos reapropiarnos de todo eso que nos han quitado pasa, en gran medida, por volver a ser conscientes de que la vida es un obsequio extraordinario. Eso es lo que más se acerca para mí al verdadero sentido de la existencia, pero hay muchos más sentidos. El libro lo pretende y no sé si lo consigue, pero yo lo concebí como un dique contencioso contra la miseria espiritual de nuestro siglo y, en último término, como un canto verdadero de amor, nobleza y serenidad. Ahora, eso sí, tendré que rezar para que esto no le resulte ofensivo a nadie.
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