‘Medea’ y ‘Edipo Rey’, de nuevo revolviéndonos las tripas

Una escena de Medea. Foto: Luis Castilla.

Una escena de Medea. Foto: Luis Castilla.

Una escena de ‘Medea’. Foto: Luis Castilla.

Miguel del Arco, Alfredo Sanzol y Andrés Lima llevaron la pasada temporada a La Abadía su ‘Teatro de la Ciudad’, una propuesta clásica y renovadora de ‘Antígona’, ‘Medea’ y ‘Edipo Rey’. Lograron que el espectador sintiera que estaba viviendo un momento histórico en la renovación del panorama teatral español. Tras irse de gira, en septiembre regresan a Madrid ‘Medea’ y ‘Edipo Rey’. Aquí os dejamos la crónica detenida y reflexiva del la dolorosa pasión que transmiten estos tres trabajos, capaces de hacernos identificarnos con los clásicos griegos como pocas veces se consiguió.

Medea transformada en loba

Para salvar a Aitana Sánchez-Gijón –para recuperarla, para que vuelva a ser mujer, para que vuelva a ser humana– empezamos diciendo que, cuando el montaje ha finalizado y ella se sube a escena para la consabida reverencia (y es el público el que debería hacérsela a ella), lo primero que hace es coger uno de los rotos muñecos que hay en el escenario y besarlo. Besar a uno de los hijos de Medea como perdón por haber sido peor que el más cruel de los dioses, peor que la peor madre. Porque a Sánchez-Gijón la vemos por primera vez en ese momento, cuando todo ha acabado y se encienden las luces, o cuando sale el sol si se prefiere y ella vuelve a su ser humana, dejando atrás la loba que se ha subido al escenario.

Una loba vestida de seda negra, una hiena muy de Dolce & Gabanna, una mantis elegante y de anuncio que entra en el escenario sobre dos tacones negros. En ese momento ya ha salido la luna, la particular luna de Medea que es el matrimonio de Jasón con Glauce, una pena negra que a esta descendiente de los dioses embarga y posee porque, como ella misma dice y repite, “no hay mayor dolor que el amor”.

Medea trasciende de la misma historia del mundo, de la misma invención de los afectos que ella misma consume y consuma, que ella se encarga de coger por el cuello hasta llevarlos a la desesperación, a la hipérbole misma. Nada la calma. No la calma la hermosa voz de Corifea (Joana Gomila), tampoco su violonchelo ni la nodriza ni las siluetas de sus hijos, siempre rígidas y perennes, pero todavía vivas, que observan y esperan su destino desde el fondo del escenario.

Aunque la luna ya haya salido para Medea, al comienzo de la representación hay una cierta luz de patio de colegio que la rodea, que envuelve todo como la luz de agosto se cuela por los ventanales encarados al oeste. Pero a pesar de esa luz amarilla, festiva y alegre, es Medea la que lo invade todo, la que todo lo anega y ahoga, la que con su desesperación y su rabia rasga esta luz para hacerla blanca y dañina: es la luz casi un personaje más, la fotografía clara y concisa de esta representación.

Sánchez-Gijón se deshace de sus tacones y de su chaqueta; cuando su impulso primario y rapaz empieza a aturdirle, se quita el vestido como si fuera una necesidad y finalmente cae en el barro. Pero no sólo cae porque se revuelca, chapotea y se empapa: se tiñe de tragedia y de dolor y es ahí cuando el espectador se da cuenta de que no está más la actriz, que no ha estado nunca, que no está tampoco Medea. Que hemos visto subirse al escenario a un animal, un animal que es loba y leona, que es mantis y hiena, que tiene lo más terrible y lo más hermoso de la naturaleza. Que es una bestia en sí misma, una bestia movida por amor, por el corazón puro y por la razón que lleva el yugo del sentimiento y que actúa, meticulosa y cruel, para hacer el mayor daño posible. Este animal asusta, este animal mata a sus hijos con el mayor tino y certeza posible. Baja a las ciénagas para llenarse de barro y mierda sin que le importe, olvidando toda dignidad y capacidad humana para la decencia. Es ahí, abajo, cuando todos creemos que si el teatro se viniera abajo ella seguiría adelante; cuando es más humana que nunca, egoístamente humana. Sánchez-Gijón hace la obra suya, sepultándolo y reflejándolo todo, puro azogue en sí misma y a su vez ciega. Salta la barrera de la exageración y el histrionismo para tragarla y borrarla del mapa, para hacerla suya, para demostrar que puede con todo y más: también con el ambiguo triplete de Andrés Lima.

En la actriz, en la atmósfera que crea está aquella magistral Yerma que interpretó a finales de los 90, aquella Chunga, un tanto más floja y displicente. Sánchez-Gijón puede ser algo más (y mejor) que la musa profesional de Vargas-Llosa: se come la escena para ungirse con ella, porque ¿qué es un buen actor, una buena actriz, si no contiene en sí todas las pasiones y demencias del ser humano?

Una escena de Medea. Foto: Luis Castilla.

Aitana Sánchez-Gijón es Medea. Foto: Luis Castilla.

La muerte igualadora de Antígona

Miguel del Arco lo ha vuelto a hacer, pero ahora con un “más difícil todavía”: ha llevado al teatro un clásico y ha dejado patente su inmortalidad –como ya hizo con Misántropo-, pero esta vez sin empujarnos a la trasera de una discoteca. Lo ha vuelto a hacer, pero nos ha dejado en el Tebas del siglo V antes de Cristo, presentándonos el clásico completamente desnudo… y renovado mostrándonos que los animales humanos seguimos sedientos del mismo agua desde que el mundo es mundo. Miguel Murillo ya lo hizo en Mérida llevando a Antígona a nuestra guerra civil, pero hacer al espectador rebullirse sin desplazarlo de Grecia con una historia tan de sobra conocida sólo se consigue con un sujeto activo como Miguel del Arco.

Desde el momento en el que el espectador entra en La Abadía se ve a sí mismo lúgubre y mortuorio, con una palidez insana que irradia de esa luna que es a la vez fuerza y sol, que es la muerte después de la muerte, que es ese lo peor que viene después de lo malo. Una sensación de lividez que eriza la piel en el primer minuto de la representación para, a partir del minuto dos, poner en pie al espinazo y a uno mismo y no bajar ya, manteniéndose toda la función con la rigidez de las peores angustias, una rigidez que se supera a sí misma cada instante como el deportista que prorroga la llegada a la meta postponiéndola. El agotamiento y el dolor articular que se experimenta al volver a la calle llevarían a la persona menos empática de cabeza a la cama por puro gozoso cansancio emocional.

Como si a una tripa llena de ardor la agujerearas, como a quien le gustaría abrirse la sien en medio de un dolor de cabeza, Miguel del Arco abre el grifo retenido de la tragedia para que brote constante un chorro de dolor que moja, cala y empapa hasta dejar al espectador nadando en sus propios dolores, en los de Antígona y Hemón, en los de nuestra sociedad, mientras miramos arriba intentando respirar con la boca el aire que el dolor, cuya agua ya choca con el techo, anega.

Mientras el espectador lucha por no desencajarse físicamente en su propia butaca, Antígona (Manuela Paso) sube y baja, vive y muere hasta que muere definivamente; el coro te rodea y aprieta, cediendo a cada espiración como una boa que te asfixiara reteniendo tus pulmones en su huida hacia el aire. Porque Creonte enseña que sí hay algo peor que la guerra, sí hay algo peor que la muerte. Enseña que hay gente que gana la guerra; que aunque nos muestren que todos los bandos pierden, esa no es más que una mentira consoladora e ingenua. Porque Creonte deja claro que la muerte puede no igualar, que no todos los mares a los que van a parar los ríos son iguales, que aún después de la muerte se puede deshonrar y ahondar en el dolor. La genial vuelta de tuerca (de garrote vil) de Del Arco es Carmen Machi, un Creonte mujer que resulta más cruel por lo que esto pueda parecer de incompatible con su condición de madre, más inflexible y dura, pero también infinitamente más humana, más desgarradora. Machi acaba de abrir la tripa, de partir el cráneo para arrojar sobre el espectador los restos del dolor, llenos de posos que como tal hubieran sido innecesarios si la razón del corazón se hubiera dejado escuchar desde antes de la guerra. Como quien respira un gas nocivo para divertirse, poniéndose en riesgo de muerte, los actores pasean de puntillas por el borde mismo del acantilado, a una distancia imperceptible de rozar el histrionismo con el que todo se desmoronaría para mostrarnos el cartón, convirtiendo Antígona y a Antígona en una comedia musical. Pero no ocurre, y como en los deportes de riesgo, la adrenalina al acabar la función y tocar tierra demuestra que haberse tirado de lleno, haber mirado a la muerte a los ojos, justifica el masoquismo, porque mientras has volado has sido inmortal y al poner pie en el suelo descubres de nuevo que sólo la muerte es el premio del juego, y que al haberla tenido al lado disfrutas más de la vida.

Miguel del Arco se estudiará en los libros de texto de bachillerato, si la muerte que imponen nuestros políticos a la cultura la hacen más fuerte, y demuestran su esencial resilencia; si los espectadores conseguimos, por una vez, que la muerte nos iguale a todos.

Una escena de Edipo Rey. Foto Luis Castilla.

Una escena del ‘Edipo Rey’ de Alfredo Sanzol. Foto Luis Castilla.

Edipo se sienta a la mesa

Dice Alfredo Sanzol que llevaba tiempo queriendo sentar a sus personajes a una mesa. Colocarles frente a un reto interpretativo para que –en los escasos momentos de ponerlos en pie- la fuerza dramática fuera por contraste mayor. Quizá para hacer que en ese momento el público redundara en su cómoda postura, rendido ante un espectáculo que requiere tomar aire y emplear el tiempo en repasar machaconamente lo que está pasando delante de uno para vislumbrar el grito que espera al final del túnel. No la luz.

El hilo en el caso de Edipo Rey no es uno sino varios: hilos que mueven la tragedia del protagonista, condenado a cumplir un destino del que intenta escapar y del que no consigue sino huir hacia él. Sanzol sienta en esta ocasión a los personajes frente a la realidad oculta de sus hechos: una siniestra comida familiar de la que salir sin ojos, no porque los arranquen los propios allegados, sino porque su protagonista decide arrancárselos para no ver, no sentir, no oír lo que está ocurriendo. Para intentar no saber lo que ya ha sabido.

Como sus compañeros Lima y del Arco, Sanzol consigue rebrotar la historia triste de este clásico para que resulte igual de dolorosa que hace 2.000 años, cuando fue concebida. Se enfrenta el director, sin duda, al texto más difícil de los tres de los que se ha hecho cargo el Teatro de la Ciudad, quizá porque su argumento resulta a nuestros ojos menos equiparable a la sociedad en la que vivimos, menos paralelo precisamente por los tabúes que levanta. Consigue acercárnoslo dotando a los personajes de una actualidad dolorosa, dándoles los modos y los raciocinios más similares posibles a nuestros procedimientos de hoy en día.

La fuerza de una historia que late constantemente sobre las tablas, esperando desarrollar su potencial a través de las bocas de los personajes, sentados primero a la mesa como si se tratara de un banquete de Los Soprano, hasta que –por medio de los actores– el puzle de las vidas de los personajes se levanta y empieza a chocar sus piezas primero de pie, después delante de la mesa, luego por debajo también y hasta surgiendo entre bambalinas. Edipo busca, desde su desesperación -primero mansa y luego desesperada- como un náufrago entender el mundo que le rodea forzando las piezas a encajar, preguntando e indagando como el niño que presiona para que todo encaje mientras alguien mayor –el adulto, el destino, los padres, lo doloroso del conocimiento– le pide que no lo haga, que la imagen final no por ser verdadera es agradable. Con preguntas y actos Edipo acaba encontrando las piezas que encajan y, comprendiendo que mejor hubiera sido no preguntar, haber compuesto gruesamente un espejo de sí mismo con la parte de su vida que hasta ese momento conocía.

Los actores transmiten y alientan la sensación de lo inevitable, del golpe que se acerca lento y certero con la seguridad y lo afilado de la guillotina. Es en esta representación donde el dolor se administra y dosifica más, donde se le ve venir lentamente para abrirse casi como un grito silencioso a su final, pidiendo resignado Edipo que su destino siga su curso, vaya donde vaya. Juan Antonio Lumbreras da a su personaje una expresividad un tanto contenida, algo pasiva, quizá porque Edipo, al ser hombre, pueda demostrar su fuerza sólo a través de cerebro, sin los gritos y los manotazos de Medea y Antígona; un raciocinio frío que le empuja a saber más: por algo en las vasijas griegas le representaban con la cabeza más grande que el cuerpo.

Es de las tres apuestas del Teatro de la Ciudad la que menos puede llamar la atención del espectador: quizá concebida para agradar más al propio gremio en un reto escénico intrínseco al propio teatro, impulsando una renovación más subterránea y sesuda. Quizá menos accesible y rotunda.

Teatro de la Abadía, Madrid. 

‘Medea’, del 11 al 19 de septiembre. ‘Edipo Rey’, del 16 al 26 de septiembre.

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