‘Memorias de una joven católica’: la rebeldía frente a los abusos
La novelista y ensayista estadounidense Mary McCarthy (1912/1989) escribió en 1957 ‘Memorias de una joven católica’. Hace unos meses Lumen ha recuperado esta obra autobiográfica bajo el signo de la orfandad y la religión de una de las voces más precisas, corrosivas y feministas de EE UU en el siglo XX. ‘Memorias de una joven católica’ es un mural de violencia injustificada, donde las oraciones funcionan como balas, pero también es un oasis de inteligencia superlativa. McCarthy lo cuenta con un aplomo que provoca uno de los escalofríos más certeros que yo he sentido.
Hay caminos que no conducen a ninguna parte, pero no resulta sencillo borrarlos de nuestra ruta porque el daño que inflige su olvido nos estigmatiza y nos saca del mundo. La rebeldía nos arranca la piel como un cazador despiadado arranca la piel de un animal al que aún le late el corazón. Mary McCarthy, la autora de Memorias de una joven católica, lo sabe y lo cuenta con un aplomo que provoca uno de los escalofríos más certeros que yo he sentido en mi ya longeva vida como lectora.
Memorias de una joven católica es un mural de violencia injustificada, pero también es un oasis de inteligencia superlativa. Es un enigma de «lealtades contradictorias» tal y como en un momento dado la misma autora enuncia en uno de sus innumerables y autocombativas frases.
En Memorias de una joven católica la autora nos habla de cómo la contradicción a edad temprana alimenta un caos que nos obliga a una subversión sistemática. Nos enseña que la quietud de un cuerpo lleva implícita en algunas ocasiones la necesidad de la mente de mantenerse como un mar agitado que inunda por todas partes nuestras buenas intenciones. Como a veces la quietud y la aparente estabilidad son un infierno sin fuego, pero con numerosos demonios que juegan a un juego macabro que tiene como objetivo tu locura. Deseas deshacerte de ellos, pero también deseas saber adónde te lleva tu convivencia con ellos.
McCarthy es muy consciente de que su postrera victoria reside en mantener el equilibrio sobre la contradicción y sobre la mentira. Sabe que todo en su joven vida está sitiado por una insinuación perniciosa, sabe que solo hay concreción en su cabeza, que lo demás a su alrededor es turbia indecisión, desgana genealógica, pura pose, pura supremacía de clase:
«Las injusticas que mis hermanos y yo sufrimos en la infancia me habían convertido en una rebelde contra la autoridad, pero también me habían preparado para enamorarme de la justicia tan pronto como la viera».
Y por eso juega sin descanso con la mentira y el olvido hasta conseguir la verdad que necesita para mantenerse a flote en la batalla de golpes inadecuados y heridas vanas que es su vida:
«Una de las cosas más aburridas de la adolescencia es saber la manera en que hay que tratar a la gente para conseguir algo de ella».
Compartimenta el pasado para que el orden minimice el dolor y el daño que lo recorren. La disciplina emocional es el gran hallazgo de este libro de memorias en el que la religión se erige como un estrambótico catafalco que va cambiando de escenario para certificar el realismo histriónico con el que la protagonista debe lidiar hasta encontrar su lugar en el mundo. Y sostiene sobre sus manos la larga sombra de la muerte hasta transmutarla en una pesada rosa de los vientos que va dejándole heridas mientras que avanza hacia la libertad.
Ella sabe y cuenta página a página que su futuro pasa una y otra vez delante de ella en un broma sádica que tras la muerte de sus padres parece inspirar a Dios cada día. A pesar de todo, McCarthy escribe deliciosos y animosos parlamentos dentro de un libro de estómago valiente y feroz. Su dinámica narrativa posee en su interior un estruendo de honestidad y lucidez. No es fácil soportar esa vivisección familiar a la que es sometida y seguir siendo capaz de esperar el porvenir. McCarthy es una frontera envenenada sobre la que todos sus familiares quieren plantar su bandera. Es un territorio ocupado por la megalomanía adulta. Todos las desean mártir, todos le rezan a su dios para que la bendiga, pero Mary prefiere la mano de otro hombre sobre su memoria y sobre sus tiempos verbales.
Memorias de una joven católica es sobrevivir a una guerra en la que las balas son sustituidas por oraciones de distintas religiones y donde las trincheras escupen la carne que quiere resguardarse en ellas. Es contrarrestar los ajustes de cuentas a base de inteligencia y raciocinio. Es saber que las marcas de los abusos nunca van a abandonar el territorio ocupado, es gestionar el estigma hasta que quiera ser nuestro más fiel escudero.
Memorias de una joven católica es un libro que contagia las heridas y que nos deja cicatrices atroces, que convierte al lector en un Frankenstein insospechado, en un Mister Hyde cada vez más exasperado. Y, sin embargo, nos aísla del dolor propio y lo traduce, lo lava y lo higieniza como esa madre que corre despavorida para no desperdiciar la sangre que aparecerá en la primera caída de su hijo.
No es un libro complaciente, es casi un circo de seres monstruosos en el que el tío Myers será el jefe de pista y la tía Margaret hará trucos tan perversos que les robarán el oxígeno. Pero no dejen de leerlo porque hay sombras que todos hemos de pisar para llegar a la luz útil.
No dejen a Mary McCarthy sosteniendo sola este testamento atroz y deslumbrante, siéntense a su lado y mírenla a los ojos porque alguna de las verdades que aún les faltan a los seres humanos están dentro de ellos.
‘Memorias de una joven católica’. Mary McCarthy. Lumen. 299 páginas.
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