‘Esos mensajes que le hacían soportable el encierro’

Una escena de 'La extraña pareja". Foto: Biblioteca pública de Nueva York.

Una escena de ‘La extraña pareja». Foto: Biblioteca pública de Nueva York.

Nueva entrega de nuestros ‘Relatos de un Extraño Verano’, salidos del Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado y basados en las sensaciones que nos generó y genera el confinamiento y la pandemia.

POR MAR IZKUE 

Su primera visita, tras semanas recluida en casa por el coronavirus, fue a la peluquería. Ella, que siempre había sufrido de claustrofobia, aprovechó justo esa primera salida para enfrentarse a las tijeras de Marisol.

–Ponme joven y guapa, por ese orden.

–Milagros en Lourdes, reina –respondió la peluquera con una sonrisa irónica–. O sea, te tiño las raíces y te corto las puntas como siempre, ¿no?

–Hoy no va a ser como siempre –Elena dudó un instante y se mordisqueó un dedo, haciendo que un pedacito escarlata de su laca de uñas saltara por los aires–. Sé creativa.

La mirada de Marisol se cruzó con la de su clienta en el espejo frente al cual ella estaba sentada. Era la primera vez que esa mujer le pedía algo así en más de diez años. La peluquera lo achacó al confinamiento. Muchas personas salían dispuestas a dar un cambio radical a sus vidas. No sabiendo por dónde empezar, empezaban por el pelo.

Elena aguantó la mirada sin apartar la vista del espejo. Tenía que haber ido a otra peluquería. Ellas dos se conocían demasiado bien, podría decirse que eran casi amigas. Ese casi impedía a Elena revelarle que estaba allí porque necesitaba lucir radiante cuando por fin conociese al admirador secreto. Su Paco y el marido de Marisol coincidían en el bar del barrio donde iban a celebrar los grandes triunfos del Atleti. Así que tampoco es que se vieran mucho. De todos modos, cabía la posibilidad de que, si le revelaba su secreto a Marisol, y ella se iba de la lengua con su marido… tal vez este, en medio del compadreo masculino regado por varias cervezas, acabara largándole todo a Paco.

No podía por tanto contarle que, al inicio de la segunda semana de confinamiento, cuando su ánimo comenzaba a decaer, había recibido un whatsapp de un número privado. Le decía lo guapa que estaba. No era la primera vez que alguien le enviaba un mensaje por error. Como estaba aburrida, decidió contestar:

–Se ha equivocado de número. Eso o su gusto por mujeres en pijamas descoloridos y zapatillas de conejitos es síntoma de una personalidad psicótica, vaya al médico –escribió.

La réplica fue un emoticono que se partía de risa. El siguiente mensaje, dos horas después, insistía en su hermosura y adjuntaba un extraño poema en el que una zapatilla–conejo se enamoraba de su dueña. Ella, como premio a su adoración, lo invitaba a dar vueltas en la lavadora con extra de suavizante. Lamentablemente, el conejito se enredaba con un calcetín y moría ahogado. Sus sospechas de que se trataba de un psicópata quedaron confirmadas. Sin embargo, esa noche, al meterse en la cama junto a Paco, echó una mirada furtiva a su móvil. No había ningún nuevo mensaje.

–¿A qué viene esa cara tan triste? –le preguntó su marido.

–No es nada –respondió y se dio media vuelta.

Lo primero que hizo al despertar fue mirar su teléfono, y sí, tenía noticias de su admirador. A partir de entonces recibió cinco o seis mensajes diarios. En todos se repetía el mismo esquema: un par de líneas de adulación pura y dura, luego un poema o un chiste. Elena estaba convencida de que aquel desconocido no la había visto en su vida. Sin duda, en un primer momento él se había equivocado de número y después ninguno de los dos había querido parar el juego. Sentía que aquellas líneas de halagos desmedidos eran absurdas. Pese a ello, las leía y releía hasta permitir que algunas de sus neuronas más despistadas le dijeran que, tal vez, ella mereciese esos halagos. Los chistes le parecían de un humor extremadamente inteligente y, con alguno de los poemas que recibió, llegó incluso a emocionarse.

El primer día estuvo a punto de contárselo a Paco, pero descartó molestarle por una tontería. Él se pasaba el día en su estudio, intentando mantener a flote con el teletrabajo su pequeño negocio. Cuando el confinamiento se alargó, esos mensajes eran lo único que le hacían soportable el encierro, le recordaban que había un interesante mundo ahí afuera y, en ese mundo, un misterioso desconocido la esperaba. Entonces se convenció de que no, definitivamente era mejor no contarle nada a Paco.

De todo ello no podía decirle ni una palabra a Marisol. Menos aún aquel día en que por fin iba a conocer a su admirador. La víspera, sabiendo ya que el confinamiento terminaba, ella misma le había propuesto conocerse en una moderna coctelería. Él tardó en responder, luego llegó un lacónico “ok” que no desanimó a Elena. Nunca había sido una mujer paciente y ya no podía aguantarse más las ganas de verle la cara al autor de los mensajes, aunque no hubiera dedicado ni un minuto a pensar qué haría a continuación.

Lo citó en una coctelería para variar, su Paco solo la llevaba a bares que tuvieran la televisión encendida y que sirvieran buena cerveza de barril. Además, quería demostrarle al desconocido que era una mujer con estilo.

Se había subido a un par de esos zapatos altísimos que solo sirven para cruzar las piernas a lo Sharon Stone y en absoluto para caminar. Así que tuvo que coger un taxi al salir de la peluquería. Aún se entretuvo junto a la puerta del bar para recolocarse su recién cortado flequillo tricolor en el retrovisor de una moto aparcada en la acera. Sin duda Marisol había sacado a la luz toda su creatividad.

Entró decidida y de inmediato lo vio sentado a una mesa en la que se apoyaba un paraguas, la señal que habían acordado en aquel soleado día de primavera. Era alto, con un rollo entre tímido y despistado a lo Hugh Grant, y unos brazos bien torneados que asomaban por su camiseta negra de manga corta. Sus ojos azules estaban fijos en un ejemplar del Marca abierto junto a una jarra de cerveza. Esbozando una enorme sonrisa se dirigió a él y solo acertó a decir: ¿Paco?

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