Mercedes Cebrián: “Se me ocurrió que Chanquete era de algún modo Manuela Carmena”
Verano azul. Unas vacaciones en el corazón de la Transición (Alpha Decay, 2016) es el último trabajo de Mercedes Cebrián. Se trata de una relectura en clave emocional de la serie de televisión, pero también de un particular homenaje analítico a uno de los mitos fundacionales de la infancia (y, por extensión, de las formas de vida) post 1975. El libro surge de una visita de la autora a la Ruta Nerja Verano azul, un residuo nostálgico de la serie que ha quedado fosilizado en forma de pack turístico ofrecido a los visitantes de este pequeño pueblo malagueño. Es verano y la transición vuelve a estar en todas partes. Como un fantasma -o más bien como un boomerang-, la Transición acecha nuestro presente en forma de novelas, fotos, documentales y algún que otro déjà vu político. Charlamos con Mercedes Cebrián sobre estas y otras cosas.
POR VIOLETA ROS
Tu texto sobre Verano azul es algo más que un texto sobre Verano azul. Es una reflexión en torno a la serie, pero también en torno a la experiencia de crecer en un país en transición y en torno a la articulación de una memoria. Para todo ello partes de la conexión metafórica entre la idea del veraneo y la transición como proceso. ¿Cómo funciona esa conexión?
El veraneo playero en España (sí, tan específico como eso: no pienso en el veraneo con los abuelos en el pueblo familiar, o en un viaje corto a un lugar lejano donde no volverás) es claramente la idea de «tiempo entre paréntesis» que el académico inglés Fred Inglis usaba para referirse a las vacaciones en su ensayo al respecto. Ese concepto tiene muchas resonancias con la palabra «transición», me parece. Es decir, una transición no puede –o no debería– ser perpetua, tiene que acabar en algún momento. Lo mismo el veraneo: al veraneante se le disuelven un poco los límites, puede hacer más actividades que las que lleva a cabo durante el año escolar o laboral, tiene más libertad de horarios, movimientos etcétera, y sobre todo, accede a gente muy distinta (pienso en los extranjeros, que en su día se veían como algo exótico en las playas españolas, al menos en los primeros ochenta). Así me parece que era el veraneo costero en España, en apartamentos de alquiler a los que se solía volver cada año. Especialmente para los niños: quizá para los padres y madres resultaba un tostón repetitivo, y probablemente las madres españolas no descansaban mucho durante «esas» vacaciones, pero los niños sí tenían mayores grados de libertad. Se supone que tras ese tiempo entre paréntesis regresaban a la cotidianidad y a la rutina escolar con algo aprendido. Parece, de nuevo, similar a la idea de transición, aunque no sé si lo de «regresar» suena bien, pues no casa con la idea de progreso….
Justamente esta evocación del veraneo costero en los ochenta y su conexión con la infancia te sirve para reconstruir un imaginario playero de capitalismo fácilmente reconocible desde una perspectiva generacional. Parece un paisaje emocional que invita a una cierta generación a sumergirse de lleno en “la bañera pringosa de la nostalgia” de la que hablas hacia el final del libro. ¿Cómo piensas tú esta forma de nostalgia? ¿ O todas las nostalgias se parecen entre sí?
En efecto, creo que todas las nostalgias se parecen entre sí. Obviamente, si uno añora tiempos «oficialmente» buenos (tiempos de paz, o de liberación sexual, o de esperanza), pues la nostalgia es incluso más intensa, pero me sigue sorprendiendo observar cómo los ancianos añoran cosas y situaciones que a todas luces eran peores en su época (especialmente las mujeres, por ejemplo, cuya capacidad de movimiento era mucho más restringida). Hay un relato de Isaac Bashevis Singer en cuyo protagonista, que se ha trasladado a Varsovia, añora el pan de su pueblo, su sabor, olor, etc., cuando por lo visto era un pan incomible de tan poco refinado, según se entera el lector por otras vías. A eso me refiero con las nostalgias parecidas entre sí. Entiendo que al envejecer lo que realmente añoramos es la juventud, porque muchas cosas eran posibles. Los escenarios son casi lo de menos.
¿Cómo crees que está funcionando la nostalgia en la construcción específica de la memoria de los años ochenta?
En el caso que nos ocupa, obviamente la nostalgia se presenta despolitizada, si no, no se llamaría nostalgia sino «revisión del pasado» o similar. Me refiero por ejemplo a fenómenos como Yo fui a EGB, que a mí al menos me parecen valiosos desde un punto de vista archivístico. El proyecto (que recopila objetos y prácticas «costumbristas» de los 80 y 90) no analiza la época, pero sí que, al reunir todo ese material, les permite a otros sacar conclusiones, por ejemplo de lo sorprendentemente homogénea que era la infancia en aquel momento en España, ya que una gran mayoría se reconoce en esos objetos, tipos de celebración (comuniones, comidas dominicales) etc.
Leí una entrevista con los creadores del libro donde decían que lo que mostraban era lo que a ellos les preocupaba, interesaba y llamaba la atención cuando eran niños en esa época. Obviamente, no hay referencias al terrorismo etarra ni al golpe de Tejero en sus libros o blog. Y de algún modo lo entiendo: yo el día del golpe de estado no tuve colegio y ese fue mi principal recuerdo. Y sí, veía a los adultos preocupados, pero poco más podía hacer o comprender. Supongo que pusieron dibujos animados en la tele y que los vi: eso es lo que muestra Yo fui a EGB, la memoria de los niños de la época, no la de quienes ya eran adultos en aquel momento, ¿no? Yo al menos no viví como algo importante en mi infancia el desmantelamiento de los altos hornos del País Vasco, si bien oía hablar de ello a menudo en el telediario. Muy distinto habría sido tener familiares afectados, cómo no. Lo mismo con el caso del aceite de colza y otros muchos desastres y malas gestiones de aquellos años.
No obstante, es precisamente en ese sentido que tu relectura de la serie Verano azul resulta tan aguda, en ocasiones por inesperada… Más allá de esa nostalgia, que tu texto puede compartir con otros productos culturales como los libros derivados de Yo fui a EGB o incluso otros textos publicados recientemente –el “ensayo emocional” de Manuel Astur Seré un anciano hermoso en un gran país o incluso las novelas de Miqui Otero–, tu mirada dispara una lectura sociológica ante la que el lector no puede dejar de sonreírse con complicidad. Pienso, por ejemplo, en tu lectura en términos de clase de la ortodoncia de Desi o en el pasaje en el que te preguntas qué opinaría Judith Butler del episodio en el que a Bea le baja la regla…
Me habría gustado mucho ser socióloga, tener las herramientas que maneja la sociología para leer el funcionamiento de las cosas, pero ya es tarde para ello, así es que en mi escritura hago mi sociología modesta y de bolsillo siempre que puedo. Para mí es relativamente «fácil» o digamos que me surge espontáneamente hacer lecturas de clase en relación con los objetos. Recuerdo que en mis tiempos de BUP (yo fui a EGB… pero también a BUP) en mi colegio pijo de monjas si llevabas una bolsa de plástico del Pryca eras repudiada inmediatamente… como para no aprender esa lección (la letra con sangre entra, ¿no?).
Lo de mezclar cultura pop con teoría crítica (lo digo por Butler y la regla de Bea) lo puedo hacer tras pasar un par de años por la academia estadounidense haciendo un posgrado. Pero son meros guiños, nada más.
En cualquier caso, creo que hay que recordar que en la escritura hay una parte del proceso en la que forzosamente hay que dejar de documentarse, de ver qué se está produciendo en relación con tu tema, etcétera, y tirarse a la piscina, arriesgarse a decir, a sacar voz, digamos. Algunos textos con los que podría haber dialogado no se habían publicado, por ejemplo. E insisto, llegó un momento en el que me tocó trabajar sola, para no escuchar demasiadas voces en mi cabeza. Algo así.
Y al margen de ese posible diálogo con otros textos, ¿dialoga para ti Verano azul. Unas vacaciones en el corazón de la Transición con alguno de tus trabajos anteriores?
En realidad una de mis misiones es tratar de no repetirme, en lo posible. Recuerdo que Georges Perec decía querer escribir un libro totalmente distinto cada vez. Esa es un poco mi fantasía, que cada uno de mis textos no parezca escrito por la misma persona, pero se trata obviamente de una fantasía, ya que tengo tres o cuatro obsesiones o temas recurrentes y poco más. Una de ellas es hablar de España y de cómo todos somos fruto de nuestros orígenes, nos guste o no. Puede parecer una obviedad, pero me interesa mucho ver cómo intentamos quitarnos la mugre del pasado, o cómo intentamos borrar las herencias que no nos gustan (me refiero a una educación conservadora, a una familia estrecha de miras, etcétera) y cómo eso vuelve cuando menos lo esperamos. En ese sentido, Verano azul sí dialoga claramente con mi poemario Mercado común, por ejemplo.
Desde esa sociología modesta a la que te referías antes, le sacas mucho partido, por ejemplo, a la figura de Chanquete. Hablas de Chanquete como una anomalía en las lógicas que regían esa España de los primeros años de democracia pero, al mismo tiempo, lo lees como una figura del consenso, tan del gusto de aquellos años. ¿Podría ser esta también una figura muy de actualidad?
Sí, me parece. En la presentación del libro en Madrid de repente se me ocurrió que Chanquete era de algún modo Manuela Carmena. Por un lado se ve en ambos un deseo de conciliar, no de generar más rencillas, y por otro también de traer unos valores (o recuperarlos) que no están muy presentes en el momento. En Verano azul lo veo en ese Chanquete que se resiste a un progreso basado meramente en un “consumo alegre”. De ahí su rechazo hacia la televisión y las comodidades de entonces.
Esa lectura de Chanquete surgió de la parte más académica del trabajo, del comienzo. Estuvo orientada por quien supervisó el ensayo en ese momento, Jessamy Harvey, que trabajaba con la cultura infantil en la España del franquismo (por ejemplo, muñecas como “Mariquita Pérez” y lo que representaban en la época), y también las representaciones de las mujeres en momentos de transición. Aunque parezca que esto no tiene nada que ver con Chanquete, la manera en que Harvey enfocaba sus temas de interés me ayudó a mirar a los distintos personajes de la serie desde diversas perspectivas.
En cualquier caso, aunque la publicación de este ensayo puede leerse dentro del contexto de revisión crítica sobre el pasado de la transición, tu discurso no participa del tono encendido que el debate ha tomado en otros casos. ¿Cómo te acercas a este debate?
Tuve la oportunidad de hablar sobre este proyecto mío con algunas personas que participan muy activamente en el debate sobre la transición desde la academia estadounidense, por ejemplo con Germán Labrador y Luis Moreno Caballud. Mi miedo al acercarme a ese debate desde mi ensayo era el complejo de tener pocas lecturas de teoría política y de crítica cultural hechas; es decir, menos herramientas de análisis desde ese campo. La verdad es que no era un mero complejo sino una realidad que, además, era prácticamente imposible cambiar en unos meses o en un año –porque mi texto sobre Verano azul ya estaba bastante avanzado–. Por lo tanto pensé que era un error seguir por ese camino: el mío era otro, más evocativo, y no tan beligerante. Quizá el recuerdo idílico que tengo de la serie me impedía ser más crítica. Obviamente, la he vuelto a ver repetidas veces con ojos de adulta y claro que muchos diálogos y hábitos presentes en Verano azul me chirrían hoy, pero me teletransporto al momento aquel, los primeros 80 en España, y no puedo dejar de reconocer el gran valor de la serie. Sobre todo me gustaría que mi ensayo no se leyera con la idea preconcebida de que Verano azul fue una serie ñoña y blandengue. O también se puede llegar al ensayo con esa idea y, a lo largo de la lectura, ir borrándola: esa sería una buena noticia para mí.
¿Cómo fue tu visita a Nerja? Me refiero, sobre todo, al hecho de volver años después a ese mito fundacional, no sólo física, sino también simbólicamente ¿Hubo algo de cutre en la experiencia? ¿Algo lo suficientemente cutre como para empañar la eficacia simbólica de la serie como mito fundacional, que parece ser el gancho que sigue llevando a la gente a visitar Nerja?
Visitar Nerja yo sola en pleno agosto fue un sacrificio. Podría decir algo así como que “lo exigía el guion”. Yo dejé de ir a la playa (a las costas levantinas o andaluzas españolas masificadas, principalmente) a los 16 años o así, y volver veintipico años más tarde y ver las mismas tiendas de colchonetas y de sandalias cangrejeras fue muy impactante. Y los mismos planes vespertinos de salir “a distraerse” y a comprar algo o tomar una horchata… todo donde yo lo dejé, vaya.
El parque en honor a Verano azul es cutre y así lo hago ver en el ensayo, en la parte más cronística. Pero otras zonas como el Balcón de Europa, que tan frecuentemente aparece en la serie, la verdad es que me parecieron un lugar de peregrinaje. Lo que parece claro es que mi generación será la última que visite Nerja por mitomanía de Verano azul; por más que otras generaciones accedan fácilmente a la serie en internet, la intensidad con la que se vio en 1981 y 1982 es imposible de reactivar. ¿Pero es que acaso queremos reactivarla?
Tal vez la reactivación de esa nostalgia sea el modo en que esta generación de la que hablas busca incorporarse a un cierto discurso sentimental sobre el pasado, en un gesto que puede resultar muy similar al que otras generaciones han podido realizar anteriormente pero que sin duda ahora encuentra en el mercado cultural un buen filón…¿Cómo interpretas tú este vínculo entre la nostalgia y el mercado?
El mercado tiene unos tentáculos muy largos y flexibles. Ya desde hace unos años vengo viendo cómo se dirige al subgrupo de mi generación que tiene hijos y trata de apelar a la nostalgia para que les den a sus hijos lo que nos hizo felices de niños. Imagino a un grupo de expertos en técnicas de investigación de mercado reunidos para urdir si funcionaría una película sobre Heidi hoy (que, de hecho, se ha estrenado recientemente). ¿Es que acaso hay algo que quede fuera del mercado? Yo creo que no, de aquí que me interese tanto el trabajo de la socióloga Eva Illouz, que estudia cómo se relaciona el amor romántico con el capitalismo: ni el sacrosanto amor se mantiene impoluto, como no podía ser de otra manera.
Violeta Ros es investigadora en el Departamento de Filología Española de la Universitat de València, donde en este preciso instante seguramente se encuentra sentada en una incómoda silla, luchando por acabar su tesis doctoral sobre las representaciones de la Transición española en la narrativa contemporánea.
Comentarios
Por F javier, el 06 noviembre 2016
Que insulsez masas grande .Que sois todos igual de……