México insurgente: el documental político de los 70 en Documenta Madrid

Fotograma de ‘La urbe’, de Óscar Menéndez.

Desde los márgenes del cine mexicano dominante de los 70, el de las grandes películas de Arturo Ripstein, Felipe Cazals o Jaime Humberto Hermosillo, el de las comedias eróticas que elevaban las recaudaciones en taquilla, una serie de filmes documentales se internaron en los estratos más desfavorecidos de la vida mexicana: en la pobreza, la desigualdad, en los conflictos provocados de un desarrollismo urbano que no alcanzó a toda la población. El cicloDías de guardar, el documental político de los 70’ en México’, organizado por la Fundación Casa de México en España y el Festival Internacional de Cine Documenta Madrid, ha reunido seis de estos filmes en dos sesiones, ayer y hoy mismo, viernes 31.

“Para mí, la década de los 70 en México es una de las más apasionantes, porque permite pensar en una historia del cine en los márgenes”, asegura a El Asombrario la crítica de cine Karina Solórzano, responsable del ciclo Días de guardar. En esos márgenes, los seis cortometrajes y mediometrajes exhibidos en Documenta Madrid proyectan “una suerte de desencanto político o la transformación urbana de la ciudad de México”.

Una de las ideas clave que articula este conjunto cinematográfico, según Solórzano, “es la de la pregunta por la modernidad”. Era un momento “muy particular” en la cinematografía mexicana, con una fuerte impronta de la idea de autor, y esos autores construyeron también “una idea de un país moderno”, pero al mismo tiempo diversos colectivos “filmaron ese otro México, para los que la modernidad siempre fue una promesa”.

En ese otro país, tal y como muestran estas películas, viven gentes como Víctor Ibarra Cruz, un marginal que deambula por calles de un extrarradio mísero acompañado de su perro; como los obreros de Monterrey, sometidos a penosas condiciones laborales; como las mujeres atadas a matrimonios infelices que imaginan a veces una soledad dichosa. Todos ellos, y tantos otros anónimos que comparecen en la fugacidad de unas imágenes documentales primarias, son sometidos por una ciudad que crece devorando tierras y muchedumbres, mientras parece alumbrar esa promesa de desarrollo.

Paralelamente, hay en estas películas un impulso artístico que trasciende la mera documentación de aquella época, sea por la alternancia de dibujos e imágenes reales, por la inserción de fotografías, caricaturas, voces, músicas, por el empleo del sonido y el montaje como elementos expresivos.

Uno de los títulos más efectivos y logrados del ciclo Días de guardar es Vida de ángel (1982), de Ángeles Necoechea, que se proyectó en la primera sesión, junto a Otro país y Víctor Ibarra Cruz. En Vida de ángel las mujeres se levantan aún de madrugada. Se asean, preparan desayunos, atienden a los niños y los llevan a la escuela, compran en tiendas o mercados y cocinan, recogen a los niños, esperan a los maridos, cenan, limpian y sobre las 10.30 de la noche se acuestan.

“Y lo mismo al día siguiente”, dice una de ellas, todas habitantes de la pobreza, de casas rústicas, sin agua corriente, que toman de un camión de reparto con cubos y toneles. Algunos días de la semana trabajan ocasionalmente (planchan, lavan, venden refrescos, cosen) para completar el sueldo de un marido que a veces les pega, a ellas, a los hijos. “Pero ya no me dejo”, declara otra.

Anhelan, no más, buenas relaciones con sus esposos. “Que vayamos al cine, que salgamos con los niños, que no desaparezcan por dos o tres días”; aunque alguna, ante la mirada atenta de las demás, que capta la cámara, apunta más allá. “A veces quisiera irme lejos, donde nadie supiera de mí”.

Todas estas voces, de una intimidad que nadie ha escuchado más allá de ellas mismas, se creían perdidas hasta que una investigación recuperó la película y pudo exhibirse de nuevo en una retrospectiva dedicada al Colectivo Cine Mujer, al que pertenece Vida de ángel. Lo formaban estudiantes de cine, según cuenta Solórzano, que colaboraron colectivamente entre 1975 y 1987.

En sus inicios este grupo lo integraron la mexicana Rosa Martha Fernández y la brasileña Beatriz Mira. A ellas se sumaron Guadalupe Sánchez, Ángeles Necoechea, Sonia Fritz, Eugenia (Maru) Tamés Mejía, María Novaro y María del Carmen de Lara, entre otras. Realizaron documentales sobre el aborto, el trabajo doméstico o el mandato de la feminidad. Más adelante, en una etapa más militante, a la que pertenece Vida de ángel, registraron las movilizaciones de distintas mujeres en México.

La acción comunitaria del cine que encarnaron estas mujeres fue inspirada parcialmente por otro colectivo, la Cooperativa de Cine Marginal, que realizó en 1972 Otro país. Sus componentes concentraron su activismo en unos pocos años (de 1971 y 1976), y de hecho algunos de sus integrantes se convirtieron en sindicalistas y abandonaron el cine. Entre ellos estuvieron directores como Gabriel Retes, Paco Ignacio Taibo II o Eduardo Carrasco Zanini.

A sus filmaciones las llamaban “Comunicados de insurgencia obrera”, destinados a apoyar a sindicatos independientes y fueron exhibidos entre obreros y sindicalistas, porque, según Solórzano, “su propósito era la politización no su preservación”, de manera que Otro país es una de las escasas películas que se han conservado.

Niños en una calle mexicana en ‘Vida de ángel’, de Ángeles Necoechea.

Niños en una calle mexicana en ‘Vida de ángel’, de Ángeles Necoechea.

Este documental es, pues, un llamado a la acción política, de denuncia en la ciudad de Monterrey y contiene seis informaciones circunscritas a unos días del mes de noviembre de 1972. En ellas se informa de una protesta ciudadana contra los gobernantes; de un barrio marginal, sin urbanizar, sin agua ni luz, de gentes que tomaron esas tierras pertenecientes al municipio porque carecían de hogar, de trabajo, y ahora viven en chabolas rodeadas de basura, donde husmean perros y rebuscan las gallinas, según va relatando una voz en off.

Otras imágenes informan del entierro de 16 obreros muertos en un accidente en una fundición “por las inseguras condiciones en que la empresa los hacía trabajar”, y de una huelga en el sector de la panadería en la que los sindicalistas que la han convocado abandonan al poco a los huelguistas. Realizada en precarias condiciones, con equipos modestos, sin sonido y cámara en mano, Otro país sobrevive, según Solórzano, “como un modo de pensar el cine como una herramienta política”.

Entre un ciclo que apela a lo colectivo sobresale una rareza: Víctor Ibarra Cruz (1971), que no se entiende sin la complicidad de su director, Eduardo Carrasco, y su personaje, Cruz. Ambos, Carrasco con una cámara de superocho, y Cruz, seguido de su can, deambulan entre el centro y el arrabal de la ciudad sin un propósito. La vida de Cruz, aparentemente en la sesentena, parece cumplida y se limita a ese vagabundeo, a encuentros ocasionales con otras gentes. Si hizo algo está en las letras de canciones que escribió y que rescata Carrasco poniéndoles voz en las imágenes.

A pesar de la juventud e inexperiencia de su realizador, que tenía 18 años cuando filmó este cortometraje, la verdad de su filmación, que bucea hasta el fondo de la intimidad de Cruz rodando su cumpleaños, borracho, mientras comparte en un sótano una tarta con su perro, trasciende la insuficiencia de su realización.

Del campo a la ciudad

Los pies de los tarahumaras están desnudos. Caminan pisando la tierra, sin aparente daño. No se sabe si vagan, si se dirigen a un lugar concreto. La cineasta francesa Raymonde Carasco solo muestra al principio de Tarahumaras 78 esos pies, una sucesión de planos en color de cuerpos cortados a la altura de la rodilla moviéndose por un paisaje de campo. No hay sonido, salvo, ocasionalmente, melodías tradicionales. Progresivamente va desvelando, en imágenes generales, que esos indígenas del Estado mexicano de Chihuahua realizan sus tareas agrarias de siembra, juegan, anda deprisa, construyen una casa, guían su ganado de cabras.

Carasco empleaba el cine “para capturar y pensar el movimiento”, dice Karina Solórzano. Los propios tarahumaras se llaman a sí mismos “corredores a pie”, y a ellos se acercó entre 1976 y 2001 la cineasta francesa, acompañada de su marido, el director de fotografía Régis Hébraud, para rodar un grupo de películas influidas por el Viaje al país de los tarahumaras, en el que el escritor francés Antonin Artaud recoge su periplo en tierras mexicanas de 1936, y el cine de Jean Rouch, otro documentalista francés que transformó la eurocéntrica mirada hacia África exponiendo ritos y comportamientos de sus habitantes despojados de la carga simbólica que Occidente había echado en ellos.

Una imagen de ‘Otro país’, de la Cooperativa de Cine Marginal de México.

Una imagen de ‘Otro país’, de la Cooperativa de Cine Marginal de México.

La poesía etnográfica y experimental de Tarahumaras 78 sugiere una especie de danza fílmica, en la que sus gentes se expresan en ese movimiento deambulante, en las pisadas desnudas, en los ritos, manifestando el sentido profundo de su pertenencia a la tierra.

La desnudez esencial del filme de Carasco se contrapone con la convulsión de la ciudad mexicana de La urbe y Valle de México, las otras dos películas proyectadas en la primera sesión de Días de guardar. La primera, de Óscar Menéndez, trae el eco de aquellas películas mudas de los años 20 y 30 del pasado siglo que captaron el vértigo de algunas de las principales urbes del mundo (Berlín, París, Praga, Moscú, Oporto, Chicago…), compuestas visualmente como poéticas sinfonías documentales de un mundo en transformación.

Pero las connotaciones tanto de La urbe como Valle de México, frente al vigor exaltado de aquellas obras, son negativas, pues avisan del peligro que acarrea un progreso descontrolado (la contaminación, la persistencia de la pobreza que convive con los nuevos rascacielos, el tráfico desbocado, el ruido y la sobrepoblación). “Recuperemos la ciudad para cada uno de nosotros” alerta el texto final de La urbe, para evitar que se convierta en un “laberinto de asfixia y muerte”.

El carácter experimental de estos documentales está “marcado por un montaje pensado a través del sonido”, apunta Solórzano, y por la inserción, en La urbe, de dibujos del caricaturista Rogelio Naranjo, que puntúan el acento crítico hacia una ciudad caótica, desvertebrada.

Aunque ambos testimonios y el resto del ciclo Días de guardar transmitan cierta desolación, las gentes que hablan, se movilizan o simplemente existen en estos documentales comparecen imperfectas pero iguales, dignas y enteras, y su exhibición es lo que avalora este cine mexicano insurgente.

Fundación Casa México (calle Alberto Aguilera, 20) proyecta hoy a las 19.00 horas los documentales ‘Tarahumaras 78’, ‘La urbe’ y ‘Valle de México’, que componen el segundo programa del ciclo ‘Días de guardar’, dentro del Festival Documenta Madrid. La entrada es gratuita.

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