“Mi vida como un boticario de pueblo”
Decía Flaubert que sólo el médico y el farmacéutico escriben con profundidad porque son capaces de ver a las personas por dentro, porque están cerca del dolor de la Humanidad, por eso son los personajes principales de Madame Bovary (Charles Bovary, médico, y Homais, boticario). Es con esta idea de fondo con la que se puede leer Diario de cabotaje (Anantes), el primer tomo de los diarios del farmacéutico y escritor malagueño Rafael García Maldonado, que nació en 1981 en Coín, el pueblo donde ejerce la profesión en su botica familiar. ‘El Asombrario’ publica aquí varias entradas de ese Diario, en el que mezcla la vida profesional de sanitario en un pueblo, el sur interior, el día a día de una familia y, cómo no, la devoción por la literatura.
Aunque se estrena en el género, García Maldonado ha publicado en los últimos años tres novelas –El trapero del tiempo, Tras la guarida y Por un perro sin tumba–, un libro de relatos –Cuaderno de incertidumbre (todos ellos en Anantes)– y un ensayo biográfico –Benet. La ambición y el estilo (Ediciones del Viento).
El autor reconoce abiertamente una gran influencia del médico portugués Miguel Torga, cuyos diarios admira tanto que confiesa aspirar “a ser nieto literario” suyo, e hijo literario del también portugués y médico António Lobo Antunes. “Sin Lobo no escribiría novelas, sin Torga no sería diarista. Y sin Portugal sería otra persona”, confiesa. Y afirma que seguirá, cada cierto tiempo, dejando ver su intimidad con nuevas entregas. Se publicarán cada dos años y mantendrán, como en este volumen, la prosa poética, pero cada uno signado por alguna diferencia estilística. El primero está escrito en tercera persona; el objetivo es que se lean como novelas líricas, umbralianas, autobiográficas.
Esta es nuestra selección de varios extractos de ‘Diario de Cabotaje’ para aproximarnos a la singladura de un boticario de pueblo: tan singular que en ella, paradójicamente, nos podemos ver reflejados tantos.
“Un niño con una grave enfermedad renal. Tiene ocho años. Viene a la farmacia solo a tomarse la tensión cada semana. De vez en cuando trae la cara hinchada de cortisona, y el boticario intenta animarlo, darle conversación, mientras le anota las cifras de la tensión que va marcando el fonendo en su brazo terroríficamente pequeño y tierno. A veces, cuando sale de la botica despidiéndose tímido con la mano y con una bolsa de medicinas más grande que él, el farmacéutico ha estado a punto de llorar. Es un niño adorable, bondadoso, educado, que ha visto crecer desde que a los tres años le dijeron a sus padres que sus riñones no funcionaban bien. Le surge un pensamiento recurrente: no estamos hechos para la muerte, ni siquiera para soportar la enfermedad. Nadie merece el tormento de la patología grave, nadie, pero mucho menos un niño. En esos momentos de dolor e incomprensión, cuando se queda solo en el despacho con más preguntas que respuestas, maldiciendo la injusticia ontológica, se consuela diciéndose que en el fondo escribe para ese niño”.
“Orden en el caos, eso es para el boticario la literatura: la única manera de dar una aparente racionalidad a lo que es un amasijo de tinieblas. Con forma de libro, piensa, la vida –tan cruel, tan desprovista de sentido y trama– parece otra cosa. Por mucho que nos inventemos historias, añade, la gran literatura sólo tiene un argumento: la angustia del hombre en el tiempo. Por eso él mismo se ha transformado en literatura”.
“Sobre su escritura, hay sólo una verdad: es escritor por culpa de un filonazi. Sin lo que supuso para él Viaje al fin de la noche no habría empezado a escribir jamás. Un joven y una guerra a la que éste va voluntario fue el argumento de su primera novela, algo que ya aparecía en la obra maestra del médico francés. ¿Cómo podrá pagarle a Céline todo lo que le debe?, se pregunta”.
“Lo menos importante de un libro o un cuento es el argumento. Las historias y las tramas trepidantes son para los adolecentes y para que las cuenten las abuelitas: yo con la literatura quiero llegar a donde no ha llegado nadie, más lejos que ningún escritor en la espeleología del alma humana. Atravesar con un estilo poderoso esa gruta oscura y encender un fueguecito que ilumine un poco esas tinieblas que todos llevamos dentro, asegura. Onetti decía que alguien que buscase temas para escribir de la historia, de los conflictos sociales o del folclore podía llegar a ser un escritor correcto, pero no un artista. Va el farmacéutico al estante de los libros de Onetti y sí, aparece ese subrayado que tanto le gusta, con el que se identifica entero:
Quien escribe por necesidad debe buscar dentro de sí mismo, que es el único lugar donde puede buscarse la verdad y todo ese montón de cosas cuya persecución, fracasada siempre, produce la obra de arte. Fuera de nosotros no hay nada, nadie. El artista sólo podrá expresarse con una técnica nueva, aún desconocida. Quizá nunca la alcance, pero será suya. No podrá tomarla de ninguna literatura ni de ningún profesor, no podrá ser conquistada fuera de uno mismo, porque es intransferible, única, como nuestros rostros, nuestro estilo de vida y nuestro drama”.
“No sabría contestar a por qué escribe diarios. Tampoco, dicho sea de paso, sabría responder a por qué escribe novelas, cuentos y algún artículo de opinión de cuando en cuando. Un olivo tampoco sabría responder a por qué da aceitunas, dice. Ser escritor de diarios (íntimos, añaden algunos) supone de entrada un gran deseo de dejar algo donde en un futuro no habrá nada; donde no estará (algo que parece claro) el yo pensante que dirige la pluma o la tecla. Hasta el momento, no siendo un contumaz lector de diarística (Torga por encima de todo y todos), el que tal vez haya sintetizado mejor en unas pocas palabras la necesidad a veces angustiosa de escribir meditaciones en un cuaderno es el suizo Henri-Frédéric Amiel, que se preguntaba cuántos hombres de los miles de millones que habían vivido en la Tierra hasta su llegada en el siglo XIX habían dejado una huella gloriosa. Él, pesimista, creía que habían sido poquísimos los afortunados y laboriosos que habían sorteado con éxito la fosa común del olvido. Pensaba que lo demás, los que no quisieron o no pudieron decir que habían estado aquí, era humus histórico, basura humana que acumulan los siglos”.
“No sabemos nada de la vida hasta que no hemos llegado, por lo menos una vez, al borde del suicidio o de la locura”. Son palabras de H. Taine, el padre del naturalismo decimonónico, que el farmacéutico anotó en la servilleta de una cafetería; un francés que decía, piensa, verdades como puños”.
“Le dice su compañera que lo espera un hombre, aunque a veces es una mujer. Mira desde la mesa de su despacho a través del cristal y lo ve inquieto, manos en la espalda, ensayando una sonrisa mientras mira el reloj y lo que la botica enseña de los productos de venta libre, con un inmenso trolley como compañía. Antes, cuando en la farmacia y en la medicina se ganaba mucho dinero, venían con corbata y con la arrogancia de un trabajo fácil y bien pagado, aunque siempre ingrato, pero ahora son cientos y sin apenas formación, a veces simples comisionistas a los que los laboratorios le dan migajas si buenamente venden, algo que no siempre ocurre. Los propagandistas médicos, los viajantes, los delegados de laboratorios, tanto da. Entre ellos hay idiotas que se creen que saben más que médicos y farmacéuticos, algunos que se enfadan si no compras ni recomiendas sus productos (normalmente de poca evidencia científica), mujeres rutilantes que ponen nerviosos a cualquiera y pobres ánimas neutras a las que no les sale la voz del cuerpo y que le dan al boticario una pena horrorosa, más que perros abandonados bajo la lluvia. Una vez su padre le regañó por comprarle a todo el mundo, por llenar de productos invendibles la farmacia.
Sale de su despacho y le da la mano a un pobre hombre con ojos y estupefacción de tórtola, que vende, cual viajante de película del Oeste, champús para la caída del pelo. Era un hombre completamente calvo”.
“Comienza la tarde de trabajo y está el farmacéutico mirando con desgana y melancolía un periódico de su profesión, y siente hartazgo y náusea ante algo que no comprende: cientos de profesionales de la farmacia, la medicina y la ciencia sanitaria en fotografías, sonrientes, con sus mejores galas: un premio a una chorrada, un cóctel a otra, una cena benéfica, una reunión espuria y disimulada de un laboratorio, un almuerzo, un homenaje, una feria, un día de convivencia, un partido de pádel, etcétera. ¿Cuántos, piensa, se pasan la vida en esas cosas tan mendaces? Él no entiende nada, y le vuelve la sensación, terrorífica, de querer vomitarse a sí mismo y toda la época que vivió entre esos mismos hombres y mujeres de las imágenes ridículas, vanidosos petulantes que buscan desesperadamente algo con lo que saciar sus egos, su mediocridad y su aburrimiento.
¿Qué hacía yo ahí, en ese mundo abyecto?, piensa. ¿Qué clase de idealismo lo llevó a creer que podría mejorarse la profesión, el estado de los enfermos y su propia persona desde un cargo tan minúsculo dentro de un gremio cuasi medieval? El boticario, amargado como cada tarde por una mezcla inexplicable de las sensaciones de su cuerpo ante la llegada del crepúsculo y las ganas de huir de los pacientes, se acuerda, a punto de la arcada, de su viaje a Senegal de 2009. Otra vez lo mismo. ¿Qué se me perdió a mí allí?, se pregunta. ¿Cómo es que me fui a curar negritos en medio del África negra? ¿Qué clase de personaje aventurero, de madre Teresa de Calcuta, me poseyó? ¿Me fui para huir del hartazgo del pueblo, de la botica, del colegio de boticarios, de mí mismo? Nunca lo sabré, se responde, aunque la experiencia lo marcó tanto que incluso empezó a escribir un libro con lo que dio de sí su diario, escrito en las noches africanas. Ahí, quizás, empezó todo, entre los centros de salud y las rudimentarias boticas de Linguere, Dunduji y Mbula”.
“Está solo, completamente solo. Quiere a mucha gente y lo quieren a él algunos más, tiene amigos y tiene amor, pero no puede quitarse de encima la sensación de orfandad y desamparo. Una soledad cósmica y metafísica, sí, pero soledad al cabo.
Una inmensa soledad”.
“M. le pregunta durante la cena que qué le ocurre, por qué ha dejado de hablar, y le dice el farmacéutico que no lo sabe, y ante su lógica incomprensión él le dice que no le haga mucho caso porque no tiene respuestas, pero acaba diciéndole lo que tal vez no le haya dicho nunca, que siempre he estado solo y aislado, M., durante la guardería, el colegio, el instituto, el colegio mayor, la universidad, la farmacia, los viajes, las noches de fiesta con los amigos, las muchas chicas a las que usé como carne para defenderme del amor, solo, yo he estado siempre solo con mis libros, mis poemas y cuentos estúpidos que rompía, mis películas de culto y mis tormentos mentales, el anhelo de ser algo grande y la revelación que no acababa de llegar nunca, solo, solo estudiando y ejerciendo lo que querían mis padres y para agradar a mis padres, queriendo gritar para que me escucharan decir que existía y sufría y no sabía por qué, solo sin entender nada y a nadie, yo he estado siempre solo, M., solo hasta que te conocí y me salvaste de un naufragio inverosímil al que todavía, muy de vez en cuando, como en esta noche aciaga, viscosa y absurda, siento la tentación de arrojarme para no volver”.
“A las 3.40 de la madrugada ha nacido R. Supone el boticario que es el día más feliz de su vida, y dice supone porque aún está lo suficientemente aturdido y emocionado como para no saber si lo que está escribiendo tiene algún tipo de sentido. Lo ha visto nacer, ha visto cómo asomaba su cabeza peluda por entre las piernas de M., y ha sentido una mezcla muy extraña de felicidad, emoción y miedo; la misma triada de sensaciones que el ser humano conoce ante esa circunstancia desde la noche de los tiempos, supone. Era azulado, grande, algo hinchado. Se lo llevaron aprisa a neonatología para el reconocimiento del pediatra antes de que pudiese verle bien la cara, si todo era correcto o si los dos –M. y él– estaban bien de salud.
Entró un rato en la sala donde M. descansaba y ella tampoco acababa de creerse lo ocurrido, drogada como estaba aún por la anestesia epidural, que la hizo alumbrar sin saber muy bien qué estaba pasando, uno de esos milagros de la ciencia que no saben algunos apreciar. Una enfermera condujo al farmacéutico por orden de la ginecóloga (que era amiga) a neonatos, y sin querer se puso a correr hacia allí. Encontró a R. solo en una cuna-incubadora, moviéndose de un lado a otro, bajo una estufa enorme. Le dijeron que tenía frío, y se quedó con él. Lo miró, o eso cree él, y le cogió el dedo. Fue entonces cuando lloró de emoción y lástima, porque sin quererlo ya había empezado a sufrir por él, por su salud, su bienestar y su vida entera. La enfermera –monjil, malencarada– se fue sin decirle nada, nadie lo acompañó ni le dijo una palabra (no sabe cuánto tiempo estuvo allí, ni si era normal eso). Era precioso, y ahora, un día después, lo es más que aquella eternidad que pasó con él bajo la lámpara, con sus deditos alrededor de su dedo –inmenso en comparación– índice”.
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