El miedo al futuro y la nostalgia de ‘hombres fuertes’
Decía Cicerón que «la seguridad de la gente es la ley suprema», y nada como estos días de pandemia, Estado de alarma e incertidumbre para replantearnos muchos aspectos sobre nuestra sociedad y hacia dónde nos dirigimos. De esa verdad tan histórica como antropológica –o de su olvido– nace la «nostalgia del soberano». Concepto que da título a un ensayo publicado por Libros de la Catarata en el que el prolífico profesor y teórico político Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974) (primo hermano y amigo de quien esto escribe) reflexiona sobre esa particular melancolía pública. Añoranza de un tiempo pasado de certidumbre que nunca existió pero que se vive como real, y también de una política que se imagina que podría hacer más de lo que hace.
Los peores efectos de la crisis aún se viven al menos como trauma y la idea de progreso se ha marchitado. Al mismo tiempo, el futuro ha pasado de ser visto como tierra de promisión a desván de los horrores tecnológicos, laborales y medioambientales. Un conjunto de creencias que está teniendo un impacto en nuestros parlamentos y palacios de Gobierno. Ahora son más frecuentes eso que se ha dado en llamar «hombres fuertes», y que no son tan desconocidos en nuestra historia. Encarnaciones posmodernas del Leviatán de Hobbes, de la voluntad general de Rousseau o del soberano de Carl Schmitt, ninguno de ellos baluartes de nuestras democracias liberales.
Manuel, hemos visto al Estado ponerse en marcha estos últimos días para combatir el coronavirus. Este tipo de pandemias y crisis globales, ¿refuerzan la nostalgia o la desconfianza? Al fin y al cabo, China es un super Estado y allí ha nacido todo. Parece que se impone la nostalgia y la reivindicación del soberano.
Como es natural, ante una crisis de estas características pedimos la protección del Estado, que es el único actor capaz de coordinar a los demás de manera razonablemente eficaz. Pero, al mismo tiempo, el Estado no puede solo: estamos viendo que es necesaria la cooperación de los ciudadanos, la inventiva de las empresas, el saber de los expertos, etc… Mi impresión es que el coronavirus refuerza el sentido de lo común, lo compartido por todos: una vulnerabilidad redescubierta y el deseo de seguridad. Eso está en Hobbes, es la fundación misma del Estado Moderno. Pero es de esperar que la crisis pasará, o se atenuará cuando menos, y que lo hará pese a todo con menos daño que en 1919. Para entonces, yo espero –o deseo– que la nostalgia por el soberano no conduzca a la glorificación del autoritarismo o el desmantelamiento de los mecanismos de cooperación internacional: la crisis muestra que estos últimos son imprescindibles para afrontar desafíos globales y que el autoritarismo chino fue incapaz de atajar la crisis a tiempo, aparte de incumplir estándares alimentarios elementales en sus mercados –moralmente cuestionables– de animales salvajes vivos. Quizá lo que de aquí emerja sea un nuevo sentido o valor de la humanidad como especie biológica que crea riesgos globales necesitados de control. En cuanto a la globalización misma, Sloterdijk explica muy bien que es un proceso mucho más antiguo que la actual oleada que comienza en los años 90. Es más bien un impulso definitorio de la modernidad, que acaba con la periferia y consagra el espíritu aventurero que no para de moverse. Eso no va a cambiar, y si lo hace será solo temporalmente: el mundo reanudará su marcha. Aunque aprenda a caminar con nuevas plantillas.
Dices que el efecto de la crisis económica es el origen en el que hay que buscar esa nostalgia del soberano que tanto ha afectado a nuestros sistemas políticos y en nuestra confianza en el futuro. Sin embargo, en teoría esa crisis quedó atrás, ¿por qué entonces esa sensación de que todo va a peor aun cuando el cuadro macro haya lucido razonablemente bien?
No es la única causa, pero sí la espoleta que levanta la tapa bajo la cual se encontraban malestares y preocupaciones latentes que se relacionan también con procesos históricos más amplios. La crisis produce un impacto anímico que es independiente de las circunstancias objetivas, que a menudo por supuesto concurren y lo hacen con mayor claridad en algunos grupos sociales. Pero el recelo hacia la globalización, el cambio tecnológico o la cosmopolitización de la cultura son fenómenos de más largo aliento. En ese sentido, a menudo nos olvidamos de la influencia que tuvo en los votantes la crisis de los refugiados. Así que cuando los indicadores mejoran, las ansiedades permanecen y de hecho son amplificadas por un sistema político donde populistas y nacionalistas se han hecho ya sitio. Por último, en el libro dedico un capítulo a la pérdida de futuro tras el agotamiento de las energías utópicas: en lugar de tomárnoslo como un doloroso aprendizaje colectivo, echamos de menos los embelesos del porvenir inmaculado. Todo eso genera una frustración que los actores políticos aprovechan e incluso, en buena medida, producen.
Como cuentas en el libro, el soberano cumple una cualidad ficticia, en la medida en que el poder absoluto asociado a ella es una ilusión colectiva. Pero ¿no se ha abusado del relato contrario? Durante muchos años hemos escuchado eso de «no hay opción», «there is no alternative».
Depende de cómo lo miremos. Por supuesto, el discurso TINA es una manera de legitimar determinadas decisiones políticas con el argumento de que no existe ninguna alternativa a ellas; y esto último no es cierto, porque siempre hay alternativa. Pero quizá deberíamos decir mejor que existen variantes y no alternativas, esto es, podemos introducir matices más que enmiendas a la totalidad. Lo que no hay, en fin, es un modelo socioeconómico diferente por el que podamos optar con mínimas garantías de viabilidad. Y esto, de nuevo, frustra. El caso griego es muy significativo.
¿Por qué?
Tsipras podría haber preguntado a sus ciudadanos si querían dejar el euro o incluso tomar la senda de la autarquía, pero no es tonto y no lo hizo. Es posible incluso razonar que la «estrechez» de los caminos económicos termina por hipertrofiar el debate moral e identitario y de ahí vendría, por lo menos en parte, la fuerza que en nuestros tiempos tienen las guerras culturales.
Defines la nostalgia del soberano como «la añoranza irresistible por algo que nunca existió». Sin embargo, y bajándolo al terreno, ¿no crees que es algo más tangible respecto a la impotencia real de la política? ¿No crees que muchas veces se han bajado los brazos? No todo es voluntad política, pero quizá algunas cosas sí. Pienso, por ejemplo, en la resignación que parecemos sentir ante algo tan básico como el acceso a una vivienda sin que se vaya más de la mitad de la renta del hogar.
En realidad, el caso que me señalas es un ejemplo que ilustra bien mi tesis. En lo que se refiere a la vivienda, un Estado no puede proporcionar a todos sus ciudadanos viviendas gratuitas sin con ello acabar con la propiedad privada o, de hecho, embarcarse en un experimento colectivista que produciría males sociales más amplios. Pero es indudable que puede desarrollar mejores o peores políticas públicas orientadas hacia esa finalidad, que es facilitar a sus ciudadanos el acceso a una amplia oferta de viviendas. Hay países que lo hacen bien y países que lo hacen peor. Pero el acierto no depende de una fórmula elemental que, por ejemplo, conduzca a controlar los precios por decreto; los expertos concuerdan en que esa medida no suele funcionar. O sea que la voluntad política cuenta, porque sin ella no puede solucionarse ningún problema; pero eso no significa que baste con ella: hay que acertar. Y, más aún, hay que aceptar que no todos los problemas son solucionables ni solucionables del todo. En resumen, la política, pudiendo, no lo puede todo; y que efectivamente pueda no dependerá de un ejercicio de la voluntad, sino del acierto de las decisiones que se adopten.
Estas semanas pasadas participé en un par de mesas redondas, y dos altos ejecutivos de empresas importantes dijeron lo mismo cuando se mencionaba el malestar y ciertas exigencias salariales u horarias: es que competimos globalmente, y «there is no way», dijo uno en inglés. Ante esto, la gente parece que, lejos de aceptarlo, ha dicho: «Bien, pues no compitamos globalmente». Ahí están Trump y otros. ¿Estamos en una nueva era? ¿O es solo un bache en la progresión de la globalización?
¡Gran asunto! Desde luego, las cosas han cambiado porque cayó el comunismo. Durante buena parte del siglo XX, medio mundo se encontraba en posición de stand by, paralizadas sus energías y limitado su consumo por las viejas recetas económicas del socialismo planificado. Basta pensar en China y su impacto económico y medioambiental para comprobarlo; pero también en la India o Nigeria. En ese sentido, la globalización es justa: incorpora a miles de millones de personas que estaban fuera del terreno de juego, o al menos jugando en las instalaciones para alevines. Su integración en la economía global, combinada con los efectos de la digitalización, producen una intensificación del viejo y discontinuo proceso de mundialización: para bien y para mal. De nuevo, no hay mejoras que no traigan empeoramientos.
Pero hay perdedores a los que esa explicación no consuela
La tragedia de la humanidad es que el progreso colectivo genera desgracias para grupos sociales e individuos particulares; el conjunto sale bien parado, pero las partes del conjunto no siempre lo hacen. En respuesta a lo que preguntabas antes, sí, hay partidos y votantes que apuestan por la desglobalización. Pero ésta es imposible: la sociedad-mundo está en marcha y solo un posible colapso –ya sea climático o pandémico, acontecimientos ellos globales también [como estamos comprobando en estos últimos días]– podrían detenerla. A su vez, acabaría por reanudar su marcha, porque es un destino natural de las sociedades humanas cuando se dotan de herramientas técnicas de interconexión: desde el avión al smartphone. Así que creo que se trata de un bache o reajuste más que de un final, sin que podamos descartar que con ello entremos en una nueva «era». Ya lo veremos.
Respecto a esto, ¿crees que una eventual derrota de Trump cambiaría algo, o es un movimiento más de fondo?
Me parece que es un movimiento de fondo, no creo que lograse cambiar demasiado; igual que me parece precipitado afirmar que un segundo mandato de Trump reforzará el camino del desmantelamiento del orden internacional liberal; dudo que vaya más lejos de donde ha ido.
La erosión del futuro como lugar donde se realizan nuestros sueños y donde todo tiende a ir mejor parece una de las claves de bóveda en las que se apoya la nostalgia del soberano. ¿Es una imagen distorsionada por cierto histerismo ayudado por las redes, o tenemos motivos reales para la desconfianza? En esto, tú has solido estar más cerca de Steven Pinker o Hans Rosling que de, pongamos, John Gray o Christopher Ryan.
Es que todo depende de la imagen que nos hagamos del progreso y, por tanto, del futuro. Yo defiendo una concepción madura del progreso, que acepta sus limitaciones pero celebra sus éxitos, frenta a una concepción infantil del mismo en la que o el progreso es perfecto o no es progreso. Y me parece que estamos en una posición histórica que nos permite abandonar esa idea religiosa del futuro como reino de los cielos donde habrán desaparecido los conflictos y nuestros alimentos favoritos flotarán dos metros sobre el suelo para que podamos cogerlos cuando nos apetezca… Claro que hay crisis, pandemias, guerras. Pero lo decisivo es que se observe una tendencia general hacia lo mejor, algo que los datos corroboran sin la menor dificultad. Entiendo que un carácter pesimista vea el mal y no el bien, pero eso no autoriza el pesimismo histórico. Si ampliamos el foco, de hecho, todos vamos a morir y el planeta terminará por desaparecer algún día; está lejos, pero ese día llegará. Sin embargo, este análisis no nos lleva demasiado lejos. Yo prefiero constatar los avances realizados en la lucha contra la pobreza extrema o los progresos realizados en la búsqueda de una vacuna contra la malaria.
¿Qué papel juega en todo esto el cambio climático, uno de tus temas de investigación e interés? Se da una paradoja curiosa aquí, y es que los negacionistas suelen ser más reaccionarios políticamente. Es decir, que no parece que el cambio climático explique mucho de la nostalgia del soberano, al menos por ahora.
Claro, porque no se lo creen. O no se creen que el ser humano constituya la causa principal del cambio climático que observamos en nuestra época. Pero no faltan los teóricos políticos que auguran el surgimiento de un Leviatán ecológico dotado de poderes absolutos para imponer una transición ecológica que garantice la supervivencia. Yo creo que las sociedades abiertas tienen buenas herramientas para mitigar y adaptarse al calentamiento global, cuyo diagnóstico ya es el fruto de notables avances tecnológicos que permiten medir la temperatura y elaborar modelos de futuro. Si llegara a cundir el miedo por razón climática, en definitiva, la nostalgia del soberano se haría patente también en este terreno. Por otro lado, no cabe duda de que el cambio climático y los demás desafíos del Antropoceno son otra fuente de nuestra ansiedad tardomoderna: nos dan otro motivo para pensar que todo irá mal. De ahí que el miedo no baste como impulso a las políticas de descarbonización y yo haya defendido la conveniencia de elaborar un discurso modernizador que enfatice la idea del buen Antropoceno, con objeto de que podamos mirar al futuro con un mínimo de esperanza colectiva.
Dices que, si unimos las tensiones culturales de la globalización y la ansiedad de la crisis, el fenómeno agonista tiene poco misterio, y que la especie sigue siendo objeto preferente de antropólogos. Siendo así –esto es, que hay inercias y sesgos que escapan al análisis racional–, ¿no crees que el liberalismo económico ha olvidado con mucha frecuencia estas verdades? Pienso en la exigencia de flexibilidad laboral, en la movilidad geográfica o en la competitividad exacerbada. Cuando esto se lleva a cierto extremo, ¿no va contra esos instintos más elementales de seguridad?
Son las dificultades que se derivan del rasgo esencial de la economía de mercado, la famosa «destrucción creativa» de Schumpeter. Es difícil alcanzar un equilibrio óptimo entre dinamismo y estabilidad, flexibilidad y seguridad, movilidad y reposo. Y de nuevo, el elemento dramático de que hablábamos antes: la competición justa nos mejora la vida a casi todos, pero también introduce riesgos que son mayores para unos que para otros. Un buen ejemplo es lo que me gusta llamar la paradoja de la cadena de montaje: ¿cómo no va a ser una buena noticia que la robotización acabe con los empleos industriales más monótonos y alienantes? Sin embargo, la robotización crea a su vez problemas de otro tipo para los trabajadores afectados y sus comunidades. Lo único que puede hacerse con estas tensiones es someterlas a observación y tratar de realizar las compensaciones que sean necesarias o al menos de intentarlo. Pero, volviendo a la pregunta, ya dejó establecido Hobbes que el miedo es la emoción política básica y de ahí que los ciudadanos deban experimentar una elemental seguridad. La dificultad estriba en que para proporcionarla necesitamos riqueza y por ello las democracias no puedan agotarse en la participación o en el discurso; deben ser eficaces.
¿Cómo actuaría el «ironista melancólico» ideal —ciudadano maduro y realista pero que no cae ni en el cinismo ni en la derrota que definiste en La democracia sentimental— en los años de la «nostalgia del soberano»?
Su divisa debe ser «que no cunda el pánico, somos ironistas melancólicos». Pero se trataría de mantener un sano escepticismo respecto de la potencia de la política, para rescatarla de quienes la emplean de manera abusiva, advirtiendo a quienes manifiestan ese anhelo por la vieja soberanía de que ésta nunca fue tan poderosa como se la pinta o como se pintaba ella a sí misma. En ese sentido, el pluralismo constituye la mejor defensa contra las pretensiones populistas y nacionalistas de representar a una totalidad popular unitaria. Por eso hay que recordar las silenciosas virtudes del imperio de la ley, la separación de poderes o el procedimentalismo liberal. La historia ya nos ha enseñado mucho y sería deseable que supiéramos apoyarnos en ella. Dicho esto, no aspiro a que todos los ciudadanos se conviertan en escépticos de la noche a la mañana, sino a que cuando menos un puñado de éstos compense las inclinaciones soberanistas de muchos otros.
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