Miguel Trillo, cinco décadas fotografiando el espectáculo de la gente de la calle
Comenzó a disparar en la década de los setenta, al poco de trasladarse a Madrid para estudiar la carrera de Imagen en la Complutense. Siempre iba enfocando su objetivo hacia los grupos, al escenario, porque era fan de la música, hasta que se dio cuenta de que lo verdaderamente interesante, lo original, estaba en el público, en la jungla que se iba encontrando en los bares, salas de conciertos y discotecas de aquellos años. Es Miguel Trillo. Repasamos con él desde sus fácilmente reconocibles fotos de las ‘tribus’ de la Movida hasta sus retratos actuales en las calles asiáticas, que se presentarán el 23 de enero en Casa Asia en Madrid.
Comenzó cuando aún el dictador estaba vivo, tomaba instantáneas de una realidad que empezaba a cambiar, a tomar color, a generar una espectacular vida a medida que el cadáver de Franco se pudría, y cuyo zenit sería la Movida Madrileña, unos años donde casi todo valía, donde todo nacía y se asimilaba de aquella manera. Miguel Trillo, pertrechado de paciencia, pasión y muchos carretes de película en blanco y negro o diapositivas, fue retratando ese cambio social a pie de acera, desde el centro de Madrid hasta sus temidas periferias. Su estilo, ese retrato directo a gente anónima pero con marcada personalidad, chicos y chicas singulares, le ha llevado a fotografiar a los jóvenes de otras ciudades del mundo, a infiltrase en otras sociedades con gustos similares aunque expresiones diferentes.
El año 2017 ha sido agotador para este fotógrafo gaditano; sus exposiciones y los viajes para atrapar nuevo material han sido continuos. El intercambio de mails con el que tratábamos de buscar un rato en su agenda para realizar esta entrevista sobrevolaba ciudades de Rusia y Asia, también Málaga y Madrid.
Acabas de exponer material perteneciente a tus primeras exposiciones, que fueron a principios de los ochenta, ¿te apetecía ese ejercicio de nostalgia con tu propio trabajo?
Me apetecía sobre todo tener un libro de aquellas dos exposiciones en Madrid (Galería Ovidio en 1982 y Sala Amadís en 1983) que no los tuve porque lo habitual entonces era editar una postal-invitación o un cartel y nada más. Y en este remake que me han hecho en el CA2M de Móstoles, con el título de Doble Exposición, han publicado un libro-catálogo con 130 de mis fotos en color de aquellos primeros años 80 en Madrid y Londres. Juan Albarrán, el comisario de la muestra, ha aprovechado para realizar un estudio de la situación de la fotografía española en aquel periodo de finales de los 70 y principio de los 80. Una obra de investigación en español e inglés de más de 300 páginas. Escriben cuatro especialistas en la materia. Para estar contento.
Casi al mismo tiempo has tenido una muestra con material nuevo…, un viaje por Asia. Danos detalles, claves de esta nueva expo.
Sí, ha sido muy interesante que el pasado otoño hayan coincidido mi obra antigua y mi obra reciente. En la Sala del Rectorado de Málaga he expuesto el proyecto de estos últimos 15 años, que he titulado Cromasiáticos. Mi fotografía del siglo XXI centrada en Asia. En este siglo tomé dos decisiones: en 2001 dejar de hacer fotografías en blanco y negro y a partir de 2006 dejar de hacer fotografía química. Empecé con mal pie, la primera cámara digital réflex la perdí en Panamá, en la ciudad de Colón, a punta de pistola. Estaba en el barrio donde nació el reggaetón y por poco muero yo. La vida juvenil en Latinoamérica es un peligro. Por eso tal vez haya preferido centrarme en estas dos últimas décadas en Asia, a pesar de las diferencias idiomáticas. Allí no he tenido ninguna sensación de peligro. Sobre todo me han interesado sus enormes ciudades, que las he visto como un anticipo del futuro. El 23 de enero, en Casa Asia de Madrid presentaré el libro-catálogo que ha editado la Universidad de Málaga con motivo de la exposición. Son casi 100 retratos por más de diez megalópolis del Oriente Lejano.
Plantándonos en esos primeros ochenta, así con la mente, ¿cómo recuerdas esa oportunidad de hacer tus primeras expos con tus fotos? ¿Quién y cómo decide acoger una expo tuya en aquellos primeros ochenta?
Había una mentalidad muy abierta y la galería Ovidio era un espacio de prestigio desde los setenta. En ella había expuesto, por ejemplo, Concha Jerez, el Premio Velázquez de este año y otros artistas neoconceptuales y pintores de la Nueva Figuración. Existía cierta rivalidad entre Ovidio y la galería Buades, donde habían expuesto ya en los ochenta fotógrafos como Pablo Pérez Mínguez y Alberto García-Alix o dibujantes de cómic como Ceesepe. En Ovidio vieron que mi propuesta encajaba muy bien con aquellos nuevos tiempos y apostaron por mi fotografía, que era heterodoxa al ser en color y además de temática musical, que era el mejor caldo de cultivo de aquel momento. A mí me interesaba lo que estaba pasando por las tardes-noches en Madrid más que el lenguaje fotográfico purista. La mía era una fotografía documental, pero no de reportaje, sino, digamos, moderna.
Hemos conocido tu fanzine, el ‘Rockocó’, aquel puñado de fotocopias llenas de fotos en blanco y negro…, ¿cómo miras ahora esos documentos?
Como algo arqueológico. En los ochenta era impensable el boom actual de las autoediciones, de los fotolibros y fotofanzines. Yo saqué Rockocó en plan álbum de fotos que complementaba a otros fanzines musicales que nacieron con la Nueva Ola Madrileña y que eran más de información, con entrevistas a los grupos, críticas de conciertos o reseñas de discos. Yo no fui consciente de estar haciendo el primer fotofanzine de España, como ahora se dice. Sin la colaboración de las tiendas de discos al venderlos y de los locutores de las emisoras de FM o revistas musicales al reseñarlo, no hubiera seguido publicando más números. Pero estuve cinco años sacando Rockocó. Del 81 al 85. En total, seis números con más de 350 fotos. En los fanzines se usaban seudónimos o no se firmaban los textos, así que yo opté por lo mismo. Nunca salía mi nombre como autor único de todas las fotos y del diseño. Rockocó parecía la obra de un colectivo de fotógrafos.
En 2017 la editorial La Fonoteca los ha reeditado y me ha satisfecho la reacción positiva que ha tenido. La originalidad de haberse reeditado en plan facsímil de unas fotocopias ha acrecentado su interés, que ya ha sobrepasado su territorio originario, Madrid y alrededores. Hasta lo han pedido en librerías internacionales como las emblemáticas November Books de Londres o Daswood de Nueva York. Hay Rockocó para rato. Y es que hay un enorme interés por los fotolibros españoles actuales y eso le ha favorecido. Es raro el trimestre que no se celebra una feria en España.
El color, como podemos ver en estas expos retrospectivas, es fundamental en la concepción de tu obra.
Sí. Los periódicos entonces eran en blanco y negro y parte del underground, también. Yo opté por llevar dos cámaras: en una, diapositiva en color pues estaba convencido de que era el futuro, y con la otra, negativo en blanco y negro para ser afín a mi entorno. En 1980 era una cámara de 35mm y luego en 1985 pasé a una de formato medio. La fotografía en blanco y negro la veo hoy como foto demasiado culta, muy diferente a la calle. La realidad está en una paleta de colores y no en una escala de grises, que queda como una fotografía un tanto abstracta.
¿Por qué te dio por empezar a fotografiar al, digamos, público, en vez de hacerlo a los que estaban sobre el escenario, que era (y es) lo típico?
El público no actuaba, era imprevisible y novedoso, improvisaba. Un concierto es una actuación y cuando has visto muchos te das cuenta de que es una repetición de clichés. Empecé a cansarme de lo que pasaba en el escenario y a fijarme más en el trajín que había en el graderío. No se podía estar en los dos sitios a la vez. Y elegí los encuentros y las historias imprevistas de los espectadores, los convertí en actores de sí mismos. Hacerlos posar es un placer, es reforzar la imagen de sus cuerpos construidos con conocimiento de causa.
Naciste en Cádiz, ¿cómo fue que llegaste a Madrid?
Bueno, nací en un pueblo, precioso pero retirado, Jimena de la Frontera. Es el pueblo gaditano más alejado de la capital, a más de cien kilómetros, aunque afortunadamente cercano a la Costa del Sol, por lo que de formación soy mitad gaditano mitad malagueño. Al final fotográficamente he sido madrileño, adonde me vine a terminar la carrera de Filología Hispánica en 1975 y en donde estuve viviendo hasta 1994; ahora he vuelto tras haber pasado 23 años en Barcelona. Soy un cóctel de tres autonomías de España.
¿Y cómo fue lo de ponerte tras una cámara fotográfica?
Una necesidad biológica. A veces uno tiene una atracción por microorganismos que están a tu alrededor y no sabrías explicarlo, es lo que se llama vocación. En mi caso la realidad filtrada por el tamiz de la destilación, que hacía pasar mi yo por el alambique de la cámara fotográfica para convertirla en una obra de creación. Un mix de perfume visual y alcohol mental. La cámara es la mampara de cristal perfecta. Te permite un vis a vis en la recámara. Una sensación acústica de estar grabando un disco pero en soporte papel.
¿Se corresponden las fotografías en papel que guardas con las fotografías que conservas en la memoria?
La memoria es un desastre que se hace más desastre con la edad. En cambio, los cajones son estáticos, están ahí, los abres y has de creer en ellos al ver esas fotos que conservas. Por ejemplo, las de blanco y negro que positivé en el cuarto de baño de mi casa en los años 80. Era mi época de autoaprendizaje, saber revelar y positivar resultaba imprescindible. No estaba bien visto llevarlas a un laboratorio profesional. Eso solo si las fotos eran en color. Mis positivados autodidactas suponían gran sacrificio porque me llevaban su tiempo, que robaba a la calle, a salir, que era lo que más me tiraba, y echar fotos, claro.
En esos primeros ochenta viajas a Londres, ¿estaba Madrid a años luz de la capital británica?
En infraestructuras, sí. Y en nivelazo estético. Aquí los punkis se revolvían el pelo con jabón pero allí se rapaban y se hacían crestas de colores. Ganaban por goleada las pintas de Londres, pero las vibraciones de Madrid eran más fuertes, estaban ocurriendo cosas que en otras capitales europeas eran normales, pero a nosotros nos llegaron de sopetón. Se vivieron las tres décadas que llevaba el rock a la vez y esa intensidad no tenía precio. La novatada se pagó con una alta mortandad. Tanto frenesí produjo muchas bajas. Los extremos se tocan y vivir a tope mató mucho.
Lo que fotografiabas era la modernidad; ahora, en 2018, ¿queda de eso o ya está todo inventado y repetido?
Ninguna generación se repite. Después de la movida, me fui al rap del extrarradio de Madrid y luego vino la ola indie y actualmente el trap, el reggaetón. Y además de festivales de música me gusta mucho ir a festivales de cómic, de anime o visitar megacentros comerciales y zonas en que la calle es una pasarela. En todo el mundo las metrópolis tienen ya el nervio óptico muy bien desarrollado. Nunca los escaparates han sido peceras inmóviles con los mismos peces de colores, sino espacios de novedades. Y los cambios tecnológicos asimismo han ayudado. Ahora es un premio saber que das a una tecla y la foto puede verse en cualquier lugar del planeta. La pecera convertida en un acuario oceanográfico sin límites. Antes mostraban fotos los que tenían cámara, que eran muy pocos. Hoy con los móviles nos acostamos o nos levantamos con ellas. Una cascada de fotografías non stop como farmacias de guardia para la vista, pero no todos saben mirar más allá de los lugares comunes. Las capturas de los móviles pueden acabar siendo las nuevas legañas del ojo, pero la mirada creativa es del cerebro, del pensamiento, que es la verdadera cámara oscura.
Construir historias con imágenes es lo que me atrae de la fotografía. No la foto como parpadeo, sino como fijación. Igual que la literatura es construir historias con palabras, con esas palabras que todos usamos pero que los escritores saben hilvanarlas tan bien, igual pasa con la buena fotografía. La imaginación y la realidad se entrecruzan en los creadores y da lo mismo el lenguaje o la herramienta que usen. Lo que importa son sus resultados y su capacidad de atracción. Al fin y al cabo somos una masa de recuerdos de frases y fotogramas.
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