‘Mosturito’: ese niño muy feo y acomplejado, ese nuevo Lazarillo
Hablamos con Daniel Ruiz de su nueva obra, ‘Mosturito’ (Tusquets), una novela perfecta, de oralidad salvaje, que tiene por protagonista a un anti-héroe que hace de su resistencia para sobrevivir su heroísmo. Un niño muy feo y acomplejado que dice verdades como puños y se convierte en un adorable personaje, que nos recuerda mucho al Lazarillo de Tormes y a lo mejor de nuestra literatura de humor de ‘mala baba’. Un anti-sistema, pero con un sentido muy claro e instintivo de la justicia, un punki. “Creo que la literatura, al menos la que a mí me interesa, debe poner el foco en los perdedores. Como lector, y también como escritor, siempre me ha interesado la literatura que pone la mirada en los ángulos muertos, en las zonas de sombra”.
Daniel, su novela es una hazaña llena de exactitudes, de deslumbrante humanidad, de palpitantes dramas y de vibrante lealtad. Imagino que construir a ‘Mosturito’ ha sido un delirio emocional idéntico al que resulta ser para quien lee. Hacía mucho que no leía una novela tan perfecta, con una oralidad tan salvaje y necesaria. La voz narrativa es al mismo tiempo pulcra por lo que cuenta e inocente por la elección del protagonista. Dos velocidades al alcance de pocos narradores. ¿Qué le hizo escoger la hirviente oralidad de sus protagonistas como vehículo narrativo?
La oralidad en la literatura es algo que siempre me ha interesado, y que está presente desde mi primera novela, Chatarra, que escribí con 19 años. Ya entonces todo comenzaba con una voz. Creo que la clave para que una historia funcione siempre tiene que ver con encontrar la voz, y en este caso es la voz de un niño, de Mosturito, quien va contando toda la historia. Lo más difícil fue conseguir esa voz, pero una vez que lo logré, fue como manejar un lenguaje propio. Sentía que era un lenguaje que solo me pertenecía a mí, y era una sensación maravillosa. Porque era un lenguaje que se iba construyendo solo, con retazos de aquí y de allá, y sin ningún respeto por la ortografía o la sintaxis. Un lenguaje caprichoso, consagrado tan solo a la expresividad. Es una especie de grito, sostenido a lo largo de 300 páginas.
Pedro, la Tata, el Zurdo, Fidel, el Hijoputa, el Suntossociales, y todos y cada uno de los personajes que ha construido nacen de una verdad irrevocable. Cada uno está marcado para bien o para mal por la época en la que les ha tocado vivir, por el entorno, por la precariedad, por las batallas generacionales o por la violencia machista, o por la violencia paterna en el caso del adorable, rebelde, soñador y leal Mosturito. Son personajes que podrían haber caído en el más flagrante de los estereotipos y a los que, sin embargo, usted bautiza con un agua bendecida por un dios nuevo que no niega padecimientos, pero llama a la insubordinación útil de aquellos a quienes le habla. Hay mucha radicalidad en la supervivencia de sus protagonistas pese a sus vidas marcadas. ¿Es en esa efervescente radicalidad donde acomodó la empatía con que son recibidos sus valiosos personajes?
Si, como afirmó con tino George Orwell, la Historia la escriben los vencedores; creo que la literatura, al menos la que a mí me interesa, debe poner el foco en los perdedores. Como lector, y también como escritor, siempre me ha interesado sobre todo la literatura que pone la mirada en los ángulos muertos, en las zonas de sombra, allí donde no llegan los focos. Porque es en esa zona de sombras donde se producen los dramas y las tensiones más interesantes. Me considero un autor de extrarradio, y creo que esa condición está también en los asuntos que abordo, y sobre todo en mi mirada. La historia de Mosturito es la historia de un niño que, sin la literatura, jamás se habría contado: un niño acomplejado, tremendamente feo, con unas circunstancias familiares muy duras, que intenta salir adelante en un entorno muy hostil, donde la violencia, el frío, el hambre y la necesidad de supervivencia marcan la pauta.
La novela se lee de un tirón, Mostu como quiere ser llamado en su vida de niño que huye, posee un halo frenético y adictivo para quien lo ve vivir a través de su historia. Es un niño que no se rinde, pese a la voluminosa violencia que rodea sus pasos, su fisonomía, su presente. Es un héroe lejos de la perniciosa estética de los héroes cinematográficos y literarios. Es el antihéroe más heroico de la literatura patria junto con Lázaro de Tormes. ¿Cómo conjugó ambas estéticas para que sean los imanes que resultan ser?
Me alegra que lo emparentes con el Lazarillo, porque en verdad son primos hermanos. Mosturito forma parte de una tradición de la literatura española, que tiene que ver con la picaresca del Lazarillo o el Buscón pero que responde incluso a una herencia más global y ancestral. Me refiero al humor español, ese humor tan siniestro y de mala baba, tan hijoputa, tan arraigado a la pobreza y a la miseria. Ese humor que ya estaba en el Libro del Buen Amor, y también en la Celestina, por supuesto en el Lazarillo, absolutamente en el Quijote, y más tarde en Valle-Inclán. Hay un momento en la literatura española en que, incomprensiblemente, perdemos el humor, todo se vuelve demasiado serio y profundo. Creo es un malentendido, porque lo mejor de la tradición de la literatura española es humorística. Aun así, el humor sigue siendo hoy un material literario de segunda, tristemente. En Mosturito hay drama, y es tremendo, pero también hay humor, escatología, sexo. Todos esos elementos que forman parte de una tradición de la literatura española muy marcada.
Hay una empatía densa en el personaje de Mosturito, no hay ni un ápice de rencor en su cara fracturada, ni en sus palabras, ni en el acoso ni en la discriminación, pero sí hay mucha reflexión empática en sus cánticos emocionales. La atribulada madurez de su personaje marca todo el ritmo narrativo. Mostu es un torbellino de agua limpia en mitad de un río podrido por el desfase social que atraviesa su novela. ¿Fue sencillo limpiar el aura de Mosturito y mostrarlo con la limpieza emocional con que se muestra?
Bueno, yo no diría que Mosturito sea precisamente cándido. El dibujo final es, en efecto, el de un personaje entrañable, pero es un superviviente, un pequeño salvaje, que no tiene reparos en usar la violencia cuando procede, que tiene comportamientos y maneras muy punkis. En realidad es un punk, mucho más que su amigo punk, el Zurdo. Porque, ante todo, Mosturito desprecia la autoridad, se revuelve contra ella, desconfía de cualquiera que mande. Es un antisistema, a quien no le importa tener que mentir o recurrir a artimañas poco edificantes para salir a flote. Es un superviviente, pero, eso sí, con un sentido muy claro e instintivo de la justicia, y un amor por su Tata que está por encima de todo.
Más arriba ya le hablé de la valiosa oralidad de su novela, ahora le digo que la oralidad escogida para narrar quema porque exhala violencia, pero también la ternura y la lealtad imperturbable de los desarraigados, a pesar de su ágil lengua sus personajes son nobles y puros. No debió de ser sencillo mantener el tipo ante una realidad indecorosa para cualquier sociedad. ¿Cómo logró descontaminarse de cualquier atisbo de revancha por parte de sus personajes?
Mis personajes son unos perdedores, y como tales, unos pobres diablos. Son los pobres de la mesa de Viridiana, o los feos, sucios y malos de Ettore Scola. La Tata es una suerte de Cabiria de Fellini en la edad madura, personas nobles y, al mismo tiempo, tremendamente frágiles, que sobreviven en el alambre, donde la sentimentalidad ocupa un gran espacio que sirve para soportar la dura vida cotidiana. Igual que el humor, sin el que la Tata y el Mostu no podrían sobrevivir. Si se cuenta en frío la trama de Mosturito, creo que pocas historias pueden resultar tan duras. Sin embargo, la experiencia lectora, por lo que me han trasladado, resulta, en cierto modo, hermosa. Eso me halaga, porque creo que es posible hallar piedras preciosas en los vertederos. Eso es lo que me propongo con este libro.
Otro de los grandes aciertos de ‘Mosturito’ es la brevedad de los capítulos. Pequeños artefactos de maquinaria fiable. Su novela es un acantilado por cuya integridad puja constantemente el viento helado de la injusticia, del acoso, del estigma de la violencia y, sin embargo, su novela posee una blancura extensa y conmovedora. ¿Mostu es un alma blanca por casualidad o por causalidad?
Sin duda, por causalidad. Mostu es resultado de sus circunstancias. Unas circunstancias difíciles en lo familiar, en lo socioeconómico y en lo sentimental. Eso le hace desarrollar un sentido de rabia que le sirve como herramienta para enfrentarse al mundo. Mostu es un rebelde atávico, elemental, un animal herido que nunca sabes si va a morderte o a lamerte. Está siempre en el alambre, pero inevitablemente empatizamos con él. En cuanto a la brevedad de los capítulos, pretendía que fuera una novela muy rítmica, que se leyera con avidez, porque es una novela de periferia, en la que la acción juega un papel muy importante. Era una forma también de intentar que el lector entrara en la cabeza del Mostu, que es quien cuenta la historia, y que vive de forma frenética, acelerada, recibiendo mil estímulos al minuto, como era nuestra cabeza de pequeños, en construcción.
Periquillo, como llama la inolvidable Tata a Mosturito, es un niño valiente que hace de la franqueza y la sencillez su modus operandi. No teme exponerse, no teme la veracidad que mece su cuerpo, sus actos, es espontáneo para albergar el dolor, pero también el deseo. Esos pasajes en los que se acuerda de las heroínas de la tele y de las heroínas del barrio son magníficos. ¿Sabía desde el principio que Mostu tenía que ser un muchacho desenfadado para que su credibilidad hiciese mella en la memoria del lector? ¿En ningún momento pensó en despojarlo de esa espontaneidad que le roba cualquier atisbo de victimismo?
Me interesaba mucho que tuviera la ingenuidad de un niño, pero a la vez la madurez de un adulto demasiado prematuro. Como el protagonista de Cafarnaún, aquella inolvidable película de Nadine Labaki, Mosturito es un niño que hace cosas de adulto, pero que en realidad sigue siendo un niño. Y como tal, tiene miedos, se crea amigos imaginarios, se enamora perdidamente de las niñas, siente como si viviera en carne viva. A la vez, tiene comportamientos de adulto, e incluso de mal adulto, como por ejemplo su complicada relación con la violencia. Me interesaba que el lector no fuera capaz de precisar qué edad tiene exactamente, porque es un niño, pero un niño demasiado curtido por la vida.
Es imposible no enamorarse de su novela. Es imposible no enamorarse de la perfecta indefensión de todos los protagonistas. Ninguno se salva, todos están en el punto de mira de la violencia física y de la violencia social y también de la desinformación. Todos caen en trampas de mandíbulas fuertes. La Tata en la trampa del amor romántico. Fausto en las trampas de la heroína. Mosturito en las trampas del sistema. ¿No se cansó en ningún momento de sostener a aquellos individuos que la sociedad rechaza?
Son los personajes que me interesan. Los ganadores tienen siempre vidas aburridas y antipáticas. En el fondo del barrio está todo. Y la literatura es su único espacio. Así ha sido siempre. La mejor literatura para mí es la que retrata a los perdedores. De Dostoievski a Hubert Selby Jr, pasando por Curzio Malaparte o Céline. La literatura que sangra, que uno lee como si doliera. En estos tiempos de Inteligencia Artificial y repetición de fórmulas, creo que la literatura debe profundizar en las implicaciones de la experiencia lectora. La lectura como transformación. Leer para coger el sueño sirve para eso, para coger el sueño, pero lo que uno busca con sus historias es zarandear al lector. Que después de leerte, el lector se haya desplazado desde el punto de inicio a otro sitio.
La inocencia es también un valor tangible en su novela. Su valor, y la lenta y bellísima amnistía que fabrica para su protagonista. ¿Ampararse en la inocencia de Mostu fue su primera opción o barajó alguna otra opción para él?
Tenía muy claro, desde el comienzo, el final que debía tener la novela. Y era un final necesariamente redentor. Mostu, como la Tata, como el Zurdo, merecen salvarse. Porque en realidad son ángeles, con las alas sucias y rotas, pero benditos a su manera. Pocas veces he sentido tanta complicidad y amor por mis personajes como en este caso. No podían tener un mal final.
Mostu es despiadadamente perspicaz, permite que abusen de él, pero no permite el abuso ajeno. Sus pesquisas se centran en el tema de la pederastia, sabe de qué van los curas y sabe muy bien que él está a salvo porque, a pesar de su indefensión afectiva, resulta repulsivo en lo estético. ¿Le costó mucho decidir que Mostu ya tenía demasiado con lo que tenía como para señalarlo como objetivo del abuso sexual?
En mi infancia, los sobreentendidos eran muy habituales. Uno convivía en el mismo bloque con maltratadores; escuchaba las palizas a través del ojo patio, y al día siguiente, en el ascensor, bajabas con el maltratador y te saludaba como un perfecto ciudadano. También sabíamos que había abusadores (“agarraniños”, como los llama Mostu), pero nadie los señalaba con el dedo, simplemente recibías recatadas indicaciones para que no te acercaras a ellos. Esa cultura de la ocultación, que afortunadamente ha cambiado, te obligaba a aprender por tu cuenta, a costa de instinto. Mostu desconfía instintivamente de la autoridad, y también de los curetas, porque ve cosas. Es lo que ocurría en nuestra infancia, que veíamos cosas, pero nunca obteníamos respuestas porque nadie se atrevía a dárnoslas.
Mostu es directo, no tiene filtros y le dice las verdades al lucero del alba si hace falta. Se enfrenta a todo aquello que maniata el porvenir de sus amigos. Y posee una filosofía filosa cuando habla, sus pensamientos arden y hacen arder. No le importa que su adorado Zurdo lo venda a los Suntossociales, es leal y busca salidas para todos. Cuando pronuncia esta frase: “ Pincharse con una aguja, qué novia de mierda es esa”, su voz de niño se convierte en un edén que pone en jaque a todas las clases sociales. Zurdo es un niño bien que recala en el lumpen como medida de protesta. Mosturito desde su fealdad trae belleza a la vida y eso es una admirable metáfora que recorre todo el libro. ¿Cómo consiguió que optimismo y violencia no resultasen antónimos, sino perfectos y extravagantes sinónimos en su novela?
Tenía interés en contrastar dos mundos tan antagónicos como el de Mostu y el Zurdo, uno miserable y otro de clase alta, para hacerlos convivir y destacar que en todos los mundos existe una alta cuota de miseria. La vida del Zurdo es una vida tanto o más triste que la del Mostu. Y en su recorrido sentimental, el que traza la novela, al final Mostu, el “hijo pequeño”, se convierte en el salvador del hijo mayor, que es el Zurdo. Hay una historia de cuidados y de solidaridad que es el resultado de la confluencia de ambos mundos. Siempre digo que Mosturito es un libro muy punk, no solo por la forma sino también por el fondo. Zurdo es un punk ochentero de manual, pero después de leer la novela me gustaría que el lector se preguntase si Mostu no es, al cabo, muchísimo más punk que su amigo punki.
Mientras se avanza en la lectura, el lector toma conciencia de la luz que emana de Mostu, parece un ángel caído y sin embargo es un constructor de certezas. El conoce el destino de su familia y se va reconociendo en él. Sin embargo, no es esa polilla que va hacía el foco ardiente, es una abeja reina que tomará conciencia de su biografía reconstruyendo la biografía de todos los que le rodean. ¿No temió que ese buenismo, aunque muy ácido, de su protagonista invalidara su credibilidad?
Me repele el buenismo y el sentimentalismo en la literatura. Teniendo que escribir una historia de un niño con la voz de un niño, este inconveniente era un enorme reto. Intenté resolverlo construyendo una voz de un niño tremendamente descreído, hijoputa, resabiado, con mucha mala leche. Al final, inevitablemente, aparece el drama, la aprensión, la tristeza. Pero Mostu siempre se sobrepone con la mala leche y con el humor. Se ha endurecido tanto a su edad que hay pocas cosas que de verdad le hieran. Aunque, a la vez, es un personaje tremendamente frágil.
A pesar de la vitalísima oralidad y de la blancura de su protagonista su novela es un artefacto duro, inmisericorde con el maltrato y los maltratadores, con el abuso y los abusadores. El personaje de la Cisca es demoledor, esa mujer que espanta el dolor del alma y del cuerpo asida a una radio y a sus canciones, unida a una locura impuesta por los golpes y las vejaciones, pone de manifiesto una violencia respaldada por la sociedad durante los años 80. Es un tema peliagudo, un tema que ahora en pleno siglo XXI se persigue, se juzga, pero que en aquel entonces se trataba de denunciar en la comisaría y el policía de guardia te decía: “Señora, váyase usted a su casa y lo arregla con su marido en la cama”. ¿Son la Tata y la Cisca un homenaje a aquellas mujeres que con su resistencia darían paso a 016?
Siempre recalco que no es una novela autobiográfica, pero en ella hay muchas cosas de mí, y es sin duda la más personal de las que he escrito. El personaje de Cisca está inspirado en una persona real, que era mi vecina del piso inferior, y que, como la Cisca, estaba mal de la cabeza, pero a la vez era un ser luminoso. Su marido le daba palizas, y después lo encontrabas por la calle saludando afablemente a todo el mundo. La violencia soterrada, igual que los abusos soterrados, eran moneda común en aquella España de los 80, donde la mujer, por mucho que ya existieran iconos de liberación, seguían viviendo una vida de sometimiento al hombre, alimentada por la religión y las apariencias. Afortunadamente, esto ha cambiado, y es uno de los grandes avances de nuestra sociedad, aunque continuemos asistiendo al espectáculo de hombres que asesinan a las mujeres y que las consideran de su propiedad. Queda mucho por hacer todavía.
En su novela hay muchos golpes, muchas trampas sociales, pero también un hermosísimo camino hacia la serenidad de su valioso protagonista. Por fortuna este no simboliza el eco de la siempre podrida redención sino el de la más valiosa resistencia, la de aquel que sabe ordenar su memoria y obligar a que deje de ser un pecado capital lo que ella alberga. ¿Mostu tenía que recordar de la manera secuencial en que lo hace para poder convertirse en el Mesías, con malas pulgas y ahíto de justicia, que acaba siendo para el resto de protagonistas?
Durante la novela, Mostu aprende a domesticar su miedo. Es una novela de iniciación, y como tal una novela de superación, de alguien que lleva a cabo un recorrido vital. En este caso, es un recorrido hacia la domesticación del miedo, y también hacia la convivencia con uno mismo. A Mostu le costaba mirarse en los espejos, pero al final acaba convirtiendo sus defectos en una especie de bandera, en su seña de identidad. Pero además de todo eso, en la novela Mostu también va a aprender a encajar piezas de su memoria que estaban deslavazadas e inconexas. Recompone su propia biografía familiar a través de esos recuerdos, que se avivan por el reflejo de otras violencias. Ahí entiende todo, y sabe de dónde provienen sus miedos. Me interesaba que el lector reconstruyera la historia de Mostu a la misma vez que el propio Mostu la reconstruye. Que el narrador y el lector compartieran simultáneamente el descubrimiento.
Su novela, venturosamente, está muy alejada de lo comercial; sin embargo, contiene todos los ingredientes para ser un ‘Long seller’. Los primeros amores, los primeros deseos, las primeras decepciones, la verdad seca que rodea a todas las familias, la atrocidad de la violencia y un conjunto de vidas extremas pero atractivísimas. Es decir, lo de siempre, pero, aun así, es absolutamente original y adictiva. Suena incluso a autobiografía. ¿Me equivoco al pensar y decir esto último?
No, para nada. Como ya he dicho, no es una novela autobiográfica, pero es la más autobiográfica de mis novelas. Yo fui también un mosturito en la infancia, un niño feo y acomplejado, que tuvo que recurrir a la rabia para superar mis miedos. Como Mosturito, yo también tenía (tengo) el labio leporino, y los pies planos. Como Mosturito, yo tenía pavor a mirarme en los espejos. Y como Mosturito, yo aprendí a convivir conmigo mismo, a convertir mis defectos en armas. Aunque yo tardé bastantes más años. Pero es lo que, en cierta medida, quería contar: saldar cuentas con mi pasado y con la capacidad que todos tenemos de sobreponernos al miedo.
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