Mujeres que cumplen muchos años, y que desean y son deseadas
La nueva visibilidad de la mujer que sigue deseando a pesar de cumplir años refleja los complejos de las que miramos, nuestros miedos. También ayuda la visibilidad que, últimamente, empiezan a tener las mujeres de más de 50 y 60 en las pantallas, haciendo papeles de mujeres deseantes y legítimamente deseadas. Emma Thompson hace su primer desnudo en el cine con 63 años. Barbara Sukova salva a su mujer amada de ser depositada en un geriátrico. Y Charlotte Gainsbourg entrevista a Jane Birkin, ahora una señora algo pudorosa, de más de 70, que le confiesa a su hija cómo suele transcurrir para una mujer el proceso de desconocerse cuando se ha superado la edad de los estándares estéticos aceptados.
Hay una escena de Poeta chileno en la que el aspirante a poeta chileno de Alejandro Zambra descubre unas marcas que podrían ser estrías del embarazo en el cuerpo de su amada, reencontrada al cabo de los años. Imagina bien: el cuerpo de la mujer no es el que podría aparecérsele en sueños, el de la piel tersa de todos los descubrimientos amorosos y eróticos. Es otra piel, la de una mujer con señales de vida lejos del espacio íntimo compartido con ese nuevo hombre. Él la ama con ternura, y quizá curiosidad, pero nunca desprecio.
Sin embargo, a nosotras nos resulta más difícil que a nadie la misión de acercarnos con ternura a la imperfección física que, por otro lado, seguramente sea la huella de la experiencia que alimenta la sabiduría y alguna calma. Ganamos unas seguridades y perdemos otras, que, no obstante, siempre estamos a tiempo de recuperar.
Seguridad en lo mucho vivido, también gratitud y, sin embargo, inseguridad de habitar esa piel más seca, con pliegues y pecas, en la que se marcan las venas que siguen dejando pasar tanta sangre y que irrigan tanto deseo.
En esos momentos en que anhelamos que el miedo a no reconocernos se diluya, nada mejor que un amante capaz de decir: “No estamos aquí para juzgarnos”. No el que niega o disimula, sino el que goza en la aceptación, porque sí le deleita y también venera el placer que no es normativo. Eso ayuda.
También ayuda la visibilidad que, últimamente, empiezan a tener las mujeres de más de 50 y 60 en las pantallas, haciendo papeles de mujeres deseantes y legítimamente deseadas. Por fin, las famosas adultas nos sirven de representación de lo que es la vida verdadera, más allá de las modelos de largos cuellos que publicitan J’adore o las chicas de los otros perfumes franceses, antes del fichaje de Julia Roberts (porque la publicidad también se subió al tren de la pretendida admiración de las canas). ¿Alguien se acuerda de cuando echaron a Isabella Rossellini porque la compañía cosmética no quería que su imagen se asociara a la de una señora mayor?
Dos espejos diferentes: Jane Birkin y Emma Thompson
Jane por Charlotte es un documental reciente sobre Jane Birkin (nacida en 1946), la esbelta chica de las calles parisinas del cine de los 60 –que se casó con Serge Gainsbourg– y que firma su hija, Charlotte Gainsbourg. En el filme se la ve a Jane, ahora una señora algo pudorosa, de más de 70, retirada en Bretaña, que le confiesa a su hija cómo suele transcurrir para una mujer el proceso de desconocerse cuando se ha superado la edad de los estándares estéticos aceptados. Quitamos los espejos, difuminamos las formas del cuerpo al vestirnos y dejamos de ponemos las gafas para no ver con nitidez las marcas del tiempo, explica Birkin, aunque la misma enumeración podría hacerla casi cualquier mujer. Ella agrega que detesta dormir sola o ir sola de vacaciones, pero lo hace con una sonrisa, mientras sigue sembrando flores con sus nietos.
Pudor y verdad. ¿Cuál es la verdad? ¿Hay una sola en la manera de mirar y mirarse?
La verdad es una vieja desnuda se titulaba un texto del diario Público en el que la columnista explicaba su parecer –sin compasión– acerca del primer desnudo de la carrera de Emma Thompson, a los 63 años, en la película Buena suerte, Leo Grande, de la australiana Sophie Hyde, con guion de otra mujer (Katy Brand). En este caso, la protagonista es una señora, también pudorosa, que decide intentar el placer de un primer orgasmo acompañado cuando se convierte en viuda. Aunque enfrentada a una contradicción ética que el filme presenta con elocuencia, la mujer decide finalmente pagar por sexo a un sonriente profesional joven (Daryl McCormack) que provee el servicio con una elegancia infinita.
Esta vez, como tantas otras, creo que el propio miedo nos lleva a ser nuestras peores enemigas, y a volvernos impiadosas con las demás mujeres, porque la verdad (en singular) no existe, y menos en territorio erótico, y menos sobre el deseo, y menos sobre la ternura y la pasión o cualquier sentimiento que nos provoque otro ser humano. A Emma Thompson se le ven naciendo los rayos de luz en esta película en que su personaje se redescubre disfrutando de la compañía de un hombre que le provoca deseo. Vi la película junto a una mujer de 26 años que me dijo: “Qué hermosa es ella”. Y, personalmente, presté mucha atención a las pieles de ambos y las posibles distancias, y no los vi desentonar como pareja sexual, a pesar de que hay –como mínimo– unos 25 años de diferencia entre Thompson y su partner erótico. Por fin, ella (el personaje de Emma) puede mirarse al espejo, algo que la actriz contó en la conferencia de prensa de la última Berlinale, aludiendo a que las mujeres no sabemos mirarnos sin posar. Mucho más que una vieja desnuda frente a un espejo: ella es una mujer que se atreve a mirarse sin tensar los músculos ni contener la respiración. Satisfecha.
¿Y si mi mamá fuera lesbiana?
Otras series que circulan hoy por las plataformas digitales plantean con bastantes menos complejos el asunto del atractivo de las mujeres mayores, muchas de las cuales sí disfrutan de parejas más jóvenes. Sin ir más lejos, hay que destacar la adorable comedia dramática noruega Perni, porque en esto de la naturalidad de los personajes femeninos, los escandinavos le llevan bastante ventaja a la ficción del sur de Europa y a la norteamericana.
Entre las películas, vale la pena detenerse en Calais, mon amour, de Jérémie Elkaïm, donde interseccionan lo femenino y el estigma del inmigrante. En ambos casos, unas mujeres bravas que rondan los 50 lidian con hijos adultos y adolescentes (sin contar los prejuicios de cuñados y las pertenencias a familias eternamente cárceles), mientras se entregan a otro amor, intentando querer para conocer, porque las mujeres sabemos que se quiere como primer paso para conocer al otro.
Por último, hay que atender otra obra que transcurre en Francia: Entre nosotras, de Filippo Meneghetti, con la magnífica Barbara Sukova, que interpreta a una de las dos vecinas jubiladas que mantienen una relación clandestina, de verdadera entrega, pero amenazada por aquella sentencia de que los demás siempre saben lo que es mejor para ellas, las personas mayores. En este caso, lo que se interpone es la mezquindad de hijo e hija, que ni siquiera atinan a asomarse a la condición de mujer de su madre.
Si hay que sacar alguna conclusión, podemos decir que solo transformando la mirada sobre nosotras mismas terminaremos transformando nuestra manera de mirar al otro. En eso consiste el gran paso.
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Por Berto, el 23 octubre 2022
Hombre de 46 años