Mujeres emancipadas, frente a la cara seductora del patriarcado
¿Para qué me quieres, si tú puedes con todo?, es la pregunta de los hombres hacia las mujeres emancipadas. A las que nacimos con la pretendida revolución sexual de los 60 ya consolidada, el facilismo conyugal nos pasó de largo y la desigualdad de la vida pública nos sigue complicando la existencia. La precariedad laboral nos afecta especialmente y, como si fuera poco, no hay hombro en el que apoyarse, ni caldito que alguien nos prepare al volver a casa. La obligada solidez de las mujeres de esta época resulta poco atractiva para los hombres que heredaron el mandato de ser proveedores. Otra entrega de esta sección quincenal a dos voces. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado. En este espacio se alternan dos textos abordando un mismo asunto: el amor o su imposibilidad en tiempos de turbocapitalismo.
No queremos renunciar a la elegante comodidad de que un hombre nos abra la puerta para dejarnos pasar las primeras, pero ahora el gesto es motivo de reflexión o disidencia interna, cuando no tema de larga charla en sobremesas con amigos. ¿Somos machistas porque no rechazamos los modales asociados a la caballerosidad? ¿Tenemos que poder nosotras con cualquier desperfecto cotidiano y enfrentarnos a to-do solas para no dejar de ser feministas ni cuando se nos pincha una rueda o se nos descuelga la bisagra de una puerta, incluso si venimos de cumplir nuestra jornada laboral por cuenta ajena?
Las discusiones sobre estos asuntos hoy se ramifican al infinito, especialmente entre mujeres, ya que competimos para ver quién hace más cosas “de hombres” sin pedir una mano, o quién reniega del amor o del deseo de amar porque, en casi todos sus formatos, lo heredamos como “trampa”. Como ellos, estamos llenas de contradicciones e intentando consensuar un corpus anti-micromachismos que contemple (o no) desistir de las habilidades y la ayuda de los “manitas” y protestar activamente ante cualquier simbólica actitud caballeresca. El marco teórico indica que podemos abrirnos la puerta solas, arreglar el enchufe y, si acaso nombramos el amor, será para detectar los rasgos que nos inducen a cumplir un rol de género. Por cierto, si avivamos la llama de un encuentro, será porque queremos divertirnos y no porque creamos en el príncipe azul.
“Yo misma me dejé tentar por la cara seductora del patriarcado, que la tiene. No es solo palos, sino también zanahorias. No es solo coacción, sino también seducción”, decía Laura Freixas, días atrás, en una entrevista de eldiario.es, a propósito de su último libro, la autobiografía A mí no me iba a pasar. Freixas, nacida en la década del 50, menciona especialmente la culpabilidad de “adoptar la solución de facilidad, muy típica entre las mujeres de una sociedad democrática y sobre todo las de clase alta. Nos tientan con una vida sin estrés, con ventajas materiales y con la trampa del amor: ‘Te vamos a querer, elogiar y proteger más si te adaptas al papel que tenemos diseñado para ti’”.
Las que vinimos después entendemos la disyuntiva entre la vida sin estrés y la vida independiente, pero casi que la primera no la conocimos. A muchas mujeres que nacimos con la pretendida liberación sexual de los 60 ya consolidada todavía nos deja un poco atónitas el que un hombre pase delante de nosotras al abrir la puerta y, sin embargo, jamás tuvimos una vida plácida (ni aburrida), porque no nos mantuvo ningún marido y, desde que tenemos uso de razón, nos tocó trabajar para sostenernos (y sostenerlos); tampoco se esperó de nosotras que fuésemos vírgenes antes del matrimonio; estudiamos y dormimos con nuestros compañeros de facultad, militamos con ellos y, si tuvimos hijos, no cambiamos solas los pañales de los bebés en común.
Desde hace varias décadas, en Occidente, hombres y mujeres nos venimos repartiendo todos los gastos del hogar a partes iguales y no está mal visto compartir (casi) todas las tareas domésticas. Sin embargo, en el frente externo –el profesional– seguimos cobrando menos. Es decir que el facilismo conyugal nos pasó de largo y la desigualdad de la vida pública nos sigue complicando la existencia. Dicho de otro modo: no llegamos a tiempo de vivir la tramposa facilidad del ama de casa amantísima, según el modelo del american way of life de la posguerra (el de las esposas de la serie Mad Men, planchadas y perfumadas, esperando al marido con la cena lista), porque hemos gozado de absoluta libertad de movimientos, la que incluye la ‘libertad’ de dejarnos explotar en el mercado laboral en la misma medida en que lo venían haciendo los hombres.
Luchamos por cosas que necesitábamos hace 50 años, decía la adorada Marguerite Yourcenar, en los primeros 80, a propósito de ciertas posiciones del feminismo liberal francés de entonces. En una entrevista sobre “la condición femenina” que circula en Youtube se puede constatar su perplejidad: “Me deja helada el sueño de igualdad de la mujer con un hombre que se levanta a las siete de la mañana para precipitarse a una oficina. ¿Queremos igualdad para tener que sostener el mismo ideal de carrera, de éxito y de dominación, o queremos un nuevo ideal humano? El trabajo no es más que la forma hipócrita del esclavismo”, decía la escritora.
Hace poco le comentaba a Lionel este desajuste, contándole una anécdota acerca de lo que suele sucedernos en el mercado laboral actual: un amigo me había comentado que no tenía tiempo para seguir escribiendo una columna de opinión cotidiana en un periódico, agregando: “pagan bien”. Acto seguido, me dio el contacto del jefe, a quien le ofrecí un texto, lo publicó y me pidió que siguiera colaborando semanalmente porque “al director le ha gustado mucho”. Entonces le pregunto qué tarifas manejan para los freelances y me contesta: “… es que no tenemos presupuesto para colaboraciones”. En este caso, se trataba de un periódico extranjero, por lo que cualquier parecido o asociación con la realidad hispanohablante corre por vuestra cuenta.
Las mujeres actuales nos ganamos el derecho de sostener económicamente una casa, de arreglar enchufes y lámparas, cambiar ruedas y jugar al rugby, incluso de enfadarnos si un caballero nos acerca la silla para que nos sentemos y, no obstante, seguimos siendo consideradas personas que no necesitan los mismos ingresos que los hombres. Nuestra identidad más ligada a la comprensión que a la fortaleza y un rol de género más flexible que el del hombre proveedor a la hora de competir (nosotras no tenemos que ponernos a prueba como machos alpha) lleva al malentendido de que podemos vivir de la emoción y el entusiasmo por las actividades que nos gustan. A propósito, El entusiasmo se llama justamente el ensayo de Remedios Zafra sobre el precariado que asuela el trabajo cultural y creativo y que, en mi modesta experiencia, afecta muy especialmente a las mujeres de esta época. A nosotras no hacía falta pagarnos como abnegadas esposas y menos habrá que pagarnos ahora que nos dejan hacer lo que nos gusta.
“¿Cuál es tu consejo para las madres que quieren convertirse en escritoras?, le preguntaron hace poco a la escritora Lorrie Moore : “Si por casualidad te enamoras de alguien que tiene algo de dinero y está dispuesto a ser el esposo sostén de una escritora, no te resistas a casarte con él”, respondió ella, y seguramente habrá escandalizado a muchas guerreras jóvenes que intentan escribir, trabajar, criar y sostenerse.
Quizá Moore es más consciente que nadie que, saltando la primera trampa de la inequidad, las mujeres caemos de lleno en la segunda, que es la solución racional –y de soledad neoliberal– a nuestra excesiva emocionalidad. Claro, para estar a la altura de los hombres, quizá tengamos que concurrir a la jungla con sus mismas armas… Freixas lo explica muy bien, en Ctxt, aludiendo a la figura del Yeti: “Un yeti es una persona fría, competitiva, ambiciosa y racional. Es el ideal que la sociedad capitalista nos ofrece, en teoría, a hombres y mujeres. Pero luego te das cuenta de que no es verdad. El yeti hombre se sostiene porque tiene una mujercita, madre amantísima y esposa adorada que está ahí para, cuando él vuelve de la batalla, prepararle un caldito. Si la mujer es el yeti, no tiene a nadie”.
Todas nos creímos alguna vez que, como guerreras (o yetis), podríamos derribar el machismo en nuestro territorio y seguir amando, porque somos tan fuertes como cualquier hombre y aunque no tenemos los mismos músculos, sí hemos desarrollado equivalentes habilidades intelectuales y también nos reconforta el descanso de los guerreros. No contábamos con que la contrapartida a nuestra solidez sería quedarnos solas, porque a los hombres suelen gustarles las esposas amantísimas que los confirman en su eterno mandado de proveedores (y protectores), y que los esperan en la cueva, sin salir al territorio de caza.
La siguiente trampa es, por tanto, la de las expectativas de género, que nos siguen haciendo desiguales. Somos vulnerables, pero no lo parecemos, por lo que la batalla de un solo hombre es la supervivencia cotidiana para las mujeres. Quizá un día el amor se despoje de las expectativas y podamos volver a encontrarnos.
Comentarios
Por Mathilda, el 25 octubre 2019
«para estar a la altura de los hombres, quizá tengamos que concurrir a la jungla con sus mismas armas… » exacto así es ni más ni menos. «El yeti hombre se sostiene porque tiene una mujercita, madre amantísima y esposa adorada que está ahí para, cuando él vuelve de la batalla, prepararle un caldito. Si la mujer es el yeti, no tiene a nadie».pues tienemos las mismas opciones, buscar un hombre que quiera ser amo de casa qué haberlos haylos. La otra opción es no ser madre echarle ovarios cómo hace muchos hombres y más los que triunfan en el capitalismo que directamente pasan de familia o las tienen disfuncionales.