Múnich: Hitler, Paul Klee, Sissi, Lili Marleen… ¡y la cerveza!

Palacio de Nymphenburg a las afueras de Múnich. Foto: Josu Bilbao.
En tiempos de vacaciones, en ‘El Asombrario’ nos gusta publicar viajes distintos, culturales, que muestren maneras más sosegadas y profundas de viajar. Hoy nos vamos a una vibrante urbe alemana, Múnich. La ciudad, conocida por la cerveza y el Oktoberfest, el nacimiento del nazismo y las olimpiadas, ofrece más de 160 lugares de interés catalogados y 52 museos, incluyendo cuatro pinacotecas imprescindibles. Habrá que pensar cómo abordar toda la desmesura a la vez que todo el raciocinio y toda la riqueza de una ciudad con nombres propios que producen vértigo, desde Hitler y Lili Marleen a Thomas Mann y Paul Klee.
El cielo está cargado de nubes que a veces dejan pasar los rayos de un sol lábil, y un aire limpio dibuja curvas entre las calles. Mucho antes de leer sobre los 160 lugares, había apuntado en mi agenda que el barrio bohemio de Schwabing era un imprescindible. Es el barrio que intelectuales y artistas frecuentaban a principios de siglo pasado, como el premio Nobel Thomas Mann, que vivió en una de sus casas; el poeta Rainer M. Rilke o el también poeta y dramaturgo judío Ernst Toller. Pero para llegar a Schwabing hay que callejear antes por la vieja ciudad.
A Múnich tal vez le costó nacer. La fundaron unos monjes benedictinos en 1158, gracias al impulso del duque de Baviera, aunque las orillas del río Isar habían estado habitadas por comunidades monacales desde el siglo VIII. Después, una sola familia reinó en Baviera: la Casa de los Wittelsbach, la dinastía que la gobernó hasta 1918, momento en que el reino fue abolido tras la Primera Guerra Mundial.
En el mercadillo de Viktuallenmarkt se venden pretzels, panecillos, bocadillos de arenques y también flores y recuerdos, y uno tiene la sensación de que no le van a engañar nunca, de que aquí no existe la picaresca a la que estamos más acostumbrados los mediterráneos. A pocos pasos de aquí, subimos a la Rathausturn, la imponente torre neogótica del ayuntamiento nuevo, desde donde la visión de la ciudad, con los edificios elevados cuyas fachadas corona un triángulo, las espectaculares torres o la ciudad olímpica, es sublime. El trazado tiene vocación de conjunto: casas de la misma altura transmiten una sensación de serena uniformidad, el triunfo de la razón en su ordenamiento. Todo Múnich está al alcance de la mano y sobrecoge ver una ciudad que ha sido reconstruida con esfuerzo, teniendo en cuenta que casi todos los edificios fueron destruidos durante las incursiones aéreas de la Segunda Guerra Mundial. Hacia el sur, la línea del horizonte aparece recortada por los picos de los majestuosos Alpes Bávaros, marcando la frontera con la vecina Austria. Debajo, un hervidero de gente alfombra el suelo de la Marienplatz, el corazón de la ciudad.
En la Kammerspiele (Teatro de Cámara), en plena calle Maximilianstrasse, una de las arterias principales, fue donde Brecht estrenó Tambores en la noche en 1922, la obra en la que, con Ana la triste y Kragler el reaparecido, el autor presenta el fracaso de una revolución, pero el triunfo del amor. La calle hoy es una de esas millas de lujo que hay en las ciudades, abarrotada de tiendas de moda y complementos; todas las tiendas caras del mundo se diría que están representadas en los escaparates que jalonan las arcadas a derecha e izquierda: Ralph Lauen, Dior, Gucci, Cartier, Zegna, Brunello Cucinelli. Se ve que se valora el diseño italiano y la tecnología suiza. He leído que en la opulenta Múnich hay más millonarios que en ninguna otra ciudad alemana si exceptuamos Hamburgo, pero, al igual que en la ciudad hanseática, apenas se hace ostentación.
En Sendlinger Strasse, impresiona la AsamKirsche (la iglesia de los Asam), construida en la primera mitad del s.XVIII, cuya fachada barroca ligeramente convexa, recargada de relieves y esculturas, contrasta con la uniformidad del resto de edificios. Dentro, la profusa decoración casi marea por los espectaculares frescos del trampantojo del techo, los estucos y la policromía. Los ricos hermanos Asam, arquitectos, pintores y escultores, intervinieron en las obras de su capilla privada donde buscaban perpetuarse en la gloria eterna, pero debido a la vehemente insistencia de los ciudadanos, pronto tuvieron que abrir la capilla al público. La muy católica Múnich sacaba el lado más beligerante de la herencia de los monjes fundadores.
Me voy acercando a la Odeonzplatz y recorro con la mirada los muros de la Residenz de los reyes de Baviera, el palacio urbano más grande de Alemania. Sus impresionantes 130 salas y habitaciones están decoradas en estilos renacentista, barroco, rococó y clasicista. Me desborda el lujo y la decoración ostentosa del interior. Al salir, una imagen de fuerte contraste me devuelve a la realidad: una anciana camina con la ayuda de un andador andrajoso, y viste casi con harapos. En cualquier otra ciudad podría formar parte de la masa de necesitados y de gente sin recursos que suelen deambular por las calles de las grandes urbes, pero en Múnich parece que fuera la única. Tampoco se ven apenas inmigrantes.

Surfistas en el canal del Eisbach, en el Englischer Garten. Foto: J.B.
Los adolescentes, de familias tan burguesas como las de Berlín o Hamburgo, no se muestran aquí belicosos en su vestimenta, no hay crestas punkis ni pantalones con chinchetas, ni los aseos de los bares están repletos de pegatinas antisistema. Parece que hubiera como una uniformidad en el vestir acordada en un pacto tácito no escrito. Es ese punto de seriedad teutona algo pesada y gris que a esta ciudad tal vez le resta cierto encanto, y quizá por ello Múnich me parece una pequeña gran ciudad que existiera solo para los muniqueses. Sin embargo, esta urbe fue uno de los centros de la cultura europea durante décadas, la avanzadilla de tendencias artísticas y literarias fundamentales.
Cerca de la Odeonplatz, que alberga una imponente Loggia a imitación de la de Florencia, nació la emperatriz Sissi en Ludwigstrasse, en la residencia de invierno de sus padres, el Duque Maximiliano y la Princesa Real Ludovica de Baviera. Múnich es el paradigma de ciudad centroeuropea de reyes y reinas, príncipes y princesas, allí donde tuvieron lugar algunas de las más famosas intrigas palaciegas decimonónicas con protagonistas que parecían sacados de los cuentos. El soberbio palacio de Nymphenburg, a las afueras, donde Sissi pasaba los veranos, o la propia Residenz que acabo de visitar, son lugares como encantados. En estos edificios y en otros muchos palacios reinó durante siglos la dinastía de los Wittelsbach, a la que perteneció Ludwig II de Baviera, apodado el Rey Loco o también el Rey de cuento de Hadas, porque fue el rey que sucumbió a los excesos y a la exageración. Ludwig II quedó prendado de la música de Richard Wagner en Múnich, y para retenerlo junto a él se dedicó a financiar al compositor romántico para desesperación de sus ministros. Los frescos de las Nibelungensäle, las salas de la Residenz decoradas con la leyenda germánica, inspiraron a Wagner la serie de cuatro óperas que componen el Anillo del Nibelungo.
Se ha hecho de noche y desciendo al metro donde nadie parece querer validar ningún billete; en muchas estaciones no hay ni siquiera máquina para adquirirlos. En el corto paseo por la avenida no hay casi luces, y en la oscuridad el perfume de los tilos embriaga hasta el desmayo. Al llegar al hotel me regalan una cerveza: es la compensación por haber colgado esta mañana en el pomo de la puerta el cartel que dice “no me hagan la habitación”; que vengan cada día me parece innecesario y a veces lo tomo como una violación de la intimidad o como una intromisión. Y aquí eso se compensa con cerveza.
Múnich es la capital de la cerveza, y sus habitantes consumen una media de 107 litros anuales del líquido dorado. Una de las cervecerías más famosas es la Hofbräuhaus, donde recalaron Mozart o Lenin, y donde Hitler comenzó, con un perturbador discurso, su fulgurante carrera hasta convertirse en el Jefe del partido nazi. Hoy congrega a cientos de turistas y locales y una orquesta anima el ambiente con músicos ataviados, al igual que algunos clientes, con los típicos trajes bávaros, los lederhosen (pantalón de piel hasta la rodilla con tirantes). Hay quien también lleva sombrero de fieltro con pluma, y se ven mujeres sirviendo con el tradicional dirndl que incluye un corpiño característico.
Las cervecerías al aire libre aquí se llaman Biergarten, y en el Englischer Garten (Jardín Inglés), uno de los mayores parques urbanos de Europa, hay varias. La animación local es hoy inusitada, parece que estuvieran celebrando uno de los 17 días que dura el Oktoberfest, la mayor fiesta cervecera del mundo, pero todavía falta un poco. Menos mal que el parque es inmenso y resulta fácil alejarse del bullicio cervecero por un momento y admirar la bella puesta de sol tras el armonioso Monopteros, el templete griego, no lejos del área nudista donde, en verano, se toma el sol, dando así cumplida cuenta de la tradición naturista del pueblo alemán.

Frescos en el techo de la Cervecería Hofbraühaus. Foto: J.B.
Sorprende la habilidad con la que un grupo de surfistas vestidos con neoprenos hacen piruetas sobre la ola creada por un escalón de piedra en mitad de la corriente del Eisbach, el canal que atraviesa el parque. Surf y playas nudistas en la capital de Baviera. Y, sin embargo, la cercanía a las cumbres de los Alpes Bávaros y sus pistas nevadas en invierno imprime en los muniqueses una profunda afición por los deportes de nieve. Son muy deportistas, me dicen. A lo mejor, la prueba es el insólito número de jóvenes que me parece ver caminando con materiales ortopédicos de ultima generación.
Me pierdo en este enorme parque verde y frondoso, pero consigo retomar la senda a la cervecería ruidosa donde la música no cesa, y las colas para servirse codillo y adquirir las jarras son interminables, mientras todos cantan las melodías tradicionales que les marca la orquesta, cuyos miembros, ataviados con lederhosen, tocan desde un kiosco elevado en medio del bosque. A mí me recuerda a una escena de la película Cabaret, de Bob Fosse, aquella en la que, sentados en mesas corridas, un grupo de jóvenes con esvásticas, miembros del recién creado Partido Nacional Socialista, cantan Tomorrow belongs to me. La esperanza de todo un pueblo depositada sobre los hombros de un loco. Nos suena muy actual, ¿no?
Hitler quiso convertir Múnich en la capital del nazismo, y aquí empezó su carrera política en el partido, liderando en 1923 la revuelta del Putsch para intentar derrocar al gobierno central, que fracasó y acabó con Hitler entre rejas. Sin embargo, su ascenso era ya imparable y cuando se autoproclamó führer concedió a la ciudad un estatus especial como “capital del movimiento”. En Dachau, a 23 kilómetros, construyó el primer campo de concentración de Alemania. Berlín era la cabeza del Gobierno nazi, pero su corazón estaba en Baviera. Casi se escuchan las botas brillantes golpeando el suelo en los agresivos y arrogantes desfiles que el Tercer Reich celebraba en la Königsplatz, el centro más nazi de la urbe. Pocas cosas producen más sensación de orden que un ejército en pleno desfile, tan ordenado que no parece ni humano.
Uno de los edificios neoclásicos que rodean la Königsplatz hoy lo ocupa la Glypothek, un espectacular museo de esculturas clásicas griegas y romanas donde uno se pierde entre relieves de batallas memorables y estupendas estatuas alegóricas, como La Vieja borracha o, sobre todo, el imponente Fauno de Barberini, una ofrenda romana a algún templo de Dionisos. En esta céntrica plaza hubo además dos Templos de Honor que los nazis usaban para venerar a sus muertos, pero aquellos edificios fueron demolidos y la monumental puerta del Propileo dórico hoy es simplemente decorativa.
La ciudad fue sede de los Juegos Olímpicos en 1972 y de aquella celebración conserva un fabuloso estadio. El conjunto parece un parque de atracciones donde venden hasta churros con chocolate. Las colinas que jalonan esta sede olímpica se construyeron sobre montones de escombros y residuos procedentes de la destrucción de la 2ª Guerra Mundial que se habían ido acumulando a las afueras de la ciudad. Las colinas son hoy jorobas verdes que componen un extenso parque lleno de lagos con cisnes a cuyas orillas se tumban muchos paseantes bajo un sol más que generoso. Aquellas fastuosas olimpiadas del 72 terminaron en tragedia cuando un grupo palestino secuestró y asesinó a 11 atletas israelíes, muriendo además cinco de los terroristas y un policía alemán. Al volver al centro, encuentro a un grupo de mujeres de mediana edad que recogen apoyos contra la ocupación israelí de Palestina, en una mesas improvisadas al lado del Viktuallenmarkt. Nos dicen que se llaman “Black women for Palestina” y nos entregan un folleto en español. Un activismo inusual en este país donde las demostraciones de apoyo a los palestinos se están reprimiendo con brutalidad.

Max-Joseph Platz, frente al palacio de la Residenz. Foto: J.B.
Tocaba el turno al barrio de Schawbing, donde he leído que hoy lo habitan otros creadores como la cineasta Doris Dorrië (Hombres, hombres, 1985) o el escritor Patrick Süskind (El perfume, 153 millones de ejemplares vendidos) y, muy cerca, en el cementerio de Bogenhausen, está enterrado el director de cine Fassbinder. En las primeras décadas del siglo XX, los intelectuales se reunían en los cafés de este barrio, como el cabaret Alter Simpl, abreviatura de Simplicisimus, la revista satírica donde Mann o Rilke escribían con frecuencia. Ese antiguo cabaret es hoy un restaurante con solera y sentarte entre sus viejas paredes cubiertas de madera que exhiben fotos antiguas y carteles originales es como recuperar un pasado brillante de cantantes y artistas rompedores. Axel, el camarero simpático, cercano a los 70 años, nos dice que fue aquí donde por primera vez se cantó la popular Lili Marleen, a la que dio voz una intérprete habitual del café, y asegura que aquel original quedó muy transformado hasta lo que luego terminó siendo: un himno militar o una marcha deportiva que cantaban también en español los voluntarios de la División Azul.
Axel nos ofrece una copa de vino blanco Rieslig que se cultiva en las laderas del Rin y que acompañamos con unas patatas cocidas al limón y un plato de pasta con jamón y huevo; todo es contundente en la cocina bávara. Poder fotografiar las imágenes antiguas que cuelgan de las paredes es como dar vida a los protagonistas de las instantáneas, clientes y artistas del cabaret; como conservar las conversaciones detenidas en sus gestos. Entre las fotos observo las del actor, cantante y humorista Karl Valentin, que tanto influyó en autores como Bertolt Brecht.
Veo el barrio tan transformado y me decepciona un poco, sobre todo porque lo bohemio se concentraba aquí y la ciudad restallaba como centro de creación y de arte alternativos. En un antiguo castillo rodeado de jardines dicen que el pintor Paul Klee celebraba exuberantes festivales artísticos. En otra calle, allí donde las guías sitúan lo que debió de ser la casa del pintor, ahora hay una iglesia de la cienciología. Klee fundó aquí en Múnich, junto con Kandinsky, el grupo artístico Der Blaue Reiter en 1912, foco sureño del expresionismo alemán. Muchas de las obras de ambos pintores están hoy en la espectacular galería Lenbachhaus, un lugar mágico que ocupa un edificio monumento histórico artístico y cuyo jardín es de ensueño. La que sí sigue en pie es la casa en Rambergstr, donde vivió Thomas Mann entre 1894 y 1898, desde donde decía (la cita aparece en su relato largo Gladius Dei) que veía una Múnich “bella y apacible”. La calle aparece en su obra Doctor Faustus, en la que el doctor vende su alma al demonio Mefistófeles como metáfora de la venta del alma alemana al nazismo, a cambio de un corto periodo de gloria.
No puedo marcharme de esta ciudad sin visitar la Alte Pinakothek, la Pinacotea antigua, donde hay obras de Durero, Lucas Cranach y Rubens, pero también de la pintura italiana en todos sus periodos, de Murillo, Velázquez o Zurbarán, y los primitivos flamencos y los barrocos, que con sus paisajes me trasladan siempre al momento que pintan, a la vejez que dibujan o la desesperación que describen. Parece que todo el arte se detiene en lugares así sin dar tregua al visitante que, desconcertado, no acierta a enfocar, como si sufriera el síndrome del Stendhal.
El último día caemos en la tentación de visitar los baños públicos de Müllersches Volksbad, un bellísimo spa al lado del río Isar, un lugar para soñar en la Belle Epoque, donde poder hundir el cuerpo en sus aguas termales, en cualquiera de sus piscinas y en sus saunas, para admirar este magnífico edificio de 1901 de estilo modernista, ricamente ornamentado y con mobiliario fiel al original.
Llueve hoy sobre Múnich y hace frío, las calles están solitarias y despejadas, como en la escena de Tambores en la noche,de Bertolt Brecht. Igual que en la obra, tampoco sirve de nada saber la hora del día, el metro casi no funcionaba y el tren al aeropuerto, ahora que hemos llegado por fin a la estación, no transita. Es como si Múnich, esta pequeña gran ciudad, quisiera retenernos a un par de turistas cansados y desorientados en la confusión de la falta de transporte y el caos. Nos acercamos a otro grupo de viajeros sin certezas y comprobamos aliviados que, por fin, se acerca un vagón solitario. Será el que finalmente nos transporte al avión, ya en la noche de Múnich, para mirar desde el cielo la tierra bávara encendida de pequeños puntos de luz.
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