Museos: conectar con la ciudadanía o caer en el elitismo esnob

Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid.

Semanas atrás escuché al director de uno de nuestros museos nacionales comentar que uno de los retos que tienen las instituciones dedicadas al arte de las últimas décadas es acercar al conjunto de la sociedad el amplio catálogo de obras que no son estrictamente figurativas y con una factura técnica considerable como excelente. La respuesta nunca es fácil, pero la clave, sin duda alguna, pasa por tener en cuenta al conjunto de su potencial audiencia y no solo a la actual: Quiénes y cómo son, cuán diversos y heterogéneos son esos públicos, y adaptarse a las posibilidades, necesidades y requerimientos de todos ellos.

Punto de partida: ¿qué supone ser un museo? Si nos atenemos a su máxima entidad sectorial, el ICOM o Consejo Internacional de los Museos, y tras el largo debate que mantuvo al respecto, en agosto de 2022 llegó a esta definición: “Una institución sin ánimo de lucro, permanente y al servicio de la sociedad, que investiga, colecciona, conserva, interpreta y exhibe el patrimonio material e inmaterial. Abiertos al público, accesibles e inclusivos, los museos fomentan la diversidad y la sostenibilidad. Con la participación de las comunidades, los museos operan y comunican ética y profesionalmente, ofreciendo experiencias variadas para la educación, el disfrute, la reflexión y el intercambio de conocimientos”.

Destaco los términos fundamentales: abiertos al público, participación de las comunidades, comunican ética y profesionalmente y experiencias variadas. Un espíritu que podemos encontrar en los estatutos de dos de nuestros buques insignia, el Museo Nacional del Prado (aprobado en 2004) y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (en 2013). Ahora bien, ¿lo hacen correctamente? ¿Y qué sucede con el resto de museos y agentes del mundo de las artes plásticas (centros de arte, galerías, ferias…)?

Distancia histórica

Si miramos atrás, la distancia entre el arte y buena parte de la sociedad, por no decir su mayoría, no es algo nuevo. Ha estado siempre ahí. Durante siglos fue debido a cuestiones de clase, solo los pudientes (nobleza, burguesía y clero) disfrutaban del placer estético de pinturas, esculturas, grabados y demás por ser quienes los poseían. Posteriormente, y a pesar de la generalización de la educación obligatoria en la segunda mitad del siglo XIX, al menos sobre el papel en nuestro país, esta no consideraba la formación de una mirada con que relacionarse con el contenido de los museos que comenzaban a surgir como materialización de corrientes como la del nacionalismo e hitos como la desamortización de Mendizábal. Las creaciones artísticas seguían siendo consideradas como objetos casi divinos con unas reglas definidas por quienes los encargaban y compraban bajo el amparo de la ortodoxia académica.

Llegado el siglo XX, las vanguardias pusieron patas arriba esa base poniendo sobre la mesa otras inspiraciones, procedimientos y resultados finales. Mediada la centuria, la creación se acercó al común de los mortales con la generación de un mercado cuyas principales materializaciones fueron las galerías de arte (con ánimo comercial y, en ocasiones, innovador), acontecimientos como ferias y bienales (con intención gremial y, a veces, especulativa), la atención (entre interesante e interesada a partes iguales) de los proliferantes medios de comunicación y la conversión de los museos en emblemas del turismo de masas (con exposiciones temporales y grandes inversiones en marketing) y la imagen de marca de sus ciudades y países (pensando más en atraer consumidores que en dialogar con sus vecinos).

Un proceso de democratización, capitalización o vulgarización (término a concretar según el enfoque a considerar) que se complejiza durante los años 50 y 60 con la puesta en duda del status quo definido tras el fin de la II Guerra Mundial. El inconformismo con lo establecido, la exigencia de debate y la búsqueda de un nuevo orden por construir llegó también al campo del arte. Se dio por muerta la figuración y entraron en las coordenadas plásticas nuevos intermediarios (comisarios, filósofos, críticos…) dedicados a dotar de discurso, palabras, a lo creado con lenguajes carentes del poder comunicador de estas. Y ahí es donde surgió o se acrecentó la falla que separa a muchos artistas y sus creaciones de sus potenciales observadores, así como a las instituciones encargadas de acercarlos de sus potenciales usuarios y visitantes.

Llegados a este punto de la historia, muchos artistas ya no combinan técnica –dibujo, color, perspectiva, composición, volúmenes…– e intención –qué contar– siguiendo el canon, sino que dan prioridad a su ánimo por experimentar e ir más allá de lo establecido. Un propósito de interrogación, búsqueda y experimentación que va por delante del camino que transita el común del público, no precisamente educado –ni formalmente a través del sistema ni informalmente a través de la política o lo mediático– en la autocrítica ni en salirse de lo establecido.

Una distancia necesitada de puentes que la salven, pero que demasiados mediadores convirtieron en una posición en la que hacerse fuertes a través de discursos de confusa retórica, compleja argumentación y enrevesada teorización que dieron como resultado un alejamiento de quienes se interesaban o podrían hacerlo por propuestas que, seguro, tenían puntos en común con ellos.

Y no hay nada peor que hacer sentir inferior, insuficiente o incapaz a quien se te acerca con naturalidad o timidez para que no solo no vuelva a ti, sino que te considere como alguien atrincherado en la burbuja de su esnobismo elitista. Una confrontación acrecentada por el devenir del individualismo, la especulación y la espectacularización que ha traído consigo el neoliberalismo y se ha visto multiplicada exponencialmente con la globalización de internet y la parasitación de las redes sociales con consecuencias como el vaciamiento de las redacciones de muchos medios y el adelgazamiento, o desaparición, de sus secciones de cultura.

Una dinámica en la que actores públicos, espacios para el arte y creadores no siempre buscan el largo plazo de la construcción social sino la viralidad de ser protagonistas, elegidos o comprados cueste lo que cueste, manteniendo entre sí una relación tan necesitada como a veces viciada y excluyente.

¿Cómo hacer?

Las instituciones y entidades culturales dedicadas a las artes plásticas saben que han de hacerlo mejor. Debieran ir más allá de su estrategia y actuación científica y académica, salir de su zona de confort y ser más imaginativos en dos de sus áreas de trabajo: la museografía y la comunicación. Añádase, en el caso de las entidades públicas, prorrogarse extramuros de su ubicación física para llegar al conjunto de la ciudadanía.

Se han dado pasos en este sentido aprovechando las posibilidades del medio digital (webs interactivas, redes sociales) y la generalización del lenguaje audiovisual de alta calidad, pero no es suficiente. Faltan iniciativas con las que llevar a los museos allí donde están los que no pueden ir a sus sedes. Faltan propuestas en las que los museos hablen el lenguaje de los que no están habituados a su léxico. Faltan acciones en las que los museos se adapten a quienes no les conocen, en lugar de obviar a quienes no acuden a ellos, y consideren enfoques basados en la escucha, la empatía y la emoción.

Se han puesto en marcha fórmulas exitosas, como El Prado en las calles, con la que habitantes de diversas ciudades han podido ver reproducciones de algunas de sus obras maestras; Museo situado, con la que el Reina Sofía ejerce como un vecino más del barrio de Lavapiés; Fuera de reservas, con la que el MACBA instala y expone obras en un colegio y un instituto, o la labor de la Fundación (H)Arte que organiza muestras –con originales y reproducciones– en hospitales para colaborar en la mejora y el bienestar de sus pacientes. Pero no dejan de ser actuaciones puntuales y, por tanto, insuficientes por lo limitado de su alcance.

Ahora bien, hay que ser positivos y tomar estas iniciativas como ejemplos que seguir, desarrollar y ampliar. Una trayectoria de la que no son solo responsables los museos, sino también el resto de agentes públicos (ayuntamientos, diputaciones, universidades…), que debieran considerar la cultura y la relación arte-ciudadano como algo más que un asunto testimonial, ya sea como elemento instrumental del turismo o bajo filtros como el del espectador pasivo.

De igual manera, el Estado y las Comunidades Autónomas debieran aspirar a formar ciudadanos con espíritu crítico. Sin embargo, reforma tras reforma educativa, vemos cómo se arrincona o elimina cuanto tiene que ver con las humanidades. La pretensión es formar trabajadores destinados a un engranaje económico y empresarial en el que vales en función del precio de mercado de lo que generas y le es mucho más fácil innovar a quien cuenta con refrendo financiero.

Otro punto importante sería que los medios de comunicación priorizaran la ética periodística como medio para sostener su cuenta de resultados, poder de influencia y reconocimiento social. Los enfoques sensacionalistas centrados en lo cuantitativo (números de visitantes, precios de adjudicación en subastas…) o en lo falsamente cualitativo (el coleccionismo como algo esnob, o confundir el valor estético con la función decorativa) no ayudan a generar una imagen de la expresión y creación artística como elemento con el que fomentar el desarrollo personal, el diálogo colectivo y la creatividad como una habilidad transversal.

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