“Necesitamos un teatro comprometido para compensar el anestesiado general”

Rafael Ruiz Pleguezuelos, premio Francisco Nieva de Textos Breves Teatrales.

Hablamos con Rafael Ruiz Pleguezuelos (Granada, 1974) (premio Francisco Nieva de Textos Breves Teatrales, 2016), a propósito del libro que recoge los textos de sus obras ‘Trenes que pasan’, ‘La hora azul’ y ‘La verdad del instante’ (editorial Villa de Indianos). “Conozco bien los barrios trabajadores, porque me he criado en uno”… “Necesitamos un buen teatro comprometido para compensar el anestesiado general de la mala política y la cobertura rutinaria e insensible de algunos medios de comunicación”.

Rafael, en todas sus obras queda claro que lo político sigue siendo muy necesario en la dramaturgia patria. En ellas hay veladas pinceladas, pero también gritos feroces como son el caso de los textos de ‘Trenes que pasan’ o ‘La hora azul’. Convendrá conmigo en que el dramaturgo es el mejor representante que puede tener la palabra, aquel que saca del texto y del contexto lo superfluo, aquel que pule la piedra que provocará la herida. ¿Sus textos se levantan desde esa conciencia de lo social o son vehículos para contar la realidad siempre tan contaminada por el absentismo de la clase política en los asuntos sociales?

Efectivamente. Ya decía García Lorca que el teatro que no recoge el llanto de su gente no merece llamarse así. La historia del género siempre ha ido unida a la conciencia social, y es el lado del arte que más me interesa. A principios del siglo XX, bastaba con despreciar ese teatro burgués autocomplaciente, de salón, que no se planteaba nada y evitaba el cambio social. Pero en el siglo XXI el dramaturgo tampoco debe sucumbir a otra tentación: la del teatro panfletario, domesticado, que simplemente obedece a la moda política del momento y que plantea situaciones rotundamente previsibles. Un teatro que parece social pero no lo es, porque no hace más que abundar en lo ya conseguido o la consigna de digestión rápida y recepción asegurada. El teatro con función verdadera es aquel que apunta hacia lo que aún está lejos, lo que queda pendiente…

El lector empatiza con sus textos de manera inmediata, da igual que muestren la realidad o que se encuadre en un contexto histórico que podría resultarnos ajeno. ‘Camino de carnaval’ es un texto deslumbrante. El personaje de la madre conmueve y asusta a partes iguales cuando derrama su estruendosa filosofía de frases escalofriantes. ¿Le resulta sencillo abstraerse del momento actual para escribir textos como este? Un texto que otorga a la mujer un poder lingüístico y activo espectral y luminoso. Un texto con un altísimo eco feminista que, sin embargo, presenta tres monstruos turbulentos y opacos. ¿Necesita esa brutal paradoja para obtener el resultado que muestra el texto final? ¿Por qué la fantasía para hablar de algo tan concreto como la salida al ámbito universitario?

Me alegra mucho que le guste Camino de Carnaval, porque es una obra que me tiene cautivado, años después de que acabara su escritura. Es un misterio fascinante, que seduce inmediatamente al lector… ¡Y a mí me atrapó como escritor! Intenté, efectivamente, hacer un texto de mucha carga feminista…, pero para no andar el camino fácil lo trabajé desde una dislocación casi total de la realidad, creando esos personajes que son ejemplares, a la vez que malvados, sorprendentes, turbios… Quise construir una reivindicación desde la sorpresa y la extrañeza, y modestamente creo que la cuestión funcionó. Es un texto muy especial.

Me apasionaba la idea de escribir sobre la incorporación de las primeras mujeres a la universidad española, tema sobre el que se había escrito muy poco. Me planteé que tuviera mucha fuerza reivindicativa, pero que también resultase especial en escena, extraño, imprevisible… El lector/espectador de Camino de Carnaval siente que todo le encaja en su interior, a pesar de que nada sucede como debería, y esa es una sensación única.

En cuanto al uso de la fantasía, tiene que ver de nuevo con mi interés por ofrecer un teatro social distinto. Parece que la reivindicación solamente puede hacerse desde el realismo o naturalismo. Tenemos la impresión de que lo canónico, si quieres defender una idea, es hacer un realismo extremo, pero en muchos de mis textos planteo una variante… ¿Y si la magia también ayuda? ¿Y si la fantasía puede ser igualmente poderosa para que el lector/espectador gane en conciencia?

Hay ecos de Buero Vallejo, de Shakespeare, Pinter, incluso de Miller en sus obras. Aunque todos los que amamos el teatro somos hijos de su pragmatismo y su vehemencia. Por fortuna, no es usted un imitador, sino un continuador de la profundidad de sus temas. Si Pinter hubiese leído ‘La hora azul’ estaría muy orgulloso de usted, de la radicalidad de sus reflexiones, de la verdad que esa metáfora lleva implícita. Hay pensamientos capaces de retratar sin lugar a réplica el fracaso del siglo XXI. ¿No le tembló la mano a la hora de escribir frases como estas?:

“Si rompes los papeles no eres nadie. Si mantienes tus papeles no eres nadie”

“Es como si hubiéramos nacido solo para cruzar un mar”

Frases que condenan a la humanidad a ser nombrada como una bárbara a la que no le tiembla la copa en la mano cuando las olas del mar que ve desde su hotel de lujo con todo incluido mecen el cadáver de un inmigrante. ¿Por qué escribir ese breve texto si todo parece estar perdido? ¿Por darle voz a quien no la tiene? ¿Por no ser cómplice de esa atrocidad o simplemente porque el dramaturgo es un altavoz infalible?

Es que no pienso que todo esté perdido. Soy optimista, siempre. Mantengo la esperanza en la educación, y ahí me temo que estamos fallando. La batalla por crear conciencia en los jóvenes se está perdiendo en gran medida por la radicalización del panorama político y los populismos, que están dividiéndonos de una manera boba e irreflexiva. El arte puede hacer mucho al respecto, porque si está bien escrito llega al corazón, nos toca el alma, nos desgarra por dentro… He visto gente llorar cuando mi protagonista habla a la Luna y rompe sus papeles para ser nadie. Cuando se insinúa su muerte en el paso del Estrecho. Seguramente, esas personas que asistieron a la representación de La hora azul, sensibles, no hubieran llorado si simplemente hubieran leído la noticia de que un subsahariano ha muerto intentando llegar a Europa. Ese es el valor del arte y su necesidad: que llega mucho más lejos que la información, nos remueve más que la noticia, porque cuando el actor nos interpela, nuestra vida está en sus manos… Necesitamos un buen teatro comprometido para compensar el anestesiado general de la mala política y la cobertura rutinaria e insensible de algunos medios de comunicación.

Tienen algunos de sus textos, los que pertenecen a la tercera parte, ‘La brevedad del instante’, esa brevedad que el diálogo le brinda a lo terrible. En ella toca temas como el atroz infantilismo de los hombres. Temas que acogen a la humanidad en un nido de violencias que no los llevarán a ninguna parte. Son textos de pocas páginas, pero no dudan en golpear con dureza a la sociedad y sus parásitos. ¿Era necesaria esa ligereza formal para imprimir el ímpetu temático con que los alimenta?

El microteatro es muy poderoso para acercarnos a cuestiones importantes, porque su desarrollo inmediato no nos deja escapatoria. El mensaje llega seguro y lo hace rápido, porque prescinde de todo el armazón narrativo de las obras largas, y es un dardo al corazón del espectador. Lo que me fascina del teatro breve es precisamente eso, que se puede conseguir una respuesta muy profunda en el espectador en apenas unos minutos de representación.

Rafael, sus textos son puro dinamismo, rematan con destreza las imágenes que los diálogos plantean. Es usted un dramaturgo férreo que no usa palabra inútiles. Sus palabras arden en cada obra, desenmascara al neoliberalismo, hace hincapié en la idiosincrasia de los barrios, en el olvido sistemático de sus necesidades, habla de la gentrificación y sobre todo habla del desamparo, pero lo hace desde una liviandad formal que se agradece y se disfruta, que dinamiza el caos hasta convertirlo en algo jugoso, atractivo. Me gustaría decirle que su musa es la realidad y, sin embargo, se mueve usted como pez en el agua dentro de ese mar límpido que es la imaginación. ¿La alternancia de ambos estados mentales es siempre piedra de toque en sus libros?

Conozco bien los barrios trabajadores, porque me he criado en uno. Mucho de lo que ocurre en Trenes que pasan está tomado directamente del Zaidín granadino. Lo que yo me he planteado artísticamente es algo que tiene mucho de romántico, y que está relacionado con ese aburrimiento del realismo naturalista al que antes me refería; los pobres también necesitan la magia, tienen derecho a ella. Les tienen que ocurrir cosas increíbles, porque al espectador le agradará que alguien que sufre sea testigo de algo prodigioso. Eso lo sabía bien Dickens, que aderezó su realismo con esa magia de conejos en la chistera que de pronto cambiaba el futuro de un personaje. Así que me encanta proponer cambios mágicos, fantásticos, en escenarios puramente realistas.

Para acabar, me gustaría darle las gracias por haber construido un personaje como Anita, un personaje que enamora, que es biografía parlante de un país, eje irrompible del costumbrismo más exacto, pero sobre todo me gustaría darle las gracias por haberle dado vida a Fernando, ese Quijote ahíto de venturoso cinismo, el antihéroe capaz de devolverle la luz a la vapuleada estirpe del proletariado. ¿Cuántas veces le han felicitado por la corpulencia moral y estética de este personaje?

Anita es una maravilla. Un regalo para una actriz de teatro por encima de los 40. Tiene todo para enamorar al espectador: la inteligencia, el desparpajo, la claridad, la gracia… y un pasado que es una condena, del que tiene que salir para no consumirse.

Fernando es ese listo de barrio que todos conocemos. El filósofo de bar, el cuñao que va dando lecciones que no sabe aplicar a su propia vida. Pero tampoco quería hacer un perfil maniqueo, demonizador o ridiculizador, así que le añadí esa parte humana y especial que se vislumbra al final de la obra.

La verdad es que sí, que mucha gente me ha felicitado por la construcción de personajes en Trenes que pasan. Sobre todo por lo que comenta usted, la capacidad para contener humor y chispa al tiempo que se transita un drama intenso, desgarrador.

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