“Los niños de los demás, siempre, por todas partes”…
Contradecir el sólido engranaje de un título, con una prosa limpia y desprejuiciada, es un ejercicio de osadía a tener en cuenta cuando se comienza la escritura de un libro. También es un ejercicio de osadía extrema escribir una primera frase capaz de aniquilar cualquier artificio que quiera arruinar el texto, sobre todo si se hace de la manera tan inteligente en que Marie Aubert (Oslo, 1979) lo ha hecho en ‘Adultos’, su primera novela: “Los niños de los demás, siempre, por todas partes”.
Sobre esta sentencia, que es la que abre la narración, yace el titilante tuétano de toda la historia. Los deseos, los fracasos, lo ininteligible, lo inesperado y lo trágico que alberga.
Adultos es la caída en el infierno de un personaje literario más luminosa que yo he leído. Es la catarsis de una mujer que sabe que ha perdido todas las batallas a las que ha sido convocada y, sin embargo, no se refugia en el dolor, sino que avanza hacia lo primitivo, hacia lo primigenio, hacia ese combate liberador que siempre ofrece recordar a la niña que se ha sido.
Adultos es un alarde de pródigo cinismo que va recolocando sin ambages una de las etapas más duras que una mujer puede habitar:
“Me abrazo a mí misma, tengo la piel como marchita, seca, el cuerpo no es nada y ya nadie quiere nada conmigo, como si hubiera dejado de existir”.
En apariencia es una novela sencilla, aunque debo decir que me ha recordado en algunos instantes al hiriente y al mismo tiempo aséptico universo de Ingmar Bergman, a sus mujeres, a esos enigmas emocionales que parecen ofrecer y que, al final, quedan resueltos de manera magistral.
Ida, la protagonista de esta historia, es una bomba de racimo que todos observan, que conocen y estudian y que, sin embargo, y a pesar de lo que contiene su corazón, manosean sin cuidado alguno.
Ida y la elegante radicalidad de su descontento hacen de Adultos un minucioso mosaico de la edad adulta de una mujer que para la sociedad y sus normas tácitas es tan solo un pintoresco agujero negro. Un coladero de dañinos y castradores comentarios. Una mujer que se ve obligada a autolesionarse el alma en cada página:
“Yo en cambio sigo igual que hace cinco o diez años, un piso un poco más grande, un sueldo un poco mejor. Tengo la piel más apagada, cada tres meses me gasto mil coronas en camuflarme las canas en la peluquería. Duermo sola y me despierto sola, estoy sola… No me quejo, no hay que ser quejica. Pero la soledad es un círculo que o deja de crecer a no ser que aparezca un novio, si no aparece alguien con quien usar los óvulos congelados me voy a pasar los próximos treinta años exactamente igual que ahora, de aquí hasta el final”
Ida desea todas las vidas con las que se cruza en este periplo agónico y a ratos letal: la vida de su hermana, la de la pequeña hijastra de su hermana, la de su madre; y las desea porque sabe que la suya está en punto muerto. Ida cree que lo ha perdido todo, que es tan solo la insulsa protagonista de una fábula incómoda, de un diario con las manos muy frías.
Por eso Ida inventa, salta obstáculos fabricados por su desidia, se deja aconsejar por la bebida, por su deseo, a ratos por la mezquindad y ve en su hermana Marthe el rostro de una Gorgona de aviesas intenciones, un espejo que engulle su presente como engulle la elástica mandíbula de boa a una presa descuidada.
Ida siente que a los 40 ya no hay sueños por cumplir, solo estigmas, quizás por eso no repara a la hora de exponer sobre las páginas que protagoniza ese catálogo de obscenidades léxicas con que le llena la boca y la memoria la soledad que no desea, la soledad que satura de caprichos y errores no forzados su destino:
“Otro refunfuña un poco, de buenas maneras, mientras me esfuerzo por pegarme todo lo posible a él. Noto que la polla se encoge contra mi culo y no consigo dormirme en el aire cargado de follar. Me quedo un buen rato en el baño, con el culo escocido y los sobacos oliendo a sudor, tengo la entrepierna pegajosa y dolorida, huele mal, a goma y a deseo reseco”.
Ida pelea por dejar de ser la niña buena que deletrea a voz en grito su biografía; si no puede ser madre, será una María Magdalena nórdica sin derecho a redención.
Ida es la arquitecta que se deconstruye porque en este libro el azar es un hombre muerto.
Toda la novela es una ensoñación inducida por los deberes sociales que debe cumplir una mujer antes de llegar a una determinada edad, y por los derechos no adquiridos de una hija en el corazón de una madre. La historia de Ida se balancea entre esos dos extremos que aplastan la verdad que no consigue habitar. Esa verdad que muere frente a ella veinticuatro horas al día:
“Estas son las cosas que sabemos las hermanas, pienso, cómo hacernos daño, cómo suenan nuestros pasos, a través de la casa en la noche, por la gravilla junto a la cabaña”.
“Esto casi me rompe, el dolor que tiene a sonrisa, la mirada de mi hermana. Sacudo la cabeza. Se me abre un agujero dentro, lo he hecho todo mal, igual que durante la cena. Un creciente abismo me va invadiendo, tengo la sensación de mirar el interior de algo grande y negro, algo que me devuelve la mirada”.
Ida sueña que los hombres la quieren, que la desean, que sus óvulos son plusmarquistas genéticos, y que alguna vez ocupará su lugar en el mundo. Sin embargo, es un apátrida con un patrimonio inmobiliario divinamente distribuido:
“Ahora pone cara de buena, claro, ahora que le he dado la cabaña, ahora que le he dado el sendero a la playa y la vieja casita de juegos y la hamaca entre los pinos. Ya me está doliendo. Tomo aire profundamente por la nariz un par de veces, me sobrepongo”.
Ida es el animal herido que contradice todas las leyes y malogra así cualquier posibilidad de supervivencia. Pero también es un animal narrativo desbordante que nos ofrece un suculento viaje hacia la soledad lleno de pequeñas y no tan pequeñas debacles existenciales. Por eso no dejen de leer este categórico arbitraje emocional que nos ofrece Marie Aubert en su vivaz novela; no dejen de sumergirse en su ordenada infraestructura porque Ida, su protagonista, es la poderosa constatación de que estamos condenados a ser para siempre falsos adultos, a asumir que el niño o la niña que fuimos es quien sincroniza la carne y la memoria de un ser humano desde que nace hasta que muere. Porque Ida, su protagonista, es el férreo epílogo que nos enseña que la familia es en demasiadas ocasiones la caverna que espera nuestro sacrificio.
‘Adultos’. Marie Aubert. Traducción de Cristina Gómez-Baggethum. Nórdica. 160 páginas.
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