“No está la noche para rondas; te llevaré a la posada”
“A esa hora las calles deberían estar llenas con voces de mercado, con gritos de niños que juegan; sin embargo, era un lugar silencioso”. Sombrío relato para nuestra serie ‘El viaje de las heroínas’, en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado.
POR CARMEN DORADO VEDIA
Cuando llegué a Ulm, una niebla violácea, procedente del Danubio, abrazaba la ciudad. Apenas pude distinguir las agujas de la catedral, cuando el carillón entonó su letanía. Con la inseguridad de la extranjera, caminé por la calle principal, me dijeron que por allí encontraría hospedaje. Varias veces me perdí. Hacía frío, la noche chorreaba incertidumbre y yo estaba exhausta. Me senté en las escaleras de la iglesia cuando vi una sombra aproximarse. No tenía fuerzas para huir y, cuando la tuve frente a mí, la sombra se retiró el pañuelo y vi que era una mujer de mejillas hundidas y con el labio inferior tan prominente que parecía almacenar el agua destilada por la noche. Era ciega; sin embargo, parecía mirar dentro de mí, como si adivinase a qué había venido.
“No está la noche para rondas”, me dijo. “Ven conmigo, te llevaré a la posada”.
La observé deslizarse por el empedrado y caminé tras ella. No hablamos nada hasta llegar a una casa de paredes desconchadas.
“Aquí es”. Empujó una puerta de madera maciza y me introdujo en un vestíbulo mal iluminado. Al fondo, una escalera estrecha unía la planta baja con las habitaciones.
Me pidió el pasaporte y mis monedas. “Aquí no los necesitas”. Y sin más me señaló una puerta.
Era una habitación pequeña y mal ventilada. Abrí la ventana, pero el viento era tan frío que tuve que cerrarla. Deshice el equipaje, me tumbé en la cama y me dormí. Soñé con mis padres cuando aún vivían, los soñé riendo.
Un golpe me despertó. Aún no había amanecido, pero la habitación tenía una luz ajena que se colaba por la rendija de la puerta. Me asomé al pasillo, allí no había nadie. Un lucernario proyectaba en el suelo sombras de colores. Volví a la habitación y me aseé. Al bajar a la calle, el sol del invierno daba forma a los edificios.
Decidí pasear.
A esa hora las calles deberían estar llenas con voces de mercado, con gritos de niños que juegan; sin embargo, era un lugar silencioso. Escuché mis pisadas en el empedrado repetidas por el eco. Miré las casas de puertas astilladas, invadidas de suciedad y abandono. En una bocacalle vi una figura cubierta con una capa portando una lámpara de aceite. Su caminar me recordó la noche anterior. Decidí seguirla. A escasos metros de la catedral se detuvo y me encaró. “¿Por qué me sigues?”. En su pregunta no vi sorpresa, parecía que me hubiera estado esperando.
“¿Qué pasa? ¿Por qué no hay gente en las calles?”, le pregunté.
“A su tiempo lo sabrás”, fue su respuesta. Se apresuró y entró en la iglesia.
Comenzó a caer una lluvia sin fuerza y regresé a la posada. Nadie me vio y nadie salió a recibirme. Subí a la habitación. Me senté a la mesa y comí el bocadillo que había preparado antes de partir.
Habría transcurrido un instante, o una hora, cuando un ruido me despertó. Cogí el abrigo y me asomé por la ventana. El aire estaba impregnado de un olor desconocido.
Bajé a la calle y avancé orientada por el estruendo de caballos y ruedas sobre los adoquines. Risas, cantos, blasfemias. De nuevo era noche cerrada y a esas horas en cualquier ciudad, solo se mantienen despiertas dos clases de personas: las que rezan y las que pecan. Sin embargo, me estremeció comprobar que en ese lugar la bruma de la medianoche estuviera llena de risas.
La luz plateada de la luna se escondió tras las nubes y por un instante cielo y tierra se fundieron en un gris pizarra.
Al volver una esquina, los vi. Vi las antorchas que llevaban en las manos, las mismas que, dejando vetas en el aire, entrecruzaban las sombras proyectándolas en las paredes.
Poco a poco se desvaneció la niebla y, como si alguien hubiese descorrido una cortina, la luz de la luna se derramó sobre los parterres que en esos momentos eran un cementerio de rosas. Al son de tambores pude ver que la anciana se había convertido en una joven vestida de oro y que, rodeada de caballeros, avanzaban sin prisa.
Tras ella, mis padres me tendían sus manos invitándome a seguirlos. Y en ese momento la frágil tela que separa la vida de la muerte se rasgó.
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Comentarios
Por José Luis Lejárraga, el 20 agosto 2022
Buen relato Carmen.
Por Matilde Tricarico, el 22 agosto 2022
Muy bueno,Carmen,me ha gustado mucho