No hay túnel ni luz al final, sino el Metro

Foto: GoodFon.

“La caída se me hizo larga para un tercer piso”. Recta final de los Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Con perros y gatos como inspiración. “No hay túnel ni luz al final. Lo que sí que hay es un vagón de metro, igual de ahí la confusión. Pasas y está lleno de gente agarrada a los palos, cada uno a lo suyo, esquivándote la mirada. De vez en cuando, paramos y alguien sube o baja”.

 Por LAURA ALIANA LLORCA  

Para atravesar la verja de hierro que cerca el jardín tengo que retorcer mi cuerpo delgado, lograr un seseo en la columna, agacharme solo lo justo. La tierra está fresca y blanda, protegida con celo por el espesor de las hojas de los árboles. Termino la vuelta de reconocimiento y me agazapo bajo un seto para escuchar con cuidado. Un piar indeciso se abre paso entre las ramas. Me deslizo casi invisible gracias a la hierba alta, electrizada de anticipación, y empiezo a salivar como una loca al imaginar el aleteo contra mi lengua. Después del salto, cuando aprieto los dientes y pulverizo su cuello, no siento pena ni pienso en nada, porque soy una gata y ya he empezado a olvidar qué era eso de morirse.

Aunque es un tema, lo de morirse.

No me gusta ir de experta; al fin y al cabo, me baso sola y puramente en mi historia personal. El problema es que todos creen saber algo del asunto, tienen un conocido o familiar que ha pasado por el trago y eso parece suficiente para opinar. Luego las cosas van de otra manera y te llevas un chasco. Yo misma me sorprendí con la cantidad de expectativas que tenía interiorizadas, ¡y eso que siempre he evitado pensar demasiado, especialmente en el futuro!

No exagero, solía tenerle una aversión tan grande al mañana que había acabado por delegar todas las decisiones vitales en mi novia, que es mucho más resuelta. Me sentía segura entre sus manos de adivina, feliz de que esos dedos afilados desenmarañaran mis incertidumbres. Así y todo, creo que ni siquiera la pobre Ana podría haber previsto mi tropezón y posterior caída por el patio de luces mientras recogía la ropa tendida. Al final conseguí darle esa sorpresa.

La caída se me hizo larga para un tercer piso. Una de mis ideas preconcebidas era que cuando alguien cae ventana abajo empieza a darse golpes y a rebotar contra alféizares y balcones, pero no fue así para nada. Caí limpia y certera durante un buen rato, me dio tiempo a aceptar mi destino. No me enfadé demasiado, está bien, a todos nos llega nuestro momento. Lo que sí me molestó es que esperaba al menos tener la oportunidad de ver pasar mi vida por delante de los ojos, de volver a ser niña, saludar a la abuela, quizás averiguar dónde dejé las llaves del coche, y no. Solo la caída, luego el golpe.

No hay túnel ni luz al final. Lo que sí que hay es un vagón de metro, igual de ahí la confusión. Pasas y está lleno de gente agarrada a los palos, cada uno a lo suyo, esquivándote la mirada. De vez en cuando, paramos y alguien sube o baja. Después de un rato aplastada contra las puertas querría preguntar por la última parada, pero ¿quién se pone a hablarle a un desconocido así, de buenas a primeras? Yo desde luego que no; igual si estuviera Ana.

Un señor sale y por fin consigo asiento. Desde esta nueva ventajosa posición intento distraerme mirando a mis compañeros de viaje. Es gente muy normal, como tú y como yo. Llevan ropa de diario, pelo largo o pelo corto, zapatillas blancas sucias y zapatos de cuero gastados. Hay una mamá con carrito. Apoyo la parte de atrás de la cabeza en la ventana oscura y siento el movimiento del metro vibrarme en la garganta. Relajo las piernas, relajo los brazos, los dedos abiertos encima de las rodillas, los ojos cada vez más secos. No estoy incómoda. Tampoco especialmente a gusto. Después de unos minutos, no necesito parpadear, tragar saliva ni tan siquiera respirar. Así es morirse, entonces. Intento arrancarle a mi cerebro acartonado una última imagen bella, un recuerdo del cosquilleo del pelo de Ana contra mi nariz o del olor de su nuca suave, pero empieza a costarme pensar claro.

En una de las paradas, la señora que llevo a la izquierda me da un codazo que parece descolocarme todas las costillas. Giro la cabeza con dificultad, las vértebras me crujen con un sonido arenoso. La señora apunta a la puerta del metro con la cabeza antes de volver a fijar la mirada en su regazo. Puede que hayamos salido al exterior, entra algo de claridad por el cristal. Me levanto despacio, ignorando el óxido de mis rodillas y aprieto el botón que activa las puertas. Al otro lado, un soplo de aire hace que las hojas verdes se revuelvan. A lo lejos se distingue una verja de hierro colado con barras que se enroscan en motivos florales. Antes de salir, vuelvo la cabeza hacia la señora y le dedico una sonrisa de dientes sueltos. ¡Casi me salto mi parada!

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