Una novela sobre las mujeres silenciadas durante la posguerra

La escritora Ana Campoy, autora de la novela ‘El paracaidista’.

La escritora y periodista cultural Ana Campoy, una de las voces más reconocidas de la literatura infantil española, teje en ‘El paracaidista’, su primera novela para el público adulto, una bellísima fábula de la posguerra protagonizada por el silencio de las mujeres.

Algo planea sobre esta casa de paredes deslucidas que queda a las afueras del pueblo, rodeada por campos de olivares que son tierra e insignia de los que vencieron, junto al runrún de las vías del tren por las que se podría escapar, pero no se escapa. Planea una sombra que llegó con la guerra entre vecinos y que ya no se va, se ha quedado agarrada como una amenaza constante, a ver a qué casa se asoma, a quién le vuela la tapa de los sesos, a quién fuerza contra el suelo, a quién cuelga de un árbol. Planea un silencio cosido dentro de la boca de todos los habitantes de la casa porque ahora son los años de callar, de tener miedo a opinar, ten cuidado a ver quién te escucha. Y planea sobre la casa una maraña de hilos, nudos y seda que se precipita contra el suelo como salida de otro tiempo, de un recuerdo lejano.

Un paracaidista desconocido cae frente al Chico, el hijo mayor de la Tuerta, y madre e hijo lo meten dentro de la casa. Así arranca El paracaidista (Las Afueras, 2024), la primera novela para adultos de la premiada escritora infantil y periodista cultural Ana Campoy. Este suceso extraordinario quiebra la rutina de la casa y desencadena toda una serie de acontecimientos terribles en este pueblo sin nombre que bien podría ser cualquier pueblo del sur de nuestro país durante los tiempos de la posguerra. Aquí se desarrollará una historia de familias truncadas, de penas y miedos heredados, de lucha de clases, con mucha magia y misterio reverberando en sus páginas.

Una historia que su autora llevaba dentro de ella desde hacía mucho tiempo, desde que en la infancia escuchó a sus abuelos narrar historias sobre cómo la guerra y la posguerra pusieron sus vidas patas arriba. “Siempre me ha quemado la injusticia que sufrieron esas personas a las que quise tanto. Me dolía aún más pensar que eran solo unos niños cuando estalló la guerra. Y que esa violencia continuada durante el franquismo les condicionó durante el resto de su vida”, cuenta Ana Campoy.

Desde hace unos años, vivimos un momento cultural prolífico en creaciones dedicadas a la Guerra Civil y la dictadura franquista. Desde la obra de teatro 1936 que se representa estos días en el Centro Dramático Nacional (y que ha agotado todas las entradas antes de su estreno), hasta narrativas como La península de las casas vacías, de David Uclés, el exitoso cómic El abismo del olvido, de Rodrigo Terrassa y Paco Roca, o el ensayo El arte de invocar la memoria, de Ester López Barceló.

Hay quien se pregunta por qué los nacidos a finales de los años 70, los 80 e incluso los 90 sienten esa necesidad imperiosa de hacer memoria (histórica, democrática) hurgando en lo que algunos llaman “viejas heridas”. La investigadora y académica estadounidense Marianne Hirsch acuñó el término “generación de la posmemoria” para referirse a estas nuevas generaciones que, después de unos abuelos que experimentaron la violencia y de unos padres “bisagra” que decidieron –o necesitaron– no mirar atrás para poder avanzar, desean rebuscar en la Historia buscando, si no explicaciones o motivos, sí nuevas formas y miradas desde las que abordar el relato.

Los escritores de la posmemoria, grupo del que ahora también forma parte Ana Campoy gracias a esta novela deslumbrante, tan delicada y trágica, escrita con el cuidado y la orfebrería de un tapiz, quieren por encima de todo romper el silencio. Porque el silencio –y también el miedo y la vergüenza– de los años de la posguerra, el silencio de los vencidos, de los sometidos, también se hereda y resulta atronador. “Creo que es tarea de los nietos empezar a recordar lo que pasó con toda esa gente”, opina la escritora y periodista. Este silencio heredado “ha formado parte de nuestra educación, queramos o no. El modo de ser, de afrontar la realidad que te rodea, de relacionarte con los demás. Aspectos como la negación de la sexualidad de la mujer, los tabúes asociados, el lugar que lo femenino ha tenido en el mundo… es algo que las niñas de los 80 también hemos sufrido y que aún hoy se sigue sufriendo”.

Campoy dedica El paracaidista “a todas las que callaron”. Le pregunto si este silencio, si este hueco en el relato oficial es aún mayor en el caso de las voces femeninas. “Se ha hablado mucho de los vencidos como ejemplo de silencio, pero no tanto del lugar de las mujeres en ese escenario. En la guerra suele hablarse del frente, de lo social y lo político, pero el aspecto doméstico apenas se ha tratado”, responde Campoy. “Las que se quedaban, las que aguantaban cualquier cosa en inferioridad de condiciones solo por no ser hombres. Convencidas, ellas también, de que lo suyo no tenía importancia. Heredamos también una tradición de borrar a la mujer, el valor de su trabajo, su opinión, su verbo…”.

Aunque hay personajes masculinos muy interesantes en El paracaidista, esta es sin duda una historia de cómo el horror y la violencia se pegan a la vida de las mujeres, desde que son niñas y hasta después de la tumba. La Tuerta, que remienda la herida del paracaidista como la experta tejedora que es y cuyo padre, el tintorero del púrpura exquisito, fue ajusticiado; la Molienda, acogida por parientes y obligada a servir bajo la mirada lasciva de los señoritos; la Alcuza, los oídos y los ojos de todas las mujeres que trabajan en la casa de la familia vencedora del pueblo, los Cascas; la Barda, mujer de temperamento desbordante que, cuando la sombra la visita, decide tomarse la justicia por su mano; la niña muda, que lo sabe todo porque el fuego se lo cuenta, que se quedó muda por algo; e incluso la despreciable Cascas mediana, que tras la muerte “accidental” de su hermano mayor, ahora es la cabeza de esa familia de tiranos.

“La Tuerta enhebra su recuerdo. Tira del hilo, pero pierde la madeja”. Hay otro personaje femenino que, aunque no aparece en el texto, resulta imprescindible para entender la complejidad que encierra una novela tan sencilla y a la vez tan ambiciosa como El paracaidista: Aracne, la tejedora de la mitología griega. Ana Campoy, laboriosa como una araña, nos deja una pista antes de empezar, un pasaje de las Metamorfosis de Ovidio: “Vive, pues, desvergonzada, pero seguirás colgada; y para que no te creas a salvo en el futuro, este castigo recaerá sobre tu estirpe, hasta tus últimos descendientes”. Aracne, como la Tuerta, era una tejedora prodigiosa, hija de un tintorero que usaba caracoles con una fórmula secreta para obtener sus colores. Los Cascas, como todos aquellos que no tienen nada salvo lo que les quitan a los demás, ambicionan estas habilidades igual que la furibunda Atenea no podía tolerar la destreza de Aracne. La maldición de la envidia y del odio se extiende en ambas historias a lo largo de generaciones.

El uso del lenguaje de la costura como metáfora de la expresión, de la voz femenina y de la memoria está presente en toda la novela de Campoy. “Me planteé el libro como si se tratara de una fábula. Por eso tenía muy clara la sensación de oralidad del texto. En el fondo, el relato forma parte de todos nosotros y tanto la literatura como el tejido comparten mucho léxico”, explica la autora. Cuando una lee El paracaidista tiene la sensación de estar resguardada junto a uno de esos fuegos en torno a los que se contaban los mitos y las leyendas locales, también los cuentos de hadas, también los chismorreos, también todas esas historias que nuestras abuelas no pudieron contarnos. Y si ya es demasiado tarde para que ellas mismas hablen –perdóname, abuela–, nuestra generación tiene el deber de conjurarlas.

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