El paisaje es el escenario y las escenas teatrales, paisajes compartidos
El pasado fin de semana arrancó en Girona una nueva edición del festival Temporada Alta con un fabuloso programa de montajes nacionales e internacionales y audaces propuestas escénicas como ‘Paisajes compartidos’ (Shared Landscapes). Se trata de un proyecto de Caroline Barneaud y Stefan Kaegi que invita a artistas de distintas nacionalidades y disciplinas a desarrollar sus creaciones escénicas fuera de los teatros y entrar en el paisaje para sumergir al espectador en la experiencia real de ser parte de él, y que ya ha pasado por Alemania, Suiza, Eslovenia, Portugal, Italia y Francia. Puede verse también este fin de semana.
Era sábado, un amable día de otoño en Celrà, cerca de Girona. Digo amable porque la temperatura era perfecta, aunque allá arriba el sol ardía, y en el azul algunas nubes –también cordiales, nada amenazantes– pasaban hinchando los carrillos y luego soplaban mansamente llevándose a otra parte la promesa del calor. El bosque aún aparecía verde, esplendoroso y tupido a ambos lados del sendero que todos recorríamos en silencio, hasta llegar a un claro donde extendimos nuestras mantas y nos colocamos los auriculares que nos habían dado junto con un mapa y una bolsa con agua, una manzana y un bocadillo.
Así, tumbada, notaba en la espalda las piedras diminutas, las hojas y ramas que alfombraban la tierra. Veía las copas de los árboles jugando con la luz y el milano que cruzaba el cielo de izquierda a derecha, y un avión plateado dejando una estela blanca que al poco se deshacía. Por los auriculares escuché conversar a un grupo de personas: una niña, un bombero, una psicoanalista, una joven cantante y un meteorólogo. También caminaban por el bosque y sus pasos hacían crujir la arena; aunque no los veía, los imaginaba. Hablaban acerca de la mente y las personas, del pequeño lugar que ocupamos en el espacio con otros planetas, de las tormentas, las sequías, del ciclo de la vida y de la muerte. ¿Cómo es un bosque en Kansas? Tú, ¿cómo quieres morirte?, preguntaba la niña. Y de pronto en lo alto una ráfaga de aire se llevaba un puñado de hojas. En los auriculares, sobre las voces, oí el motor de una sierra y los golpes de un hacha y un árbol que caía. Luego oí el silencio, y otra vez sus pasos. Y mientras se alejaban la joven, que era africana, cantó en su lengua antigua una hermosa canción que le había enseñado su abuela.
Así fue la primera pieza de Paisajes Compartidos (Shared Landscapes), una idea de Caroline Barneaud, directora del proyectos artísticos del Théâtre Vidy-Laussane, y de Stefan Kaegi, creador de teatro documental e integrante del colectivo Rimini Protokoll de Berlín, cuyos montajes han recibido premios como el Fausto de Teatro en 2007, el León de Plata en la Bienal de Venecia en 2011 o el Grand Prix de Teatro/Hans-Reinhart-Ring en 2015, y que también es autor con Georgina Surià de la inmersión sonora en las conversaciones que escuché tumbada en la tierra, bajo los árboles. La iniciativa de Barneaud y Kaegi, que ya ha pasado por Alemania, Suiza, Eslovenia, Portugal, Italia y Francia, reúne a artistas de diferentes nacionalidades y disciplinas que buscan acercar las herramientas del teatro –la atención y el tiempo– a los espacios naturales para “entrar en el paisaje”. Consiste en siete piezas que se desarrollan desde la mañana al atardecer, en “una jornada performativa y efímera en la naturaleza para hacernos conscientes de la fragilidad e interdependencia de nuestro clima y nuestros recursos”.
La investigación en torno al concepto de cuerpo político en espacios de diferente naturaleza marca el trabajo de los artistas italianos Chiara Bersani y Marco D’Agostin, creadores de la segunda escena, que terminó con un picnic donde nos ofrecieron té y galletas. En un claro del bosque, una pantalla mostraba la imagen de una gran roca oscura y afilada surgiendo del agua. La voz en los auriculares invitaba a ocupar un espacio y mirar alrededor, a observar lo físico. “Observar el paisaje es un acto secreto”, me susurró la voz. Una actriz con movilidad reducida invitó a uno de los espectadores a acompañarla hasta una silla colocada frente a la pantalla, donde se recostó con su ayuda hasta tumbarse y elevando sus brazos manoteó hacia el cielo, y pareció perder su propio peso como un astronauta flotando en la ingravidez. “Qué cruzaría el espacio ahora”, decía la voz, “cualquier cosa podría atravesarlo. Si tu mirada pudiera atravesar la atmósfera, solo vería esferas. ¿Cambiaría la Luna por mirarla?”. Quizás, dijo mi propia voz en mi cabeza, y mientras seguía los movimientos de la actriz, mi mente dibujó la Tierra como una diminuta bola brillante y perfecta, un poco transparente, colgada en la oscuridad. “El momento es ahora, la conexión”, decía la voz. Y entonces me fijé en las mariposas amarillas que aleteaban algo confusas, muy cerca del suelo.
Tumbados bajo los olivos de un campo, medio ocultos por la maleza, surgían algunos músicos tocando una extraña melodía que más bien era un diálogo entre ellos, una de las cuatro obras musicales y escultóricas para los árboles, el suelo, los pájaros y el aire creadas para el proyecto por el compositor estadounidense Ari Benjamin Meyers, cuyo trabajo explora la naturaleza performativa, social y efímera de la música y la relación entre intérprete y público. Sus notas acompañaron nuestros pasos hasta el lugar donde se proporcionó a los asistentes un casco con gafas de realidad virtual para la pieza de la artista turco-belga Begüm Ercillas y el alemán Daniel Kötter, director de teatro y cine documental.
Con el casco puesto y las gafas ajustadas, desaparecían todas las personas alrededor y la locución relataba el largo conflicto entre Azerbaiyán y Armenia por la mina de oro de Sotk, resuelto por la superioridad de los drones azerbaiyanos. Como un dron, nuestros ojos se elevaban poco a poco desde el suelo hasta lo más alto, sobre las copas de los árboles, desde donde se contemplaba el paisaje ondulado y verde de les Gavarres. Más allá, pensé, las aguas del Ter surcarían este territorio que ahora parecía intocado, como si no albergara nada, a nadie; un territorio vigilado desde arriba, como una frontera. Sobre la ingravidez y el silencio, sonó a lo lejos el sonido de un motor y unas voces, y el golpe contra el suelo de algo derribado, aunque abajo en la tierra todo seguía quieto, como esperando a ser colonizado.
“¿Y si el paisaje fuera un teatro? ¿Y si el arte no representara el entorno, sino que nos permitiera experimentarlo colectivamente?”, se preguntan los creadores de Paisajes compartidos. Los artistas y coreógrafos portugueses Sofia Dias y Vítor Roriz concibieron el texto de su pieza como una partitura musical, y la cadencia de los diálogos y las instrucciones que nos llegaban a través de la audioguía incitaban a una conexión entre nosotros y el bosque, entre nosotros y la tierra. “Si pudiéramos vernos desde fuera”, decía la locución, “desde la perspectiva de un pájaro o de otro animal escondido entre los árboles, veríamos a un grupo de personas en silencio con auriculares”. “Y si yo mirara de cerca los ojos de cualquiera”, continuó, “percibiría una especie de atención especial, un estado intermedio entre el interior y el exterior, como si estuviésemos presentes y ausentes a la vez”.
El paisaje sirvió de anfiteatro para la pieza de la directora francesa Emilie Rousset, en la que examinaba las conexiones entre la ciencia, la tecnología, la economía y el paisaje. Dos actrices vinieron caminando desde el otro lado de un campo de labor interpretando un diálogo que pudimos escuchar desde una loma por los auriculares, entre un funcionario defensor de los derechos animales, un experto en bioacústica y un agricultor que llegó en su tractor. El colectivo español El Conde de Torrefiel, en cuyas creaciones siempre conviven el teatro, la coreografía, la literatura y las artes visuales, instaló frente al paisaje una gran pantalla alargada donde iban apareciendo los subtítulos de la estremecedora voz distorsionada, como surgida de las profundidades, que nos exhortaba, porque durante todo el día, mientras caminábamos o nos tumbábamos o escuchábamos, nos había vigilado. Y rugiendo nos acusó de destruirla y destruirnos. “Yo ya no soy vuestro paisaje compartido”, dijo. “El sistema que habéis construido afecta a vuestro sistema nervioso. Domina vuestros deseos, infiere en vuestra voluntad, amasa vuestros sueños”. Y antes de apagarse sobre un rojo dramático, nos recordó que ella seguirá aquí. “Con o sin vosotros”, dijo, “porque no os necesito”.
Puede que el teatro, que ha buscado desde siempre la representación de la vida y de lo que somos, quiera ser ahora la vida misma, el reflejo minucioso y emocionante de una realidad en la que participamos todos. Teatro fuera del teatro. En Paisajes compartidos no fuimos solo espectadores. En medio del bosque, tomándonos de las manos, hicimos dos grandes círculos –uno exterior, otro dentro, como una gran pupila– y nos miramos, tocamos las hojas de la vegetación, acariciamos los troncos, la tierra. Respiramos. De un modo físico nos unimos a toda esa naturaleza que nos rodeaba y en algún momento fuimos como árboles, agitando al cielo nuestros brazos como ramas movidas por la brisa. “No sé qué pasaría si la humanidad de repente se quedara callada”, nos decía la voz por los auriculares. “Quizás si alargáramos nuestro silencio, empezaríamos a oír el diálogo entre estos árboles, los insectos, los pájaros, y todas las cosas que no vemos. Y tal vez este silencio nos haga conectar más con nuestros sonidos internos: la respiración, los latidos del corazón”.
‘Paisajes compartidos’. Caroline Berneaud – Stefan Kaegi. Festival Temporada Alta. Girona.
12 y 13 de octubre. De 12 a 19 h.
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