Pasión por el verdugo
Nueva entrega de los Relatos de Agosto que los escritores del Taller de Clara Obligado han creado para ‘El Asombrario’. El verano da mucho de sí. Y que no falten las pasiones; aunque a veces lleguen a resultar enfermizas. “Margarita, sin dejar de tejer, escruta su cuerpo y hace cábalas acerca de cómo será el rostro que corona aquella belleza, mientras el resto de congregados, ajenos a su desazón, no pierden detalle del ritual de la muerte. El minutero del campanario avanza hacia la hora en la que la sentencia debe ser cumplida”.
Por CRISTINA CONEJERO MARTÍNEZ
Es la hora y la puerta negra chirría. Los presentes interrumpen sus conversaciones y aguardan a que se abra por completo. Son ya seis meses y dos días los transcurridos desde que el juez dictó sentencia. Una eternidad para la mayoría y solo para uno, quizás, un suspiro.
El cortejo recorre la plaza acompañado del repique de tambores. Abre el séquito el alcaide, tocado con un sombrero de ala ancha de color negro; tras él, dos oficiales rifles en alto. El más bajo le llega al otro a la cintura. A continuación, el futuro cadáver que con la cabeza bien alta arrastra los pies. Cerrando el grupo, el verdugo, alto y fuerte como tiene que ser un verdugo. Margarita, que hace punto para calmar su inquietud, suspira tras ver tan mastodóntico cuerpo. Todo transcurre muy lentamente hasta que cada uno se coloca en la posición que marca la Ley. Un oficial a cada lado de la estructura de madera. Verdugo y alcaide arriba, a ambos lados del reo que preside la estampa. Los asistentes se acercan animados y el calor se vuelve casi asfixiante. Goterones de sudor surcan los definidos bíceps del verdugo. Margarita teje con apresuramiento sin conseguir apaciguar la agitación.
Hace años que los verdugos están exentos de llevar una máscara, pero en aquella pequeña localidad conservan la costumbre en un intento de mantener su anonimato y evitar el repudio social. A pesar de ello, los rumores apuntan a que se trata de Antonio, el panadero, que vive aislado en las montañas con su familia; aunque nadie se atreve a confirmarlo. Antonio se prodiga poco por el pueblo, es su mujer la que baja a primera hora a vender las piezas que su marido elabora de madrugada. Especialmente apreciadas por la comunidad son las bocanicas, unas pequeñas galletas de jengibre con chocolate que de manera incompresible puede elaborar con sus excesivas manos. Margarita, sin dejar de tejer, escruta su cuerpo y hace cábalas acerca de cómo será el rostro que corona aquella belleza, mientras el resto de congregados, ajenos a su desazón, no pierden detalle del ritual de la muerte. El minutero del campanario avanza hacia la hora en la que la sentencia debe ser cumplida y el verdugo ofrece al penado una máscara similar a la suya que el reo rechaza alzando la barbilla al cielo al tiempo que una nube solitaria tapa por un instante el sol abrasador.
Siguiendo el protocolo toma la palabra el alcaide, que lee el artículo de la Ley que le da al condenado la posibilidad de decir sus últimas palabras, él rehúsa con un gesto mínimo de cabeza. Y es en ese preciso instante cuando Margarita percibe que esta vez su atracción por el verdugo le es correspondida. Él desde que subió a la tarima ha corregido su posición hacia la derecha con pasitos imperceptibles con el único fin de tenerla enfrente. Nadie se ha dado cuenta, pero ella sí; y aunque no le ve los ojos con claridad nota cómo la mira. Ella levanta las cejas para hacerle saber que están conectados por un lenguaje secreto, él simula ahuyentar una mosca en señal de confirmación. A Margarita le parece muy ingenioso y le responde imitando su gesto para transmitirle que ha entendido su mensaje. A partir de ahora sabe que no habrá más contacto porque se acerca la hora y él requiere concentración.
Llega el momento de colocar la soga alrededor del cuello del reo y la gente se apiña aún más para tener una visión mejor. Hay algunos forcejeos, aunque pronto se desvanecen; es una falta de respeto disputar por una ubicación mejor si de lo que se trata es de ver cómo se da muerte a un hombre. El verdugo pide al convicto que se sitúe en el centro de la trampilla que se abrirá en menos de treinta segundos. El alcaide mantiene la mirada fija en su reloj de pulsera y cabecea acompañando la cuenta atrás. Es la hora. Hace un gesto al verdugo, que amarra la palanca y la acciona sin dudar. Algunos de los presentes se tapan los ojos, otros los mantienen bien abiertos. La trampilla se abre. Los pájaros huyen del único árbol de la plaza. Un chasquido, un murmullo y una cuerda que chirría sobre la madera. El sol quema. Alejado hasta entonces de la escena principal, un hombre se acerca al colgado, pero sin tocarlo. Él certificará la hora exacta de la muerte, que anotará en el registro de decesos del pueblo.
A Margarita se le acaba el tiempo y no quiere que esta vez termine como las demás. Debe de hacer algo ocurrente, distinto y que esté a la altura de sus pretensiones, que no es otra que disfrutar de un momento íntimo con su amado. De repente se abalanza sobre el oficial más bajo y le clava en el ojo izquierdo una de las agujas de tejer. Sin tiempo a que nadie reaccione le clava la otra en el cuello que secciona la yugular, lo sabe porque la sangre brota a chorros, aunque el hombre intenta taponar el orificio. Satisfecha se deja apresar sin resistencia. Mientras, el ovillo rueda deteniéndose bajo los pies del reo que ha dejado de balancearse.
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