El paso lento de las estaciones: ¿tenemos tiempo para disfrutarlo?

Magnolios en flor por primavera. Foto: Pixabay.

Acabamos de estrenar primavera, pero la llegada de una nueva estación no es un hecho que irrumpe en nuestras vidas sin previo aviso. El paso de las estaciones es un tránsito que se observa, que se aprecia en el día a día; los magnolios primero, las mimosas después y los primeros brotes tímidos se van sucediendo. La primavera, como el resto de las estaciones, son un tránsito lento que solo requiere de tiempo y que se puede percibir si se dedican momentos a observar. Observar, pararse, mirar, ver, sentir y, sobre todo, darse tiempo para la reflexión es algo que apenas tiene cabida en nuestras vidas.

La tiranía del reloj se ha impuesto hasta el punto de que los grandes avances se valoran más si rentabilizan tiempo. Se valora más el AVE porque nos ahorra tiempo en el traslado, aunque sea un tren que no permite disfrutar del paisaje ni del paso de las estaciones. Estos trenes, los lentos, los que cumplían la gran labor de comunicar pueblos pequeños se siguen desmantelando mientras se da la paradoja de querer luchar contra la España Vaciada.

“No me da la vida” es la frase que más escucho a lo largo de la semana, y no solo de la boca de personas con familias en las que su panificación familiar se configura en función de los horarios de las actividades de los descendientes. Tenemos que ser productivos, producir constantemente, aunque esto suponga alargar las jornadas laborales y delegar los cuidados de nuestros hijos e hijas o de nuestros mayores en terceras personas. Porque la mentalidad empresarial de rentabilidad monetaria ha traspasado a la vida íntima y familiar; las empresas alargan sus horarios y aumentan sus objetivos mientras se les pide a los centros educativos que aumenten también sus horarios para facilitar la conciliación de la vida familiar, como si esta conciliación no debiese venir de un esfuerzo que comenzase en las empresas. Hasta tal punto llega a darse la vuelta a nuestras vidas que se habla de “cargas familiares” como si la familia fuese eso, una carga que “colocar” mientras se trabaja, no por gusto, sino por ese eterno alargamiento de horarios y turnos. Y así deambulamos, reloj en mano como el conejo de Alicia, siervos de la prisa y los horarios.

Ha sido el modelo occidental de éxito asociado a la posesión el que ha conllevado precisamente esa tiranía de rentabilizar el tiempo, pues socialmente se considera que, cuanto antes se alcance ese estatus social de posesión de bienes, antes se puede proclamar uno vencedor social, “un triunfador”. Este concepto va asociado generalmente a los argumentos meritocráticos –“yo me lo he ganado”, “yo me he hecho a mí mismo”–, olvidando que en este proceso de construcción no todas las personas han gozado de las mismas oportunidades. Michael J. Sandel, en su libro La tiranía del mérito, habla precisamente de cómo esta concepción de seres humanos autosuficientes lleva a olvidar la gratitud y la humildad, y sin esos sentimientos es difícil preocuparse del bien común. Podríamos decir que la población meritocrática hace del dicho “que cada palo aguante su vela” su estandarte, como si aquellos que no están en esa posición privilegiada no hubiesen sabido aprovechar sus oportunidades o no hubiesen trabajado lo suficiente. Es el modelo de competitividad empresarial llevado a la vida social, el individualismo absoluto.

Esta obsesión por ocupar el tiempo de forma productiva no es algo que ha llegado de pronto, pero sí es desde finales de siglo XX cuando encontramos su máximo exponente. El protestantismo –la ética calvinista– fue precursor de la productividad que llevó a la competitividad, y este modus operandi de las fábricas se traspasó a las vidas e incluso a los centros educativos. No solo por currículos educativos extensos e inabarcables, sino por la equivocada concepción de que se aprende más cuantas más fichas o ejercicios se hagan. Los estudiantes cargan con pilas de tareas productivas y reproductivas, y viven agobiados viendo en el calendario el próximo plazo de entrega. En no pocas ocasiones he tenido que argumentar cuántas áreas y competencias se habían trabajado en una hora de clases cuando al finalizar no había nada escrito en el papel, y me decían “hoy no hemos hecho nada”.

El debate, la expresión oral, el respeto de los turnos de palabra, la argumentación, el desarrollo de la tolerancia por puntos de vista diferentes eran ese “nada” no tangible por no estar en papel, por no ser una ficha más. El propio estudiantado ha asumido el “tener que hacer” para aprender. El tiempo como momentos sin hacer y dedicado a la observación, a la reflexión, a la creatividad o al pensamiento en sí mismo ha sido denostado. Las prisas y el “aprovechamiento” del tiempo llevan a cientos de docentes a argumentar que no tienen tiempo de explicar el cambio climático, a pesar del último informe del IPCC o de las recomendaciones de la UNESCO; no hay tiempo para apreciar el paso de las estaciones con el alumnado, para salir a observar la naturaleza, porque se considera “una pérdida de tiempo”. Puestos a rentabilizar, podríamos comprar las píldoras aplacadoras de sed del mercader del Principito, según el cual se podrían ahorrar hasta 53 minutos a la semana, el tiempo aproximado que se invierte en beber; con esos minutos podríamos dar una sesión lectiva más. Perdónenme la ironía.

Que el aprovechamiento del tiempo en términos de rentabilidad no es algo nuevo. Paul Lafargue ya hacía mención a este concepto en su obra El derecho a la pereza, y podríamos pensar que ese derecho que defiende deviene de su ideología de izquierdas; sin embargo, Louis Stevenson admite una posición política antagónica cuando dice: “Ahora sé que, al volverse conservador con los años, estoy pasando el ciclo normal del cambio…” en su obra En Defensa de los ociosos, y es precisamente en esta obra cuando habla de ese tiempo en que no se hace nada, en ese concepto productivo del tiempo, pero sí en hacer “cosas que no están reconocidas en las dogmáticas prescripciones de la clase dominante”.   

La falta de tiempo, el mal de la prisa, la imposición del kronos productivo nos han traído también enfermedades propias asociadas, como la ansiedad o el estrés. Miramos alrededor y, a pesar de  tener una vida aparentemente surtida de lo necesario, sentimos vacío y aspiramos a más (pero siempre hay alguien que tiene más en sentido material y siempre hay alguien mejor), mientras placeres gratuítos como el paseo por la orilla del mar carecen de valor para mucha gente o no se materializan por falta de tiempo. Trabajamos incansables, llenamos nuestro día a día  de actividades y llegamos a casa, al que se supone nuestro reducto de paz, tan agotados que solo queremos desconectar, nos ponemos la serie de turno y llenamos nuestra cabeza de contenido y entramos en otra franja horaria. Pero en ningún momento del día hemos tenido tiempo para pensar, para observar, para cuestionar más allá del trending topic del día, el titular morboso o el bulo que busca polarizarnos socialmente. Nunca ha sido más fácil manipular a una sociedad, nunca hemos estado tan ocupados como para no tener tiempo siquiera de generar criterio propio.

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