Pedazos y heridas de ser hija, ser esposa, ser madre
‘Qué hacer con estos pedazos’, de la colombiana Piedad Bonnett, es un libro cuajado de brutalidad y de entereza. Una guía pormenorizada de lo que significa ser hija, ser esposa, ser madre en una familia con llagas que no dejan de supurar por una violencia ensordecedora a pesar de estar soterrada.
Adentrarse en el universo literario de Piedad Bonnett (Amalfi, Colombia, 1957) supone acceder a unos exhaustivos códigos emocionales y narrativos. Supone acceder al único ritmo de la verdad que interesa.
Bonnett es esa autora que sabe que la imaginación jamás nos librará de la realidad. Que la imaginación es solo un inocuo bálsamo con el que adormecer a las heridas. Lo sabe y lo expone con una claridad urgente en Qué hacer con estos pedazos, un libro cuajado de brutalidad y de entereza. Una guía pormenorizada de lo que significa ser madre después de haber sido hija, de lo que significa ser hija frente a una madre opacada por el machismo más recalcitrante y de lo que significa ser esposa cuando nuestra memoria es una llaga resilente a cualquier tratamiento y a cualquier ungüento. De lo que significa pertenecer a una familia cuya violencia soterrada resulta más ensordecedora que una bomba cuya diana fuese nuestro pecho.
“También le contó la madre que durante su luna de miel, cuando ella buscaba infructuosamente un baño mientras recorrían las calles del balneario triste que habían escogido para pasar una semana, su reciente marido le había dicho: yo no te traje aquí a orinar”.
Bonnett sabe que la familia es a veces una cloaca de aguas turbulentas y torrenciales que destruye todo a su paso:
“Pero esta noche se demora en dormirse. Piensa en su padre. En su hermana , que sabe escoger tan bien sus látigos”.
La literatura de Bonnett es un potente altavoz, pero también el susurro que horada la inercia.
La narrativa de Bonnett es como esa gota de lluvia que nunca acaba de caer desde el tejado, la que desafía a su destino, a la fuerza de gravedad, la que usa la fuerza de su transparencia hasta encontrar el lugar exacto sobre el que permear.
El ritmo denso de sus reflexiones va catalogando a sus personajes, va extendiéndolos ante los ojos del lector con esa atracción tan poderosa con que un dios extiende la silueta de un laberinto frente a los ojos de un joven que quiere alcanzar la gloria:
“Emilia se sienta frente al ordenador. Quiere hacer viva la voz de Omaira, a la que el marido le amputó los dedos por burlarse de él delante de sus amigos. La de Uma, a la que su padrastro violó durante seis años, y que nunca fue castigado por los jefes de resguardo”
A Emilia, la protagonista de esta novela, le cuesta escuchar los ecos que salen de su habitación, de su casa, de su piel, de su memoria. De las casas y de las memorias de aquellos que la rodean de esa forma concisa, doliente y opresora con que rodea el alambre de espino la carne de un animal. Emilia conoce casi todas las facetas del dolor y de la humillación, y, sin embargo, elige hablar en voz baja, no promocionar todo lo que ambos aspectos están provocando en ella. Emilia es la dueña absoluta del hartazgo, del marital, del filial, del fraternal. Es una isla que parece estorbar en cada uno de los mares en los que trata de recalar:
“Hasta con su hija le hubiese gustado romper. Pero su hija era otra cosa. Su hija, en su perfección de hielo, era una herida. O más bien la cicatriz de una herida que ya no dolía, pero que de vez en cuando supuraba, como si algo inflamado latiera debajo de la piel”.
Emilia quiere olvidar. Dejar de ser esposa, madre, hija, hermana, dejar de ser abuela. Huir de la lejana muerte de la madre, huir de la cercana muerte del padre. Huir de la muerte del hijo, del estigma que la convierte en una Medea ante los ojos de todos. Pero el nombre del hijo muerto es el que la ayuda a relacionarse con el mundo, quien la sostiene, quien busca para ella las respuestas que la alejarán del abanico de preguntas que supone estar viva en las condiciones en que ella lo está.
Emilia también debe huir de la alargada sombra del aborto, de esa consecuencia que llevan a veces implícita los amores tóxicos, las primeras y equivocadas pasiones, en los que ellos se van de rositas mientras que las mujeres quedan marcadas para siempre. De una vida pasada que jamás debe mezclarse con la presente.
Bonnett desmenuza la piel y la impronta de la familia como se desmenuza un trozo de carne que sabemos de antemano que de no hacerlo podría asfixiarnos al intentar tragarlo. Cuenta el dolor poco a poco, con ese cuidado con que un médico retira la piel de un cuerpo quemado porque sabe que su mirada no aguantaría la visión completa de la carne inservible que hay bajo ella. Pero Bonnett no quiere que su protagonista huya y, para conseguir que se quede y avance, irá entregándole llaves maestras capaces de abrir la puerta de su libertad:
“Esa noche Emilia subraya en su libro: El que envejece se vuelve feo. Feo es aquello que se odia”.
“Qué miedo nos da la indiferencia de un hijo”.
“A los padres se les suele absolver, a las madres no”.
“Emilia cierra los ojos, se dispone a descansar durante la hora que tiene por delante. Y la vida que tiene por delante. De qué será capaz esta vez, se pregunta”
Sin embargo, será lo contrario lo que consiga con el lector, porque hay libros que, al acabar de leerlos, dejan descansar sobre nuestra memoria un páramo lleno de espejos crueles y al mismo tiempo honestos, y que nos inducen a hablar con nosotros mismos. A entablar una conversación larga, expresiva, sin ambages ni ángulos muertos. Qué hacer con estos pedazos es uno de esos libros. Es la columna vertebral de un puzle con cuyas piezas no quieres volver a entretenerte, de cuyas piezas quieres deshacerte mientras te reconstruyes. Un libro lento como una enfermedad de la que se desea escapar, pero de cuyas secuelas no quieres recuperarte de manera inmediata, porque quien olvida es un cautivo, por mucho que el aire hiele o arrebole sus mejillas a diario.
Es ese milagro que nunca se imagina poder presenciar. Es una habitación del pánico en la que aprender a cauterizar las heridas que conlleva estar vivo.
‘Qué hacer con estos pedazos’. Piedad Bonnett. Alfaguara. 166 páginas.
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