Los pequeños grandes tesoros que descubrimos en el Mad Cool

La banda escocesa Swin School, una de las que más sorprendió a nuestros críticos.

Termina un mes intenso de intensos festivales musicales. Y para redondear julio, pedimos a nuestros expertos en música, ‘los Kikes’, que hicieran de ojeadores en una de esas macro-citas repleta de primeras figuras, el Mad Cool, y nos revelaran ‘sus descubrimientos’, ‘joyitas’ apenas conocidas y que, entre tanto nombre de relumbrón, merecen que algún medio, nosotros, ‘El Asombrario’, les dedique unas líneas para seguirles la pista. Ésta es su crónica. De Swin School y Dead Posey a Blanco White.

Sin pretender, en absoluto, cubrir todo lo acontecido en un festival de dimensiones titánicas como es el Mad Cool, llegando cuando el sol comenzaba a bajar su tórrida intensidad y asistiendo a las tres primeras jornadas de las cuatro programadas, desde El Asombrario redactamos este reportaje en el que se puso el acento y la atención a algunas de las propuestas menos conocidas por el gran público, pequeños tesoros que disfrutaron unos pocos centenares de entre las más de 50.000 personas de media que hubo cada día.

En buena medida, el Mad Cool se podría presentar como ese País de los Juguetes donde se disipó Pinocho antes de su perdición, donde todo era “pura distracción y algazara”, “continuo holgorio”, y “en todas las plazas había carpas con teatritos” en las que “reinaba una bulla ensordecedora” con un “alboroto extraordinario”… Una propuesta de ociosa y cómoda expansión donde no hace falta conocer al dedillo la apabullante parrilla artística de actuaciones; se trata simplemente de dejarse llevar y convencer por lo que ofrecen los distintos escenarios y el sinfín de pequeñas distracciones que las marcas diseñaron en sus respectivos tenderetes.

Así, acorde a estos tiempos donde el ocio masivo va asociado a la publicidad, el recinto buscó la empatía del asistente con los omnipresentes logos de un branding que apela a nuestro cotidiano: el cartel de bienvenida es de la empresa que te gestiona la luz (dueña del inmenso espacio en el madrileño barrio de Villaverde); el móvil se puede recargar en una ingeniosa carpa con columpios que montó el banco al que pagas la hipoteca; si ibas emparejado te podías hacer unas fotos de just married en el stand con forma de corazón creado por tu compañía telefónica y, si te apetecía hacer caso omiso de los conciertos y montártelo en plan chiringuito playero con un dj de summer hits, podías escoger entre la estridente disco-van o la colorida pista de baile ideadas por tus bebidas alcohólicas habituales. Súmese a eso espacios para peluquería y para maquillaje, una noria donde disfrutar del paisaje urbano y festivalero desde las alturas y hasta diferentes programaciones en  los Puntos de Apoyo para todo el que pudiera necesitar ayuda ante cualquier indeseada violencia.

Con todo, lo más destacable del intenso deambular por el espacio fue la comodidad que ofrecía para las necesidades que iban surgiendo: los 185.000 metros cuadrados estaban cubiertos con césped artificial, lo que facilitaba que el personal se sentara o se tumbara a placer; la cantidad de barras de bebida era tal que no se apreciaban tediosas colas a la hora de pedir; lo mismo con los aseos, donde no se concentraban inoportunas aglomeraciones. Además, se ofrecían varios puntos con fuentes de agua que se tornaban imprescindibles en estas maratonianas jornadas musicales, y la oferta gastronómica, alojada en carpas y foodtrucks, se antojaba eficaz para cubrir las necesidades de carnívoros, vegetarianos, veganos, celiacos o intolerantes a la lactosa.

Una vez instalados, sin dejar de asomar la cabeza a lo que ofrecían los nombres consagrados en los dos inmensos escenarios principales, pusimos el ojo en lo que ocurría en las dos pequeñas carpas contiguas con cabida para poco más de medio millar de asistentes y en el escenario mediano, donde se congregaban nombres conocidos que no llegaban a la categoría de mainstream. Entre las pequeñas sorpresas, más allá de los headliners, nos encontramos con el trío escocés (más un baterista) Swin School, fundado hace apenas seis años y formado por Lewis Bunting a la guitarra, Matt Mitchell al bajo y una intensa y entregada Alice Johnson a la voz y la guitarra, que restregaron por la cara del respetable una actuación animosa y vibrante allá donde el grunge cruza su camino con el indie, desgranando una discografía compuesta por unos pocos singles y cuatro EP’s, el último de los cuales data de este mismo año, Seeing it now.

Otro afortunado descubrimiento fue el dúo californiano Dead Posey (más un baterista), conformado por el guitarrista Tony Fagenson y la divertida y siniestra cantante Danyell Souza que, con media docena de años de existencia, cuatro EP’s y un puñado de singles, va dejando bien alto el pabellón con una hechizante pócima que mezcla ingredientes que van del veneno de The Cramps a la idiosincrasia de Marilyn Manson, rock primitivo-pero-contemporáneo sazonado con malévolas dosis de gótico, industrial y garage. La última de las revelaciones que disfrutamos en las carpas pequeñas, aunque ciertamente ya cuenta con algo de renombre, fue el londinense Blanco White (sí, como el afamado, polémico y exiliado escritor español), nombre bajo el que se ubica Josh Edwards junto a los cinco músicos que le secundaron, cantautor que se dirigió al público en un más que decente castellano, idioma que también utilizó en algunas canciones del repertorio, basado en sus dos discos largos hasta la fecha, On the other side y Tarifa, y en el que dio sobrada muestra de una radiante sensibilidad tanto a la hora de cantar como de crear atmósferas, ofreciendo un concierto envolvente y delicado que, sin embargo, no pudo disfrutarse en toda su íntima envergadura porque el atronador audio de las diferentes actuaciones que se sucedían a la par se colaba por la finas paredes de la carpa de tela.

Del escenario mediano cabría destacar el jungle, intenso y vívido, de la productora, DJ y artista visual inglesa Nia Archives, punta de lanza de la nueva escena clubbing de la Pérfida Albión y la abrasiva y bailable sesión de hard techno del alemán, sobradamente conocido en círculos dance, Paul Kalkbrenner. El resto de actuaciones disfrutadas en dicho escenario entrarían ya en el campo de nombres bastante reconocidos, los cuales no son objeto de este reportaje, aunque se hace imposible no mentar la acogida enorme que el público dispensó a los caribeños colombianos Bomba Estéreo y su colorista mixtura de electrónica, reguetón, rap y pop y, aunque Li Saumet no sea un dechado de voz, suplió la carencia con su encanto escénico y esas canciones que son himnos de la música popular como Fuego y To my love.

Tampoco se puede obviar la emblemática actuación de Tom Morello, personalísimo guitarrista y compositor de los añorados Rage Against The Machine y acompañante incluso del mismísimo Bruce Springsteen, que firmó un concierto redondo donde cayeron versiones de MC5 (con Thomas Raggi de Måneskin de invitado), del Boss, de obviamente RATM (destacando el inevitable y pogueado Killing in the name, acompañado a la guitarra de su hijo adolescente Roman, que lució camiseta de La Roja de Lamine Yamal), de Audioslave y de John Lennon.

Dejamos en el tintero el desgrane de algunas de las actuaciones importantes en los escenarios principales: la modelo, diseñadora y diva del disco-pop Dua Lipa; los intensos alternative rockers The Smashing Pumpkins, con el siempre magnético Billy Corgan al frente; los eternos grungers Pearl Jam, con el mesiánico, a la par que mundano, Eddie Vedder a la cabeza; los efectivos y efectistas glam-zeppeliners Greta Van Fleet; los exquisitos soul-psicodélicos Black Pumas, o los punkers melódicos Sum 41.

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