Perdón
Sé que es cuestión de tiempo. Eso no significa que no sienta el dolor del presente, que me indigne la sinrazón del que lo provoca, pero sé que me acabarán pidiendo perdón. Puede que a mí no, porque ya no estaré físicamente aquí, pero sí a los que vengan detrás. Están condenados –porque para ellos es una condena- a pedirnos perdón. De lo contrario, quedarán deslegitimados y su mezquindad será su única compañera en largas jornadas de soledad.
Les observé el domingo pasado. Tampoco mucho. No me gusta retozar en el estiércol de la moral. Comprobé cómo cada vez hay menos personas celebrando la mañana del orgullo católico, esa fiesta que creó el defenestrado cardenal Rouco Varela y que se suele oficiar, una vez al año, en la Plaza de Colón de Madrid, sin ningún tipo de trabas por parte del Ayuntamiento que, desde hace más de una década, tiene la misma ideología espiritual que el señor Varela y que ese otro personaje, digno de una segunda parte de El Nombre de la Rosa, llamado Kiko Argüello. Ni siquiera los medios de comunicación más afines al evento se atrevieron a dar una cifra que no pusiera en evidencia su falta de profesionalidad o el ridículo de la convocatoria. Será que ya nadie quiere estar al lado de una persona que ya no es bien recibida en el Vaticano. Otro ejemplo de caridad cristiana.
Confirmé que siguen obsesionados con la destrucción de la familia tradicional y verifiqué que esa barricada, levantada con prejuicios y segregación, está endeble, deteriorada y empieza a manifestar serios signos de abandono. Ya nadie se cree ese cuento. Ni siquiera el Vaticano. Todos sabemos que en los últimos años la familia ha adquirido un peso social que antes no tenía. Sea la crisis (y cómo las familias se han convertido en un mecanismo solidario para combatir la incompetencia de los políticos y la ambición de los mercados), sean los nuevos modelos de familia (que no han hecho otra cosa que confirmar que la llegada del matrimonio igualitario no ha sido un problema y sí un nuevo miembro de la comunidad), lo cierto es que no hay institución más fuerte en estos momentos, por mucho que ellos sigan alertando de su desaparición. A no ser que todos los que celebraron su orgullo el domingo entiendan por familia tradicional la de un papá, una mamá, un hijo, una hija y el perrito. Pero eso no es familia tradicional, eso es un tópico. Y los tópicos, los estereotipos, de tan manidos, se acaban convirtiendo en argumentos vulgares.
Puede que no sea Rouco Varela, individuo que no parece estar capacitado para el perdón, pero la Iglesia lo acabará haciendo. Nos pedirán perdón. Tardarán. Seguramente yo no lo vea, pero lo harán. Ellos, gestores morales del perdón, no suelen hacer mucho uso de él. Más bien al contrario y pecan de un exceso de soberbia. Pero al final, la historia y la culpa les acorrala. Llegan tarde, pero llegan. Piensen que en 1998 el Vaticano pidió perdón a los judíos por mirar hacia otro lado mientras se producía el holocausto nazi. Supongo que el alba y las casullas les impiden moverse con soltura y rapidez. Será eso. O que tienen las conciencias aletargadas.
Ellos serán los últimos. Los que nos dan lecciones de humildad a todos serán los últimos en pedir perdón porque, en el fondo, ven en la disculpa un signo de debilidad humana, algo que, al tener hilo directo con Dios, les molesta.
Los sueños profundos también se acaban. Hace pocos días el Gobierno británico perdonó a Alan Turing, el padre de los ordenadores, smartphones y tablets, condenado por homosexual hace 60 años. Aunque no se puede decir que las instituciones sean mucho más rápidas que la Iglesia, me ilusionó ver a un Estado limpiando sus propias manchas. Pero, acto seguido, pensé en lo inútil de esa acción si no extraemos un aprendizaje de ella. ¿De qué sirve perdonar años después si seguimos condenando en la actualidad? Esa es la clave. Yo no quiero que me perdones. Nada malo he hecho. Pero acepto que me pidas perdón por tu ausencia de humanidad, de respeto, de tolerancia, de generosidad, de empatía, para con todos aquellos que, alguna vez en la historia, han sido perseguidos por su raza, por su ideología, por su religión, por su sexo, por su orientación sexual, por su identidad de género,…
Copiando una de las estrofas de El beso, tema del álbum homenaje a Alan Turing Un dígito binario dudoso, de Hidrogenesse, esta columna podría ser un beso para despertar a todos los gays, lesbianas y transexuales que, en la historia de la Humanidad, han sido condenados a dormir un sueño eterno por ser como eran.
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Comentarios
Por Pablo Vergara, el 01 enero 2014
Es distinto pedir perdón que perdonar. Reino Unido no tiene que perdonar,si no pedir disculpas (cosa que ya hizo el año pasado), y al mismo tiempo reconocer que ni Alan Turing, ni ninguno de los gays condenados en Reino Unido cometió delito alguno. De paso, estaría bien una indemnización a los que todavía quedan vivos.
Las disculpas de la iglesia también son cojonudas. «Hagamos ahora lo que queramos, que ya se disculparán otros dentro de cien años» (en cien años, todos calvos).
Por Tony López - Eventos Morelia, el 09 enero 2014
Perdonar es olvidar, es dejar en el pasado las cosas que nos han herido en lo más profundo de nuestro ser. En ocasiones necesitamos el perdón de alguien cuando hemos actuado incorrectamente, lo más difícil es reconocer que se ha cometido un error y asumir las consecuencias.