Pérez Villalta en su laberinto de búsqueda de la belleza
Nos perdemos en ‘El arte como laberinto’, la amplia retrospectiva que la Sala Alcalá 31 de la Comunidad de Madrid dedica al medio siglo de trayectoria de Guillermo Pérez Villalta (Tarifa, 1948), pintor, escultor, dibujante, arquitecto, diseñador de joyas y objetos, grabador y escenógrafo, uno de los artistas más completos de nuestro país, destacado integrante de la Nueva Figuración Madrileña. “El arte me ha dado mucho en la vida, ha construido mi mente que no funcionaría como lo hace sin su continua motivación y me ha abierto puertas (…) Ha hecho que perciba la belleza hasta en las cosas más nimias. Y ese conocimiento y ese aprendizaje me han producido un placer tan intenso que, a veces, pierdo el sentido del yo, diluyéndome en la emoción misma de la belleza”.
Antes, mientras cruzaba la calle de Alcalá, pensaba cómo a veces un solo instante del día puede alejar nuestro desánimo de meses, cuando a nuestro alrededor todo se muestra, de pronto, perfecto. Por encima de los edificios he visto al sol de febrero amasar en el azul unas nubes rollizas, y luego posarse en los autobuses y los coches, en las cabezas de los viandantes y de los semáforos con su mano amarilla y caliente. Bajo esa luz, la realidad se multiplicaba colorida y vibrante, las fachadas resplandecían como si estuviesen recién alzadas y una atmósfera ámbar cubría la avenida hasta la plaza como un papel celofán, como el envoltorio de un caramelo que te podrías comer, enseguida. Y, no sé por qué, me he acordado de estos versos de Wallace Stevens: “Ellos dijeron: Tienes una guitarra azul, / no tocas las cosas como son. / El hombre respondió: Tal como son / las cosas cambian con la guitarra azul”.
En el pasillo central de la exposición que bajo el título de El arte como laberinto la Sala Alcalá 31 dedica a Guillermo Pérez Villalta, hay un templete en cuyo interior dorado está grabada esta frase: LA VIDA SURGE PARA TENER CONSCIENCIA DE LA BELLEZA. El artista ideó esta muestra tratando de expresar “un símil del pensamiento en la cabeza, cómo los pensamientos divagan, van dirigiéndose de un sitio a otro, cómo una cosa repercute en otra, cómo la propia estructura del pensamiento está dirigiendo tus percepciones”. Lo cuenta en el catálogo de la exposición, en una larga conversación con Óscar Alonso Molina, comisario de esta retrospectiva que ha reunido cuadros, esculturas y objetos de cuatro décadas de trayectoria de este creador multidisciplinar de la llamada Nueva Figuración Madrileña.
Para organizar el recorrido entre las obras, Pérez Villalta estudió los planos de este edificio de Antonio Palacios y trazó la división armónica, que es algo que hace siempre al comenzar un cuadro, y decidió crear un laberinto que discurriera entre sus bóvedas, columnas y pilastras para que los visitantes nos perdiésemos un poco en él: “que una obra te lleve a la otra, un espacio a otros, unos vacíos, otros llenos, unos muy intensos, otros no”.
Así que al entrar en la sala primero se duda, porque a ambos lados presientes las gozosas posibilidades de extravío, y no quieres dejar pasar ninguna. Yo me he detenido primero en La biblioteca, un lienzo de 2019 donde una mujer y un hombre con camiseta a rayas escogen libros de unos anaqueles con la misma disposición que se ideó para esta muestra: muros y paneles aparentemente desordenados en un caprichoso zig-zag que forma recovecos, por donde transitas con la única guía de tu intuición, sin seguir itinerarios ni cronologías.
Todo en Pérez Villalta está impregnado de arquitectura. En sus últimos cuadros, sus personales ambientes de orden geométrico aparecen además tamizados por espesas atmósferas de tono ocre, donde entre las líneas de paredes y pilares siempre hay un vano, una puerta o ventana que guía nuestra mirada hacia otro escenario nuevo, como si allá fuera de la habitación empezase el mundo: el mar y la línea del horizonte en Fascinación de la geometría (2018), un jardín tapizado de hierba al otro lado de la celosía en Hombre dibujando (2002), un río serpenteando por el valle verde en Altar (2001). Parecen creados desde una reflexión profunda sobre la condición del hombre, impregnados a veces de un tono metafísico o religioso, como San Jerónimo en su estudio (2005), La excavación (2020) o Dédalo y el Minotauro (2017).
He tenido que esperar unos minutos a que el hombre con sombrero negro de ala se hiciese algunos selfis ante La ciudad ideal (1992), pero luego yo también me he tomado tiempo observando en el cuadro detalles de las mujeres que cruzan la plaza charlando, el ciclista y los niños que juegan a la pelota, las distintas geometrías de las baldosas en las terrazas, el hombre calvo que otea de espaldas en la azotea, el que escribe tras la ventana y la mujer que se asoma y nos mira desde el otro lado, las cúpulas y los minaretes, las palmeras y el mar. Casi siempre está el mar de fondo en los paisajes de Pérez Villalta, de un azul rabioso como en Artistas en una terraza (1976) o El Taller (1979). Claro, es lo que veía el pintor desde la cama en su habitación de Autorretrato por la mañana (1973), en un cuarto tan pequeño que, como se ve, tenía que abrir la ventana para sacar los pies.
Como ha dicho en alguna ocasión, Pérez Villalta detesta copiar la realidad. Esta búsqueda de lo trascendente se plasma en sus fabulosas arquitecturas, en esos espacios inútiles o ruinosos habitados por figuras mitológicas que cruzan el tiempo y tiran de él hacia delante para amalgamarlo todo en el mismo plano, convertido en pura geometría. Pero muchos de sus cuadros también están contando una historia donde descubro a los personajes viviendo sus vidas en la misteriosa dimensión que solo existe en los lienzos. En La plaza (2016) todas las figuras van a algún sitio y llevan algo en la cabeza: una jaula, un cesto, extraños sombreros. A veces, desde los ángulos que en la exposición forman los tabiques del laberinto, los veo en sus afanes de un modo esquinado o sin la suficiente perspectiva, y entonces tengo la impresión de estar espiando a los hombres desnudos en Los baños (1993-94) o en las pilas de los Tintoreros (1989).
Desde la galería superior, bajo la bóveda de la sala, se ve el laberinto de la exposición como las piezas de un juego, y se entiende cómo la disposición de los muros ha creado pequeños espacios de intimidad con los cuadros de los que entras y sales, que descomponen la obra del artista y al mismo tiempo la reúnen en el sentido de un todo, igual que los versos sueltos de un poema cuyo significado captas al llegar a la última línea. Aquí arriba, uno frente a otro, cuelgan sendos autorretratos a lápiz de Pérez Villalta: el pintor joven y el maduro mirándose desde un corredor al otro, y junto a ellos hay pequeños paneles con sus textos, donde se pueden leer las reflexiones de toda una vida creando: “El arte me ha dado mucho en la vida, ha construido mi mente que no funcionaría como lo hace sin su continua motivación y me ha abierto puertas, me ha proporcionado capacidad de análisis, estructuras de pensamiento, la posibilidad de imaginar, de construir, así como de percibir geometrías y poder jugar con ellas. Ha hecho que perciba la belleza hasta en las cosas más nimias. Y ese conocimiento y ese aprendizaje me han producido un placer tan intenso que, a veces, pierdo el sentido del yo, diluyéndome en la emoción misma de la belleza. Con solo haber experimentado eso, la vida ya ha merecido la pena”.
Cuando vuelvo a la luz viva de la calle recuerdo otra vez los versos de Wallace Stevens y esa frase de Pérez Villalta acerca de la belleza que vi dentro en el templete, y cruzo pensando en que, aunque podamos imaginarla así, la realidad no está encerrada en una dimensión geométrica sino que vibra y cambia a cada instante, que la proporción y la armonía de las cosas son solo campos vibrátiles, energía que se ordena de algún modo para que todo lo que vemos nos parezca real y, en ocasiones, hermoso.
‘Guillermo Pérez Villalta. El arte como laberinto’. Sala Alcalá 31, Madrid. Hasta el 25 de abril.
No hay comentarios