Un planeta irreconocible y 40 mujeres encerradas en una jaula
La novelista y psicoanalista belga de origen judío Jacqueline Harpman (1929-2012) toma la experiencia del brutal antisemitismo que sufrió en carne propia –parte de su familia fue asesinada en Auschwitz– para dar forma al escenario postapocalíptico de una novela inusual, demoledora y desconcertante: ‘Yo que nunca supe de los hombres’. Reinventa el núcleo de la distopía para poder borrar de su memoria la sangría descomunal de la barbarie nazi. En un futuro cercano, en un planeta irreconocible, cuarenta mujeres son mantenidas en una jaula custodiada por silenciosos hombres uniformados…
¿Qué hacer cuando en tu vida solo hay espacio para las preguntas? ¿Qué hacer cuando tu biografía es un diario de incertidumbre extrema? ¿Qué hacer cuando la palabra libertad es un pájaro muerto dentro de cuarenta bocas?
Ser inteligente, ser osada, trasgredir y convertir tu mente en un purgatorio ilimitado como hace Jacqueline Harpman (1929-2012) con la de la protagonista de su demoledora, desconcertante y originalísima novela, Yo que nunca supe de los hombres.
Una novela que pivota entre la vigilancia más extrema y la libertad más árida. Harpman se agarra a lo opuesto para narrar esta historia en la que nada es improvisado. Para ofrecer este holocausto lento en que va deshaciéndose de todas su protagonistas con un acierto que conmueve. La autora tiene una fuerza narrativa descomunal, una forma de reeducar a sus personajes que convierte la narración en un prodigio esencial. Harpman trepa palabra a palabra desde la asepsia más severa hasta colmar de humanidad el cuerpo de cada una de sus cuarenta protagonistas:
“Empecé a empujar el carro. Tenía que parar constantemente, quitar piedras, barrer el suelo, el entierro de una mujer por la última de las mujeres que quedaban fue una lenta procesión funeraria”.
Reinventa el núcleo de la distopía para poder salvarse, para poder borrar de su memoria, de la memoria de muchas generaciones, la sangría descomunal que la barbarie nazi dejó caer sobre las ramas de demasiados árboles genealógicos.
Yo que nunca supe de los hombres es una reinserción lisérgica para la autora en el mundo del equilibrio emocional. La forma en que poder reflexionar sin imitar a los verdugos.
Harpman nos enfrenta a una novela exigente, que nos extenúa, que cuenta nuestros pasos, que nos hace caminar junto a esas cuarenta mujeres que salen a la luz y que se convierten en cuerpos errantes que irán rehabilitándose a medida que avancen y descubran. No escatima momentos duros, nos llena las fosas nasales de hedor a muerte, nos agrieta la carne de los pies sobre el camino lento de una huida agónica y sin sentido, pero su inteligencia nos impide apartarnos del sendero que ha ideado. Su protagonista es la madre prematura e ilógica del resto de protagonistas, una mesías sin memoria que será el epílogo del resto. Una pluriempleada ética que las salvará a todas, aunque el final de todas sea alimentar la tierra que jamás creyeron volver a pisar:
“No tuve que detener el corazón de Théa, cada muerte la había matado un poco”.
“Recibí varias veces esta caricia, la única que he podido tolerar, el agradecimiento silencioso de una mujer que recibía la muerte de mi mano”.
Harpman ha escrito un bellísimo diario de incertidumbre que ofrece respuestas que impactan contra el alma, que acorralan, que demuestran el olor a podrido de los totalitarismos, de las guerras, y sobre todo de las posguerras, ese vertedero en el que no existe más ley que la de la humillación:
“Quizá un de las mujeres que vi muerta en los sótanos era mi madre, o quizás mi padre yacía momificado sobre la reja”.
“También subimos colchones. Solo tocábamos los que podíamos subir sin molestar a los muertos”
No hay página que no haga al lector sentir la vaharada de indefensión que provoca la lectura de cada línea, lo que nombra su autora en la página 100: “Esa procesión silenciosa hacia lo imposible”.
Yo que nunca supe de los hombres es una novela de extremos afilados que no comete la imprudencia de caer jamás en la provocación. El equilibrio memorístico de la autora es un refugio imbatible porque ofrece verdades que humanizan el dilatado letargo al que sus protagonistas son expuestas, que las individualiza hasta devolverles la dignidad:
“Pasado un momento, me dirigía a la letrina. Al volver, me di cuenta de que algunas mujeres se habían instalado aparte, debajo de las mantas, de dos en dos, abrazadas”.
Todo es una incógnita que late alrededor de ellas como un ente que las acorrala, que las hunde y las convierte en desamparadas hijas pródigas:
“¿Qué quieren de nosotras? ––pregunté de nuevo
Se encogió de hombros.
––Solo sabemos lo que no quieren”.
Salen a la luz, pero siguen cautivas como en una broma macabra que sin duda se le ha escapado al aburrimiento de un sátrapa:
“Veníamos del aire libre, retrocedí asqueada: desde el segundo tercio de la escalera me asaltó ese olor. Théa me explicó:
––Es nuestro olor, que se ha quedado abajo. Ya has perdido la costumbre. El sistema de ventilación nos garantizaba un aire respirable, sin más”.
Todo es deslumbrante en esta fábula en la que todo es narrado por su protagonista desde el desconocimiento más absoluto, pero que sin embargo está hecho desde una generalidad emocionante, desde un descubrimiento total capaz de regenerar la mirada de quien lee:
“El viento, aunque muy tenue, pegó el vestido mojado a mis muslos, y eso me pareció extraordinario”.
“Habían deseado algo toda su vida, pero en lo que les estaba ocurriendo no reconocían lo que habían esperado”.
“Éramos libres.
En realidad solo habíamos cambiado de prisión”.
“Inevitablemente la pena volvió con la memoria”.
No dejen de sumarse a este peregrinaje apocalíptico, a esta historia de mujeres en la que todo se transforma, en la que todo acaba revertido en una verdad absoluta.
No dejen de leer esta novela de título contradictorio en la que la sabiduría y la coherencia de su protagonista será la más bella forma de libertad con la que podrán encontrarse.
No dejen de leer Yo que nunca supe de los hombres, porque cada una de la reflexiones de su protagonista agotan todas las posibilidades, porque la mente de la autora es como un molino que lame el agua oscura hasta convertirla en un derroche de luz.
‘Yo que nunca supe de los hombres’. Jacqueline Harpman. Traducción de Alicia Martorell. Alianza Editorial. 185 páginas.
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