La poción de las pigmeas
Hoy nos vamos a Camerún, a territorio pigmeo, para intentar desvelar algunos de sus secretos sexuales. Es nuestra entrega 21 de los Relatos de Agosto de ‘El Asombrario’ y el Taller de escritura de Clara Obligado.
POR CHAVELA VEDO
Aquel jueves Julia y yo teníamos por delante un fin de semana que pintaba aburrido. Todo el mundo que conocíamos en Ebolowa tenía planes fuera, menos nosotras dos. En vista del panorama, decidimos relajarnos (nuestra vida allí era muy intensa) y regalarnos un fin de semana exótico, bueno, más exótico aun que residir en Ebolowa. Agarramos un mapa (de los desplegables de papel) y en menos de cinco minutos decidimos que nos iríamos a Kribi, territorio de pigmeos.
Kribi es un destino turístico de la costa de Camerún, es su “Costa Azul”. Desde nuestra base en Ebolowa, por el camino más corto, hay unos 140 kilómetros, pero como esa ruta sólo era apta para tractores o tanques, tuvimos que dar un pequeño rodeo: 157 kilómetros hacia el norte, a Yaoundé, 170 kilómetros hacia el oeste, hasta Edea, y luego 150 kilómetros hacia el sur, hasta Kribi. Sobre el mapa es casi un cuadrado, en total más de 470 kilómetros en los que se emplean unas nueve horas, dependiendo del tráfico y de lo que llueva en el camino. Si llueve mucho, los socavones se llenan de agua y no se ven, por lo que hay que parar para evitar que el coche naufrague; por suerte, en cuanto cesa la lluvia, enseguida se seca todo y los socavones vuelven a ser visibles. Estas paradas técnicas y la velocidad de crucero permiten disfrutar a fondo del paisaje, todo en esta zona del sur está empotrado en la selva, una belleza.
Viajamos en un coche que nos prestaron. Hacíamos un grupo curioso, dos españolas y nuestro chófer bantú. A Julia y a mí, después de tres semanas compartiendo nuestro destino africano, ya no nos impresionaba el efecto que causaba nuestro color de piel en la población; el chófer parecía encantado con la expectación que levantábamos, sobre todo Julia, una andaluza con una sonrisa y una gracia que cautiva, aunque su “frañol” no se entienda nada; él era un conocido que se ofreció a llevarnos. Le quedamos agradecidas porque conducir en este país es una gincana en toda regla; no hay señalizaciones claras ni oscuras, ni normas conocidas de circulación, salvo el todo vale.
Salimos de Ebolowa a las ocho y media de la mañana del viernes y llegamos a Kribi pasadas las seis de la tarde. Paramos casi llegando para contemplar la puesta de sol, todo el paisaje se veía envuelto en una luz rojiza muy intensa, que se fundía con el rojo de la tierra. Casi a oscuras comenzamos a buscar hotel, fue divertido, sobre todo por la cara de Julia cuando le traducía lo que nos decían, no daba crédito, luego sí, al ver las habitaciones. Recorrimos más de seis alojamientos para encontrar algo que reuniera unas mínimas condiciones. Todos tenían las mismas. Nos quedamos con uno cercano a la playa, y agradecimos a nuestras respectivas Unidades del Viajero de nuestros respectivos hospitales en España que nos hubieran puesto todas las vacunas conocidas hasta la fecha. Además de las vacunas, viajábamos con las inevitables velas y con nuestras sábanas y toallas. Todo un acierto. Nos olvidamos los productos de limpieza (los estándares aquí son distintos a los españoles), pero al menos no las chanclas de goma, imprescindibles para acceder al cuarto de baño.
Después de negociar duramente el precio de la habitación del chófer y de la nuestra, y pagar por adelantado, nos fuimos a cenar a un conocido establecimiento de pescado fresco, a la orilla del mar. La pesca en Kribi tiene fama, los precios también deberían tenerla por lo elevados que son. El restaurante era como un chiringuito de playa, pero a la camerunesa, todo muy oscuro. Antes de sentarse había que elegir lo que te ibas a comer, y te lo preparaban a la brasa; estaba muy rico, pero como dijo Julia, “mejor no hacerse preguntas tontas respecto a los vasos, platos, ni nada; nena, to padentro”.
Al amanecer, tras una noche para recordar y no repetir, debido sobre todo a la fauna local de menor tamaño, nos dirigimos a las cascadas del río Lobé, encajonadas en la vegetación selvática que a esa hora del día era de un verde casi lujurioso. Cascadas preciosas y muy útiles, allí es donde los nativos lavan su ropa y a ellos mismos; según nos dijeron es un agua buenísima. Tras admirar esas maravillas de la naturaleza (las cascadas y los nativos bañándose), nos fuimos a buscar una embarcación, y, luego de una negociación tremenda con el propietario de una piragua, remontamos el río hasta llegar a un poblado pigmeo, en el corazón de la selva.
Leopold, el propietario de la piragua, era un atractivo bantú de gran estatura soportada por una percha de proporciones impecables. Se comportó como un auténtico caballero desde el momento en que cerramos el precio del viaje (antes no tanto); nos presentó a su ayudante, un chico simpático con una cacerola colgada del cinto. Sí, una cacerola. El patrón nos ofreció a Julia y a mí, por turno, aunque creo que el turno de Julia duró bastante más que el mío, su mano para embarcar, mientras que, con un pie en la piragua y el otro en la piedra movediza que hacía las veces de embarcadero, evitaba que la piragua se alejase de la orilla. Luego, al tiempo que saltaba al interior, impulsó la piragua con el pie de la piedra, se sentó en el travesaño de proa y comenzó a remar con brío.
Las dos estábamos todavía preguntándonos para qué necesitaba al ayudante, cuando este entró en acción. Antes de llegar al centro del río el agua se había colado alegremente entre los tablones de nuestro navío, alcanzando un nivel de unos quince centímetros; el chico nos pidió que pusiéramos los pies sobre el travesaño de delante, y sonriendo (aquí la gente sonríe mucho) se puso manos a la cacerola, llenándola y vaciándola por la borda, a intervalos rítmicos que me hicieron pensar en el señor del timbal que anima a los remeros en las pelis de romanos. Leopold miraba mucho a mi compañera y me pedía que le preguntase cosas, le sonreía nervioso y bajaba los ojos cuando Julia lo miraba directamente. Ella, divertida, me preguntaba: “¿Qué dice?, ¿qué le has dicho?”. Pues que te gusta mucho su país y cosas de ese tipo, le contestaba yo. Repartíamos nuestra atención entre admirar la belleza del trayecto y vigilar el nivel del agua en la piragua. El verde de la selva se había hecho aún más intenso con la luz de mediodía, el agua del río se volvía casi negra conforme lo remontábamos. El trabajo del chico fue eficaz, tras una hora de navegación llegamos a nuestro destino con los pies secos.
El poblado se encontraba a un kilómetro, más o menos, de la orilla del río. Durante el trayecto a pie varios niños pigmeos, perfectamente camuflados entre la vegetación, nos observaban y se reían (creo que de nosotras). Sus carcajadas los delataron, y al saberse descubiertos salieron y nos acompañaron entre más risas. Leopold, sin dejar de mirar a Julia, apartaba con cuidado las ramas y las lianas que ocultaban el sendero. “Me mira mucho, ¿no?”, me dijo Julia; era verdad. La miraba muchísimo.
Poco más de media hora después alcanzamos un claro en la selva en el que había ocho chozas dispuestas en semicírculo, edificación inteligente consistente en troncos de bambú clavados en el suelo, con el techado de ramas; la choza del Jefe, la más grande. Vivían allí cinco familias que nos recibieron bien, porque sabían que les llevábamos el obsequio estándar: whiski en monodosis y cigarrillos; naturalmente se lo entregamos al Jefe, el cual, agradecido, nos dejó fotografiarnos con su lanza, todo un honor. Leopold insistió en fotografiarse con Julia y con la lanza; quedaron muy guapos.
Cuando llegamos, estaban preparando la comida; se han modernizado y usan cacerolas de aluminio desde hace algunos años, la fuente de energía sigue siendo la de toda la vida, la fogata, y para sujetar las cacerolas sobre el fuego utilizan una especie de trébedes en versión pigmea. Los pigmeos también han modernizado su vestuario, han sacrificado su indumentaria tradicional que se caracterizaba por la ligereza, y ahora usan ropa occidental (camisetas y calzonas sobre todo), lo cual les da más trabajo porque la tienen que lavar. Como consecuencia del contacto con no pigmeos, sus condiciones de vida han mejorado un poco y han crecido, ya no son tan bajitos. Este contacto con no pigmeos también tiene su lado oscuro, los bantúes (nuestro Leopold es bantú, también su ayudante y nuestro chófer) se han alzado con el monopolio de las visitas turísticas, sospecho que también con buena parte de los ingresos que generan, pero no quiero opinar sobre asuntos tribales.
Leopold se brindó a hacer de traductor porque, dijo, los pigmeos no hablan francés (luego descubrimos que sí lo hablan). Nos contó que los pigmeos siguen fieles a sus costumbres ancestrales, y que viven totalmente integrados en la selva; nos aclaró que conocen a la perfección todo lo que crece por allí, y parece que da mucho juego. Para ilustrarlo nos describió las pompas fúnebres pigmeas; según él, cuando muere alguien de la comunidad, los hombres se reúnen en lo que podríamos denominar la plaza del poblado, es decir, la parte vacía del semicírculo, y, después de haber cavado la fosa allí mismo, y de haberse tomado unas cuantas cosas de las que tienen a mano, entran en una especie de trance y comienzan su ritual. Mientras, las mujeres deben permanecer encerradas en las chozas. Al finado lo colocan junto a la fosa y en un momento dado del ceremonial, el Gran Espíritu hace acto de presencia. Se nota porque sacude fuertemente las copas de los árboles y hace un ruido horroroso, y porque coloca al muerto en la fosa; de esto se dan cuenta cuando recuperan el conocimiento que perdieron, debido a la ingesta de la mezcla de semillas, hojas y hierbas, todo productos naturales, que preparan en forma de poción. ¿Por qué las mujeres deben estar escondidas? Pues Leopold no nos lo dijo, pero es una tontería porque las chozas dejan ver todo lo de fuera; lo que sí añadió es que, cuando están en trance, los pigmeos hombres poseen la cualidad de desplazarse casi a la velocidad del rayo por la selva, cubriendo grandes distancias en cuestión de minutos. Por más que insistí no pude averiguar la composición de la poción, la guardan en absoluto secreto.
De vuelta río abajo, Leopold cambió de tercio y nos informó de que las mujeres pigmeas pueden hacer enloquecer de amor a un hombre, y de que se habían dado casos de no pigmeos que incluso habían abandonado a su familia, su trabajo, su casa… su vida anterior por ellas. No quitaba su vista de Julia, y Julia no paraba de preguntarme.
–¿Qué dice?
–Luego te aclararé todo lo que no hayas entendido –le contesté yo, para no interrumpir el ritmo de las interesantes explicaciones de Leopold.
–Leopold, ¿cuál es el secreto de las pigmeas para ser tan seductoras? −pregunté.
Nuestro bantú casi se cayó al agua de la risa nerviosa que le entró; cuando se repuso contó que utilizan plantas que sólo ellas conocen para aumentar su potencia sexual, y la del pigmeo; sobre todo una corteza con la que preparan una poción para lavarse el sexo (palabras textuales de Leopold) y que hace que no sea posible resistirse a ellas; no sólo eso, sino que el señor en cuestión nunca quiere irse. Al parecer también tiene un componente místico porque, en pleno éxtasis, las señoras pigmeas sienten como si se comieran el corazón del señor y le robaran el alma para siempre. Mientras contaba todo esto, Leopold miraba a Julia como si pretendiera hipnotizarla; en un momento dado le dijo algo en bantú a su ayudante, y éste, en lugar de achicar agua comenzó a echársela a él por la cabeza.
–Pero, ¿qué hace este chico? –preguntó Julia.
–No sé, el pobre Leopold debe tener mucho calor de tanto remar (no era verdad, íbamos a favor de la corriente).
Leopold parecía estar pasando un mal rato, creo que se puso colorado. Yo, de vez en cuando volvía la cabeza para mirar a nuestro chófer, que ocupaba el travesaño de popa; el hombre tenía una cara rara, reía sin ruido, con los ojillos entornados, y también se refrescaba metiendo las manos en el agua. Los tres hombres que iban con nosotras (Leopold, nuestro chófer, y el ayudante de Leopold que lo regaba todo el tiempo), declararon que las pigmeas son guapísimas. Julia y yo nos dimos cuenta, una vez más, de los diferentes que son los estándares de cualquier cosa en cada sitio; no emitimos opinión alguna.
Nuestro patrón remero se apuntó a comer con nosotros en la playa de la desembocadura del río. Durante la comida, Leopold me hizo mucho la pelota porque creía que Julia era mi hija. Al cabo de un par de horas me confesó que ella era el amor de su vida y, con mi permiso, le regaló una pulsera, un coco y media cerveza, además de invitarla a vivir en su choza, para que pudiera aprender más cosas de las señoras pigmeas, así mismo lo dijo. Añadió que me haría una choza para mí sola, para que pudiera visitarlos cuando quisiera. Yo agradecí mentalmente a los cielos que Julia hubiera desistido de ponerse en bikini y darse un chapuzón (aún no había tenido ocasión de explicarle en detalle lo de las pigmeas), me había costado un poco convencerla, pero el argumento de los petroleros anclados frente a la playa fue decisivo.
Julia por poco se desmayó cuando le expliqué, con todo lujo de detalles, las pretensiones de Leopold (su frañol no le permitía seguir bien el hilo de las conversaciones), su vahído se produjo, sobre todo, porque le dije que había dado al muchacho mi consentimiento como madre. Cuando se estaba recuperando de la impresión, por suerte para mí, la puesta de sol en la playa nos dejó sin palabras; el verde de la vegetación se recortaba contra la luz roja del crepúsculo y el amarillo de la arena, y, enseguida, la negra oscuridad. No había luna y nos costó un poco localizar el coche (aquí el alumbrado público es sólo privado, y en la playa no había). Julia intentaba explicarle al muchacho que no podía llevárselo a España, él no lo comprendía; como era una conversación privada yo decidí no intervenir, ya se entenderían entre ellos. Le costó una barbaridad deshacerse de Leopold, el pobre quedó muy contrariado; se había hecho ilusiones de viajar a España tras el aprendizaje in situ de Julia de las costumbres pigmeas y de quedarse a vivir para siempre con ella.
El chófer se conoce que se había animado con la conversación en la piragua sobre las habilidades de las pigmeas, y, en cuanto pudo, ya con su cara normal, también le declaró su amor eterno a mi compañera; el hecho de que estuviera casado no era ningún impedimento, según dijo, su mujer lo comprendería y le dejaría irse a España. De nuevo tuve que hacer de intérprete, pero ya estaba aprendiendo y me limité al fondo del asunto, nada de florituras esta vez. Julia no daba crédito, yo tampoco, pero tenía ganas de cenar y así lo dije.
Al llegar al hotel, ya de noche cerrada, nos estaba esperando un miembro de nuestra base en Ebolowa. Había tenido que asistir a unas reuniones en la capital y, al saber de nuestra escapada (aquí es misión imposible mantener algo en secreto), decidió unírsenos. Viajó desde Yaoundé, unas seis horas de autobús, para cenar con nosotros pescado a la brasa, se pirra por el pescado de Kribi. Yo me alegré, gracias a eso Julia volvió a hablarme, se había enfadado un poquito por lo de Leopold. Además, nuestro chófer dio tregua en su asedio hacia mi compañera, creo que intimidado por nuestro inesperado huésped (inesperado para nosotras, a él le había llamado por teléfono para conocer nuestra ubicación exacta).
Salimos temprano al día siguiente, exactamente al alba, tras nuestra segunda noche única e inolvidable, esta vez a causa de los efluvios del insecticida que utilizamos para combatir la fauna menor de la habitación. Julia y yo propusimos dar un pequeño rodeo de unos cuarenta kilómetros, para internarnos un poquito en la selva, después de todo ya estábamos allí, y para eso solo no pensábamos volver. Gran idea, debíamos remontar el curso del río hasta llegar a un enclave que fue el núcleo de las plantaciones de caucho de la época de los alemanes y los holandeses. Nos perdimos. Al cabo de tres horas de viaje inenarrable llegamos a un poblado, en la profundidad de la selva. Pudimos comprobar, una vez más, la curiosidad que despierta la raza blanca por aquellos parajes; en poco más de diez minutos todos los habitantes del poblado estaban a nuestro alrededor, riendo y preguntándonos cosas. De nuevo un joven quedó prendado de Julia, pero esta vez yo no le traduje nada. No tengo ni idea de a qué etnia pertenecían, fueron muy amables, nos dieron instrucciones para salir de allí. El viaje valió la pena, nos perdimos dos veces más por la selva, pasamos un poco de miedo (yo mucho), y descubrimos poblados inimaginables.
Tras no sé cuantas horas de coche dando tumbos, literalmente, por aquellos andurriales, aparecimos en la carretera correcta, la alegría duró poco, enseguida se puso a llover como nunca y tuvimos que quedarnos quietecitos un buen rato; la puesta de sol ya no nos gustó tanto, sin sol los socavones no se ven igual, y menos llenos de agua. Después de la parada técnica pudimos continuar viaje, la velocidad media no superó los 35 kilómetros por hora, como era una noche sin luna no se pudo ir más deprisa. Llegamos exhaustos a nuestro destino, por suerte nos habían guardado la cena; con tanta emoción ninguno dijo nada de comer en todo el día, además nos hubiera dado igual, no había nada de nada.
No volvimos a saber de Leopold. Nuestro chófer, en cuanto entramos en Ebolowa se olvidó de sus pretensiones bígamas y se volvió a su casa como si nada. Nosotras dos, después de cenar, nos refugiamos en mi chambre, bajo la doble mosquitera convenientemente rociada de insecticida y repelente universal, y, entre, el ataque de risa que nos dio cuando le dije a Julia que se había convertido en la sex-symbol de Camerún, unos cuantos chupitos del coñac que yo guardaba a buen recaudo, y de hacernos el cuento de La Lechera con lo que podríamos ganar comercializando en Europa la poción de las pigmeas, conseguimos relajarnos de nuestro viaje para huir del aburrimiento.
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