El polvo sahariano que nubló toda la península significaba mucho más
En el desierto saharaui hay un proverbio que dice: “Si te quieres conocer; conoce a los demás”. Ellos, el pueblo saharaui, acaba de conocer la decepción con el giro de la política exterior del Gobierno español. La tormenta de polvo sahariano que nubló la península la semana pasada, como una metáfora.
“Si yo pudiera, me callaría para siempre”, le dice Edmon Jabès, judío errante de origen sefardita, a Marcel Cohen en Del desierto al libro (Trota). Yo también me callaría si pudiera, no añadiría más palabras a este inmenso vertedero de ruido, de basura léxica, en el que vivimos. Pero no puedo. De modo que aquí me tienen otro domingo en Área de Descanso, cuando sabemos ya que el polvo sahariano que veló el cielo de naranja la semana pasada era algo más que un fenómeno físico. Era el grito de un pueblo, el saharaui, uno de los más ninguneados en la historia reciente, y ya es decir.
Desde que España los abandonara a su suerte en 1976 viven en un campo de refugiados en el desierto de Argelia, en Tinduf, sin que las armas ni la diplomacia hayan servido para nada hasta el momento para lograr un referéndum en el que sean los propios saharauis quienes decidan su destino, tal y como reconoció Naciones Unidas en 1991. Un referéndum que cada vez parece más lejano y que el Gobierno español aventa aún más con su giro inexplicable y traicionero. Demuestra, además, el poco peso que tiene España en la escena internacional y en concreto en su conflicto con Marruecos. No ha dudado en sacrificar los principios de los que tanto habla y sus propios intereses (con Argelia, por ejemplo) para contentar a un régimen regido por un sátrapa, en el que no se respetan los derechos humanos, que utiliza los migrantes como moneda de cambio. Un giro, el del Gobierno, que se entiende aún menos después de asumir su obligación moral el pasado mes de abril y acoger al líder del Frente Polisario, Brahim Ghali, por razones humanitarias.
El polvo sahariano nos anunciaba que algo se cocía en Moncloa y el olor a podrido, a azufre, iba a llegar muy pronto.
En el desierto saharaui hay un proverbio que dice: “Si te quieres conocer; conoce a los demás”. Se lo contaba hace un par de años a un periodista mexicano el escritor Ahmed Mulay Alí Hamadi, embajador de la República Árabe Saharaui Democrática (Sahara Occidental) en México y ministro embajador de Negocios para América Latina y el Caribe. Alí Hamadi es uno de tantos escritores que viven en la diáspora por la ocupación marroquí del Sáhara Occidental. Como compatriotas que somos hasta que ellos no consigan su propio Estado, deberíamos pasar alguna vez por los campos de refugiados para conocer mejor a este pueblo rebelde y orgulloso que se niega a vivir bajo la bota de un tirano. Quizás así nos conoceríamos mejor a nosotros mismos, como reza el proverbio saharaui.
Aunque el cambio de postura del Gobierno ha sido la puntilla, lo cierto es que los sucesivos Ejecutivos se han lavado las manos con los saharauis, a quienes les debemos algo más que buenas palabras. Son españoles abandonados a su suerte por la ineficacia, la miopía y la dejadez de nuestros gobernantes. La actitud del Estado contrasta con el compromiso de una parte de la sociedad española, que lleva años prestando su apoyo a la causa saharaui. No solamente en el terreno, también acogiendo a familias y niños que llegan a nuestro país en busca de un consuelo a sus infaustas condiciones de vida en el desierto.
Pero el polvo sahariano no sólo nos anunciaba la tragedia saharaui, también que el desierto está muy cerca, a pocos kilómetros. Hace ya mucho tiempo que llegó a Almería. La desertificación (por el abuso en la explotación del suelo y el agua) y el cambio climático lo auparán hasta Despeñaperros más pronto que tarde. Entonces, cuando llegue ese momento, quizás el desierto nos traslade algunas preguntas. “Basta caminar por el desierto, solo caminar por el desierto, para convertirse en alguien diferente”, escribe Pavel, el entrañable y enigmático narrador y protagonista de una deliciosa novela de Pablo D´Ors, El amigo del desierto, que leí hace años.
En el desierto uno encuentra el silencio. “Este silencio –que se niega a sí mismo– es uno de los muchos signos de la delicadeza que tiene el Sáhara con sus visitantes”. Deberíamos, pues, tener la generosidad de responderles con esa misma delicadeza.
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