Por la desobediencia civil, de Thoreau a Peacock
Coincidiendo con los rancios fastos militares de la Fiesta de la Hispanidad, ‘Área de Descanso’ se detiene hoy en grandes e inspiradores nombres de la más civilizada y natural desobediencia civil, desde Thoreau a Peacock. Con nombres como éstos, la editorial Errata Naturae lanza una nueva e interesante colección: ‘Libros Salvajes’. Recordad: «Todo lo bueno es libre y salvaje». Lo decía Thoreau.
Estos días de rancia exhibición y patriotismo a cuenta del Día de la Hispanidad, como si no hubiera otra forma de celebrar los lazos que existen entre América Latina y España que con una parada militar (podríamos festejar el idioma, al fin y al cabo lo compartimos más de 500 millones de personas), me acuerdo de la famosa mili. Ahora la mili, la palabra, nos parece lejana, como un mundo sin móviles ni Internet, aunque en realidad no han pasado tantos años desde que el mero hecho de mencionarla nos amargaba a los jóvenes de entonces. Por suerte, los de hoy ya no tienen que elegir entre pasar un año recluido en un cuartel o servir a la patria en una ONG como mano de obra barata.
Creo que mi generación fue de las últimas en pasar por este tormento que te quebraba la vida. Uno intentaba alargar todo lo que podía la decisión, hasta que la inevitable carta de uno de los dos ministerios, el de Defensa o el de Asuntos Sociales, llegaba a tu casa para que te incorporaras lo antes posible. El ejército, como el concepto de patria que manejan los nacionalistas de uno y otro lado, siempre me ha dado alergia y, como la ley me parecía injusta y carpetovetónica (como el propio concepto de patria), éramos muchos quienes pensábamos entonces que había que desobedecerla. Finalmente, mi cobardía innata, el miedo a verme entre rejas y la presión familiar pudieron más que mi ideología y opté por hacer el servicio social sustitutorio. Me tocó en una ONG dedicada a la lucha contra la pobreza y reconozco que antes de incorporarme intenté verle el lado positivo. Iba a echar un cable a gente necesitada. El problema es que el responsable de los objetores de conciencia era un militar retirado y su ayudante, mi supuesto jefe directo, un aspirante a guardia civil cuyo nivel de inteligencia quedaba lejos de la media; por debajo, claro. Espero por el bien del cuerpo, hoy revalorizado socialmente, que el individuo en cuestión no aprobara las oposiciones (cuando yo llegué se lo habían cepillado en tres ocasiones). Supongo que para compensar su incompetencia, intentó cebarse conmigo. Pero yo estaba muy bien aleccionado por mis amigos insumisos y cada vez que ordenaba un trabajo, yo le respondía como el Bartleby de Melville: “Preferiría no hacerlo”. Como la tensión entre nosotros se hizo insoportable decidí pedir el traslado a otra ONG. Envalentonado, finalmente dejé de acudir al servicio social, sin más, a pesar de las amenazas. Me libré de más de la mitad de mi condena y conseguí el papelito que evitaba mi muerte civil para el Estado. Sin embargo, algunos de mis amigos, insumisos de verdad, llegaron a pasar por la cárcel y otros vivían bajo la espada de Damocles, pendientes de que cualquier día la policía se presentase en su casa para enchironarles. El movimiento de insumisión ha sido uno de los más interesantes y audaces de cuantos ha habido en la democracia y creo que a quienes lo hicieron posible –tanto los afectados directamente como los que se autoinculpaban– no se les ha reconocido como deben. Entre ellos, por cierto, había un novelista y agitador cultural de primera línea, indispensable por su espíritu libertario, a quien no llegué a conocer personalmente pero cuya muerte prematura supuso una gran pérdida para mí. Hablo de Félix Romeo, quien nos abandonó definitivamente hace ahora cuatro años.
La desobediencia civil ha sido una herramienta indispensable para el cambio, pero conviene no frivolizar con ella porque, llegados a un extremo, hasta antisistemas como Esperanza Aguirre o Artur Mas podrían vestirse como insumisos. Para recordarnos el origen de la palabra, conviene refrescarlo de vez en cuando con la lectura de los clásicos. Por eso le estaré eternamente agradecido a Errata Naturae, una de las editoriales más interesantes y originales de los últimos años, que reúna en un solo libro los ensayos de Thoreau sobre la desobediencia civil. Como saben, el escritor y pensador norteamericano, pionero del ecologismo, pasó un día en el calabozo por negarse a pagar impuestos a un Estado que consentía la esclavitud. Thoreau no solo nos alertó sobre los excesos del mal gobierno, también de los peligros que para nuestras vidas tiene el llamado progreso: la ambición por la propiedad puede esclavizarnos y desnaturalizarnos. En esta Área de Descanso hemos hablado en varias ocasiones de Thoreau y de la actualidad de su pensamiento, que abogaba por la sencillez y el contacto con la naturaleza, con lo salvaje. En Desobediencia. Antología de ensayos políticos, el lector encontrará los textos más conocidos del autor de Walden, como La esclavitud en Massachusetts, Una vida sin principios o Desobediencia civil, y otros menos familiares, como La barbarie de los Estados civilizados o Defensa de la educación universal.
Y precisamente Thoreau y su lema “Todo lo bueno es libre y salvaje” le sirven a Errata Naturae como excusa para iniciar una atractiva colección, que se llama, cómo no, Libros salvajes, y cuyo primer volumen es la novela autobiográfica Mis años grizzly, de Douglas Peacock. El estreno no podía estar más en consonancia con el más audaz del grupo de Concord (Emerson, Whitman, el propio Thoreau), aunque, como señalan los editores, Peacock tiene mucho de Thoreau, pero también de Rambo.
Geólogo de formación, Peacock había librado algunas batallas contra la degradación ambiental antes de que su vida diera un vuelco cuando lo llamaron a filas para combatir en Vietnam. Consiguió llegar a ejercer como médico para los Boinas Verdes, y la brutalidad y la deshumanización de la guerra le marcaron de tal modo que, cuando regresó, fue incapaz de incorporarse a la vida civil. Fue entonces cuando decidió retirarse de la sociedad, de la civilización, para estudiar a los osos grizzly, los grandes depredadores del continente norteamericano, en una zona recóndita de Yellowstone (basta alejarse unas decenas de kilómetros para que uno deje de ver turistas, nos dice).
En una narración descriptiva y a veces poética, Peacock alterna el relato de su experiencia en Vietnam con el de la observación de los grizzly, diezmados por siglos de un acoso humano que se remonta a los primeros colonizadores españoles en California y se extiende hasta hoy día. ¿Qué pensará esta osa?, se pregunta Peacock, un ejemplo del diálogo que establece con la naturaleza más recóndita. El naturalista se adentra en una aventura, no exenta de riesgos, que será fundamental para su recuperación personal y poco a poco dejará atrás las pesadillas y los fantasmas de la guerra.
Referente de la ecología y el pacifismo en Estados Unidos, Peacock nos regala una historia conmovedora, pero también dura, y nos invita a reflexionar sobre la relación con nuestro entorno, sobre nuestras limitaciones, y nos apela a movilizarnos contra la destrucción ambiental con un bello canto a la naturaleza más salvaje.
Comentarios
Por Germán, el 11 octubre 2015
Ilusionante
Por Maria Garcia, el 11 octubre 2015
Muy interesante parece, le echaremos una leida seguro , a ver si esta a la altura de esta presentacion. Al margen de ello , siempre es conveniente remover emociones, no apoltronarnos en la comoda intimidad