¿Por qué nos gusta escapar en vacaciones? Ciudades felices a las que volver
Ahora que los habitantes de las ciudades viajamos al campo, al mar o a ciudades con más encanto que la propia, es buen momento para preguntarse si el lugar en el que vivimos nos hace tan infelices que practicamos esas huidas intermitentes a las que llamamos vacaciones como forma de alivio. Las ciudades son esos espacios en los que los humanos y no humanos afrontamos de manera colectiva los desafíos más importantes de esta nueva era en el que la crisis provocada por el cambio climático y el abandono de lo rural son innegables. Consciente de que todo reto puede ser entendido como una oportunidad, este mes que hoy acaba el experto en urbanismo Charles Montgomery ha protagonizado numerosas entrevistas en torno al concepto de “ciudad feliz” a propósito de la publicación en castellano de su ensayo ‘Ciudad feliz. Transformar la vida a través del diseño urbano’ (Capitán Swing).
Asomarse a sus reflexiones en este tiempo de estío permite situarnos de manera consciente en el espacio en el que vivimos y, quizás, regresar a casa cambiando nuestro imaginario sobre cual sería nuestro lugar de residencia ideal en este mundo.
Formamos parte de esos 5.000 de los 8.600 millones de habitantes de la Tierra que en 2030 vivirán en metrópolis, según las estimaciones de la ONU. Estas cifras hablan por sí solas: nuestras decisiones a la hora de elegir un techo digno bajo el que vivir tienen un gran impacto en el planeta y sus habitantes. Deseamos un futuro más amable y humano y, sin embargo, imaginamos viviendas tristes. Puede parecer que desear una casa más grande con un jardín a las afueras de la ciudad sea casi lógico, como si ir andando a las tiendas, la posibilidad de que los más pequeños puedan caminar hasta el colegio o la existencia de parques cerca fuera algo superfluo. Olvidamos hasta qué punto una buena relación con los vecinos y una conexión fácil con familiares y amigos afecta a nuestra felicidad. Este error de foco es el resultado de una colonización de nuestro imaginario cultivada especialmente en EE UU.
En los años cincuenta, EE UU inició un experimento de segregación social: tras convertirse en ilegal prohibir a la gente negra vivir en ciertos barrios, el mercado inmobiliario creó viviendas unifamiliares para blancos en la periferia. Aquella planificación urbanística claramente xenófoba sigue generando hoy realidades de tinte racista: los más propensos a votar a Donald Trump eran los blancos que vivían en zonas residenciales dependientes del coche, personas que no tenían ninguna experiencia del otro, al que temían. “Construimos sistemas que nos desconectan unos de otros y el propio sistema genera el miedo al otro, lo que explica que hoy esa población esté cada vez más desconectada y radicalizada”, señala Montgomery.
Una ciudad baja en carbono, una ciudad verde, una ciudad inclusiva y una ciudad feliz son (y deben ser) el mismo lugar; sin embargo, el poder se expresa en todas nuestras ciudades, todo el tiempo. “Nuestras ciudades han sido planificadas y diseñadas en su mayor parte por hombres blancos de mediana edad, así que las urbes se han diseñado para hombres blancos de mediana edad, excluyendo a casi todos los demás y especialmente a la infancia”, reflexiona Montgomery. “Durante los últimos 50 años, los gobiernos han utilizado el dinero de la planificación y los impuestos para favorecer a las personas ricas y a los conductores de automóviles. Subvencionan carreteras y autopistas más rápidas a suburbios distantes y dependientes de automóviles, mientras invierten menos en lugares transitables y viviendas asequibles”.
La casa de campo se nos ha ofrecido como una panacea cuando, en realidad, es una opción letal para el clima. Ir y volver del trabajo en coche se traduce, además, en más emisiones de dióxido de carbono y en el agravamiento del calentamiento global. En definitiva, invertir en una casa aislada de la periferia urbana es apostar por una geopolítica dependiente del petróleo y de una forma de vida “cara, contaminante, engullidora y consumidora”, porque requiere más carreteras, más alcantarillas, más metros de cableado eléctrico, más aceras, más letreros y más zonas ajardinadas por residente que cualquier otra, de modo que la edificación, el mantenimiento y la prestación de servicios resultan mucho más gravosas.
Esta visión está empezado a ser cuestionada en Estados Unidos. En Phoenix, Arizona, la construcción de una nueva línea de tren ligero ha motivado a los promotores inmobiliarios a construir el primer barrio sin coches del país. Cada residente tiene una bicicleta eléctrica, no hay ninguna plaza de aparcamiento. Se trata de un modelo impulsado por el mismo mercado neoliberal que en su momento creó los chalets en la periferia. Saben que los estadounidenses pagarán más por vivir en un lugar así. Esta nueva percepción del privilegio tiene un impacto particular en Europa y concretamente en el Estado español: los barrios que tradicionalmente contaban con más calles peatonales y más espacios públicos son ahora objeto de una mayor gentrificación y un fuerte incremento de los alquileres, poniendo en peligro la falta de vivienda asequible para un trabajador normal.
“Ahora los barrios humanos y bonitos tienen muchísima demanda. La gente que pueda pagará más por vivir en lugares bonitos, sociales, de uso mixto y humanos. Pero quien pueda también irá a esos lugares de vacaciones. Los norteamericanos queremos ir a Barcelona, queremos vivir en sus apartamentos y sus barrios y queremos que los barceloneses se vayan para hacernos sitio. Esta es la situación, y nadie os va a proteger de nosotros más que vosotros mismos. Depende de vuestros gobiernos prohibir los alquileres de estancias cortas, como los de Airbnb, y depende de vuestros gobiernos crear grandes bolsas de vivienda social asequible”, recuerda el autor.
En el planeta ya hay trozos de ciudades felices que pueden inspirarnos. Montgomery expone en su ensayo iniciativas como las autopistas urbanas de París convertidas en playas; las iniciativas en Bogotá para fomentar el transporte público como el TransMilenio (un servicio de autobús que se apropió de las mejores vías de la ciudad para acortar los trayectos al trabajo); las plazas de uso compartido de Portland; la transformación de los cruces de Vancouver en los lugares más sociables de la ciudad; el compromiso de Viena con la construcción de vivienda pública y asequible durante 18 años (lo que la ha convertido en uno de los lugares más asequibles para sus residentes en Europa); los bulevares de Ciudad de México, que han sido devueltos para el uso de la población; el caso de Tubinga (Alemania), donde la gente se ha construido sus propios bloques de apartamentos; la inspiración que Nueva York encontró en las ciudades medievales de la Toscana, o cómo en Washington DC la gente ha recuperado parte del terreno para uso comunitario de modo que ya no podrán ser expulsados.
Nuestro lugar de residencia puede entristecer nuestros actos individuales y colectivos o potenciar nuestros vínculos con la vida. Para conseguir que las calles peatonales, los carriles bici, los espacios verdes, las supermanzanas… no se conviertan en un producto de lujo comercializable es necesario que “los niños, las mujeres, las personas discapacitadas, las personas pobres y las personas de todos los orígenes étnicos tengan la misma voz en la planificación urbana que las personas ricas”. Y esa voz necesita ser crítica de antemano. Quienes deseen vivir en una ciudad feliz han de cuestionar los patrones del mercado y organizarse para lograr que los gobiernos pongan límites a la especulación urbanística y a la explotación turística del parque inmobiliario, garanticen la construcción de más viviendas sociales, protejan las que hay y desarrollen una normativa clara que ponga la vida en el centro.
No hay comentarios