¿Por qué las políticas sociales no son rentables electoralmente?
Una ola reaccionaria recorre España, anega los ayuntamientos, empapa las comunidades y amenaza con derribar para siempre esa cosa llamada ‘sanchismo’, incluso tras el apoyo de Jorge Javier Vázquez en ‘Sálvame’ (convenientemente cancelado). A los que nos preocupan las políticas sociales por encima de otras cosas esto nos resulta un poco extraño, como si hubiese un fallo en Matrix.
¿Por qué las políticas sociales no cosechan votos?, me han preguntado últimamente, a colación de mi último libro La España invisible (Arpa) que trata, precisamente, de problemas sociales como la pobreza, la desigualdad, la vivienda o la precariedad. Es curioso: el gobierno “socialcomunista” ha dado un giro de timón hacia políticas sociales y una intervención estatal que contrasta enormemente con la resolución, por llamarla de alguna forma, de la crisis pasada, la estafa financiera de 2008. El giro gubernamental que hemos presenciado se ha hecho en consonancia con una melodía global que resuena en Estados Unidos y en la Unión Europea, hasta tal punto que hay quien dice que el neoliberalismo ha muerto. No caerá esa breva.
Si bien allí se impuso el austericidio, el recorte social, la carga sobre las clases populares de las facturas de las élites (y después de años de conflicto social, el mundo siguió como si tal cosa); en esta ocasión, la crisis múltiple de la pandemia, la guerra, la inflación y otros fines del mundo cotidianos, se ha intentado aplacar de una manera más justa y razonable. Sin dejar a nadie atrás, como suele decirse, aunque atrás siempre se queden legiones. Las políticas desplegadas no han sido suficientes ni perfectas, como señalan las asociaciones del ramo, pero al menos podemos alegrarnos de que vayan en la dirección correcta: la dirección de la civilización y no la de la barbarie.
Sin embargo, a pesar de ello y de que la economía española vaya mejor de lo esperado, una ola azul recorre España: la gente, el español de a pie, el ciudadano medio, no ha votado por las políticas sociales o para premiar una economía en buena forma, ni siquiera ha votado pensando demasiado en alcaldes o presidentes de comunidad, sino que parece haber votado por otros motivos más difíciles de comprender racionalmente, usando un cálculo de costes y beneficios.
No tengo todas las respuestas sobre por qué las políticas sociales no son rentables electoralmente, pero sí algunas ideas al respecto. Algunas son habituales: si uno revisa la tasa de participación electoral, en los barrios más pobres la gente vota menos. De modo que, por ejemplo, en los distritos obreros del sur de Madrid, contra cierta lógica, ganaron los conservadores, y votó mucha menos gente que en los adinerados distritos del norte, frecuentes beneficiarios de los gobiernos de la derecha. Un fenómeno curioso llamado desafiliación afecta a aquellos con más aprietos socioeconómicos: decepcionados con el sistema, han hecho añicos su condición ciudadana y les importa un pimiento ir a votar. “Es como si quemaran su DNI”, me dijo el jefe de Cruz Roja Toni Bruel en una entrevista.
Por otro lado, la situación recuerda a la que describe el ensayista estadounidense Thomas Frank en su libro ¿Qué pasa en Kansas?: Cómo los ultraconservadores conquistaron el corazón de Estados Unidos (Acuarela): en aquel Estado, cuna de la revolución ultraconservadora y populista, la población votó contra sus propios intereses económicos, sin hacer caso a la calculadora, para votar a George W. Bush, que se dedicó, básicamente, a subir los impuestos a los pobres y bajárselos a los ricos. Los votantes habían primado otras cosas, como los valores: Bush representaba unos valores religiosos y patrióticos atractivos, y contra esas emociones activadas poco se pudo hacer. Se había dado una total desconexión entre los intereses económicos y los valores morales. En realidad, si es cierto que la derecha siempre beneficia económicamente a las élites, como ha sido tradicional, siempre necesitaría de este tipo de disociaciones cognitivas para ganar elecciones: los pobres siempre serán más.
En esta vorágine de incertidumbre civilizatoria, en la que parece que el futuro ya no es un lugar deseable al que ir sino una distopía que convendría evitar, se desata la ansiedad en las huestes ciudadanas que necesitan un asidero firme, que muchas veces proporciona la derecha y la extrema derecha. El acelerón tecnológico, la desigualdad creciente, el nacimiento de nuevas identidades sexuales, de nuevas formas de vida y de otros pensamientos hacen crecer en muchas personas el desconcierto y desean regresar a un mundo como Dios manda, lleno de tradiciones y certezas, de familias normales y corrientes y sexualidad sólidas y no líquidas. Se puede comprender.
Así, la derecha ha preferido dar la “batalla cultural” hablando más de la ley trans, del feminismo o de la unidad de España, del extinto terrorismo de ETA, que de la economía o lo social, donde lo tendrían mucho más crudo para convencer. Ni siquiera les ha hecho falta aferrarse demasiado a algunas chapuzas gubernamentales, como los casos de Melilla o el Sáhara, aunque sí se aferraron al descontrol jurídico de la ley del solo sí es sí. Han aprovechado, además, el ambiente generado por el virus neoliberal de la responsabilidad individual y el sálvese quien pueda: el ultraliberalismo cerril que acampa en Twitter. Y no les ha salido mal.
Elegir el campo de batalla es una estrategia legítima, lo que no es tan legítimo es la deriva trumpista que ha resultado. Como decían los de Carne Cruda, es normal que la gente votara contra el sanchismo si el sanchismo significa que nos gobierne ETA, que quieran destruir España, quitarnos los chuletones y el vino, encumbrar a los okupas, transformar a los niños en homosexuales y travestis y someternos a una dictadura globalista con la excusa del calentamiento global. Y esas ideas, aunque parezcan aberrantes, han calado en el corazón de España.
Buena parte del electorado ha comprado no el relato, sino las mentiras, y no solo las mentiras sino la forma cínica, arrogante y descarada con la que algunos políticos, como Isabel Díaz Ayuso, gustan de proferirlas. Un extraño mesmerismo hace que la gente vote una mayoría absoluta para una persona aparentemente no apta para su cargo y en cuya ideología profunda está la destrucción de los servicios públicos y la fiera competición por la existencia. Una nueva derecha alternativa y posmoderna, con una fuerte campaña en Internet, que, con su destrucción de la posibilidad de una verdad y su imposición del todo vale, pone en peligro la democracia.
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