Portabella II: Acciones mucho más poderosas que los gestos
Se publica una edición integral de la obra de Pere Portabella, uno de los autores de mayor importancia internacional de nuestro cine. En esta segunda entrega se analiza el segundo disco en el que se encuentra una de las películas más respetadas del director, ‘Vampir-Cuadecuc’, un proyecto realizado junto al poeta Joan Brossa.
JOSÉ RAMÓN OTERO ROKO
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El segundo disco de la integral de Pere Portabella, editada por el sello Intermedio, incluye como plato fuerte, que no el único, una de las obras más respetadas internacionalmente por ese sector de la crítica, creciente cada año, para el que las imágenes han de ser, ante todo, ideas en movimiento. “Vampir-Cuadecuc” (1970), de nuevo un proyecto de Portabella y el poeta Joan Brossa, está concebida como un violento ejercicio de desinstitucionalización del cine, interviniendo, con su consentimiento, sobre la película El Conde Drácula, de Jess Franco, que por sus características condensaba las disfuncionalidades de esto, en tanto negocio, y podía servir de base para cuestionar los mecanismos de producción y mercantilización de todos los eslabones de la cadena de venta de las percepciones.
Independientemente de que hoy guste a un sector del público que, de alguna manera, lo implosiona desde dentro, la versión de Franco de El Conde Drácula es una obra que se elige como ejemplo de lo que el arte debe destruir, repetimos, con la complicidad del director, conscientes de que no lo haremos, más que conceptualmente, pero conscientes también de que ha de existir una tensión entre ese cine de entretenimiento y el cine de las ideas. Vampir-Cuadecuc es una obra cuyos defectos provienen de las vacantes que deja El Conde Drácula en su sistema, y sus vacíos denuncian “esa palabra que como una moneda gastada pasa de mano en mano”, que decía Mallarmé a propósito de los movimiento tópicos en los que se ha convertido el lenguaje, sobre todo cuando está al servicio de comerciar con una apariencia, una facha, una mentira.
La operación de Portabella se fragua simultáneamente al rodaje y toma al equipo de la película de Jess Franco como testigo de esa desnaturalización, que no les es ajena, puesto que en ello consiste su propio trabajo. Los detalles de la industria del entretenimiento se revelan: un ventilador untado de una sustancia que produce telarañas con las que cubrir el sarcófago en el que se tumba entre risas Christopher Lee, unas lentillas que le proporcionan parte de la expresión de su personaje. Son los trucos del cine que tiene truco, la magia que no es de verdad, porque la de verdad puede suceder todos los días y en cualquier momento, excepto en el lugar en el que pretende fabricarse de la nada. Lo legítimo surge de otro modo, por ejemplo cuando a Christopher Lee, en la única escena hablada de la película, le piden que lea, y que comente, la muerte de Drácula en el libro de Stoker. Entonces sí, en ese juego de espejos están reunidos todos los verdaderos vampiros y todos se reflejan. Lee, que debe su carrera a ese personaje y que, más allá de las producciones en las que participa, lo ha interiorizado de modo parecido a aquel que tiene una creencia indudable. Portabella y su equipo, que no hacen otra cosa que vampirizar la película de Jess Franco para matarla y resucitarla, incluido a su protagonista.
Portabella no oculta al espectador que está filmando en muchas ocasiones lo intrascendente y nos lo hace ver en muchas etapas del metraje. Hay grandes lagunas en el ritmo sucedidas por golpes de expresividad, pero es prácticamente muda la mayor parte del tiempo, como un testigo obligado que declara lo imprescindible y deja intactos ciertos puntos de la versión de la defensa. Lo auditivo presiona a la visión en algún instante, por ejemplo en el minuto 8 donde se va a dar, en el viaje en carroza que introduce al espectador en el castillo de Drácula, una saturación máxima de la imagen y el sonido, eligiendo ese plano como clímax de la historia, casi en su comienzo, porque un trayecto es un destino que aún está por escribirse. Incluso hay ocasión para jugar con lo que en realidad le ocurre al público cuando va al cine a ver ese Conde Drácula de Franco. El espectador la desvía, casi en un sentido situacionista, se ríe de y con ella, con su imaginación trata de proporcionar aquello de lo que el filme carece. Hablo de la escena en la que el conde sale de su castillo y mira con reprobación hacia un lado, mientras Portabella introduce como banda sonora una taladradora. El conde se convierte en uno más de la carcundia, al que le molesta el ruido precisamente si lo producen los obreros. Pero Vampir-Cuadecuc no es nada parecido a un making of de la película de Jesús Franco, sino que es un duelo presentado desde sus antípodas, un acto hostil contra esa clase de cine que sirve como evasión de la evasión , que no triunfará entre quienes piensan que intelectualizar lo que vemos y lo que sentimos es una pose, que la dificultad es un defecto en la cultura, que la misión del “tiempo libre” es negarnos y obligarnos a sentirnos cómodos en un entretenimiento inhabitable y, lo que es peor, inhabitado.
La forma de intervenir la realidad desde el cine experimental suele ser muchas veces la del litigio con el sentido físico. Parece que si la palabra deconstrucción no forma parte del universo conceptual de una obra de vanguardia, nada se está haciendo por cambiar el sentido de las cosas. El problema es que en el campo de transformarlas nos movemos en tres tiempos simultáneos. Lo que está mal, y desde mañana hay que cambiar, incluso destruirlo. Lo que antes estaba bien y ahora está mal, y no es que haya que ir para atrás, sino volver a hacer las cosas bien. Y lo que está bien tal y como está y hay que protegerlo, para que nada ni nadie nos lo cambie. Es verdad que en el futuro está casi todo y en el presente y en el pasado casi nada, pero logramos evolucionarlo por entero cuando sincronizamos esas tres maneras de mirar a nuestro alrededor. Los dos cortometrajes que completan este disco de la integral de Pere Portabella, publicada por Intermedio DVD, vienen a ser pruebas de la existencia de un parte muy precisa del pasado que conviene recuperar, y de un presente que debe, en un episodio especial, permanecer inalterable.
Play back (1970) muestra el ensayo del coro del teatro del Liceu. Aquí, ante la música, vamos a ver modelarse desde el compost sociológico de esa formación, hasta la fisicidad del sonido que organiza alrededor de sí a sus integrantes como un organismo vivo, que permuta la autoridad del director por la autonomía que le confiere al coro ser una comunidad, existir independientemente gracias a su fuerza y su conocimiento común. La música es un acto del lenguaje, más concreto e innegable que el silencio, más enérgico y potente que un pensamiento. El cine o la música pueden ser un gesto o un hecho. Pueden aletargarnos en la comodidad o poner en marcha toda nuestra capacidad crítica. Pueden proporcionarnos el poder de tener un objetivo común o pueden disolvernos aceptando lo poco que los dueños de la realidad conceden.
Porque la plenitud de una acción es ser y en Acció Santos (1973), tercera y última película de este segundo disco, asistimos al esclarecimiento de un cierto paradigma en lo que se refiere a la creación artística. Durante la primera mitad exacta del metraje contemplamos la interpretación de Carles Santos, director del coro del Liceo que vemos en Play Back, tocando al piano un preludio de Chopin que él mismo graba. Y a continuación observamos cómo, con una cinta y unos auriculares, lo escucha en solitario, sin dejarnos alcanzar sus ideas y emociones, más allá de hacernos conscientes de que lo que tiene lugar es un examen, profundo, inaccesible, una acción que solo será explicada por las consecuencias que desate. Y es que la finalidad de lo que hacemos es mejorarlo. Y, a diferencia de lo que concebimos, las acciones nunca son perfectas y por esa razón hay que desencadenar una tras otra eternamente.
AQUÍ PUEDES LEER LA PRIMERA PARTE DE LA SERIE DE PORTABELLA
# «Y CUANDO SE APAGUE EL PROYECTOR NO QUEDARÁ MÁS QUE UN LIENZO EN BLANCO»
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