Postales de Año Nuevo desde la gran ciudad y un pueblo olvidado
La imagen por excelencia de estas fechas es la del bullicio y la estridencia ornamental de miles de bombillas, la de la publicidad, la del consumo. Es la realidad. Sin embargo, algo en nuestro interior siente atracción por las postales navideñas de encantadoras aldeas perdidas entre montañas, sepultadas por la nieve, apenas alumbradas por la bombilla que tiembla en alguna de sus ventanas. ‘El Asombrario’ os desea un Feliz 2020 con este paseo de la escritora Ana Esteban por la gran ciudad y por un pequeño pueblo de esos que se van perdiendo en la memoria.
Dicen que el solsticio de invierno es la estación del sol quieto, pero diciembre ha transcurrido lluvioso y agitado por un persistente campanilleo. Por la ventana del autobús pasan las calles repletas de gente con paraguas y luces chispeantes que dejan en el cristal empañado vibrantes colas de cometa. Ahí fuera todo resplandece cálido y terso como un gran caramelo caliente. Todo es oro y está diciendo: cómeme. Se diría que la navidad entera sucede aquí en el fastuoso decorado de la ciudad, entre los millones de bombillas, escaparates deslumbrantes, centros comerciales en los que vocifera la megafonía y mercadillos enmoquetados de rojo donde los niños corretean y se pierden. Es la imagen navideña por excelencia, la del bullicio y la estridencia ornamental, la de la publicidad, la del consumo.
Sin embargo, nos gustan las postales navideñas de encantadoras aldeas perdidas entre montañas, sepultadas por la nieve, apenas alumbradas por la bombilla que tiembla en alguna de sus ventanas. La navidad también transcurre en esos pueblos diminutos hostigados por la despoblación y el abandono administrativo. Si en estas navidades te ha tocado la lotería, podrías comprarte uno en el que desde hace años ya no viva nadie. En Internet, que es donde transcurre la vida real, hay un portal inmobiliario especializado en venta de aldeas clasificadas por zonas: Galicia, Teruel, León, Soria, Extremadura. Los reclamos son verdaderamente impactantes: SE VENDE PUEBLO, OCASIÓN. Las fotografías carecen del romanticismo de las postales navideñas salvo algunas que muestran los antiguos núcleos de población casi en ruinas, con las calles descalabradas y los muros comidos por la maleza, bajo el halo fantasmal que exhala la violenta claridad del mediodía sobre los tejados rotos. Quizá, empolvados con algo de nieve, podrían valer para felicitarnos las fiestas. Estos pueblos fantasma son los más baratos de la página porque, aunque alguna vez hubo en ellos ayuntamiento, consultorio médico o escuela, ya no tienen agua ni luz. Para qué van a tener, si hace tanto tiempo que están vacíos.
He pasado alguna Nochevieja con amigos en un pequeño pueblo en el límite de Soria, tocando las campanadas en la plaza con una cacerola y un cucharón. Lo de pequeño no es retórico porque el pueblo tiene apenas 80 habitantes, y los que aún pueden se dedican a la tierra: cereales y ovejas. Pero en una década la población se ha reducido casi a la mitad. Sucede lo mismo en los núcleos cercanos, esparcidos por una comarca que se dilata en paisajes de una belleza serena, como acuarelas, donde a veces un aire recio recorre los páramos como un cuchillo de hoja fría.
El invierno pasado, en uno de estos páramos, me encontré a un hombre encapuchado en una gruesa manta que volvía con sus ovejas al caer la tarde, y que se acercó a preguntarme si me había perdido. En el breve rato que charlamos me contó que su rebaño tenía unas 200 cabezas, y que las sacaba él mismo a los campos porque ya no quedaban pastores, nadie que quisiera dedicarse a ello; por eso las iba a vender pronto. Por eso y porque era un trabajo duro y estaba muy cansado. No se demore que enseguida cae la noche, me dijo al despedirse, embozado en esa manta parda que le protegía del polvo y del frío. En Soria los pastores son del color de los caminos, decía Antonio Machado. El poeta cruzó esas tierras rumbo a Francia, con otros muchos, en un invierno de hace 80 años, tal como recuerda la exposición El exilio republicano en 1939 en la Biblioteca Nacional. En muchas fotografías aparecen los exiliados cargados con maletas y bultos dejando atrás pueblos de ventanas cerradas y calles vacías, donde se ve el mismo aire de abandono que envuelve como un presagio a muchos de los pueblos de ahora.
Mueren los pueblos, mueren las palabras
Hace unos años, un amigo leonés me regaló un cuadernillo donde había ido anotando palabras desconocidas que solo escuchaba a la gente del campo, y que probablemente ya no emplea nadie. Balagar, oblada, picuruta, bubello, esgañarse. Mi amigo viajaba por medio mundo filmando documentales, pero lo que más le gustaba era volver a su aldea y hablar de las tierras leonesas donde había transcurrido su infancia, y aprender cada vez esas palabras que solo utilizaban allí. Palabras que mueren igual que mueren los pueblos. Igual que mueren los años, pienso con nostalgia mientras el autobús se detiene a recoger o dejar gente. En la última parada han subido dos crías adolescentes hablando casi a gritos de los asuntos tontos que ocupan a los adolescentes, con las palabras clónicas que usan para nombrarlos: no pienso ir en plan, es que mola mazo, te digo que ‘osea’. Los rasgos orientales de una de ellas contrastan con su manera de hablar, tan de aquí, y la mujer que va sentada al otro lado no deja de observarlas boquiabierta. A mí la chica oriental me recuerda a uno de los personajes de Parásitos, la fabulosa película del coreano Bong Joon-ho que escarba en los estratos más profundos de nuestra opulenta sociedad de consumo. Es una narración que sucede de abajo arriba, una fábula vertical: bajo el confortable suelo de nuestras ciudades bulle el mundo subterráneo de los que se buscan la vida y subsisten con las migajas, igual que cucarachas, y que como ellas pueden ser barridos como basura hasta acabar ocultos debajo de la alfombra.
Fuera del autobús ya ha dejado de llover. Por el asfalto bajan las luces rojas y verdes de los semáforos formando arroyos, hasta los sumideros. En los árboles tintinean las bombillas dejando caer gotas diminutas sobre las cabezas de todos los que nos apresuramos a cruzar la calle para hacer alguna compra, para entrar a un café, a un cine, para ir a casa. A esta hora de la tarde, en las postales de los pequeños pueblos nevados todo se apaga y se recoge: “La tarde está muriendo/ como un hogar humilde que se apaga. / Allá, sobre los montes, / quedan algunas brasas”. Aquí la lluvia de la tarde lo ha pulido todo y la ciudad sigue abierta de par en par, deslumbrante y alegre como una tentación, desplegando su hermoso tapiz bruñido para que entre la nueva década.
Feliz Año Nuevo a todos.
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