Posverdades, Chus Lampreave y Mafalda
Os voy a decir una cosa: a mí esto de la posverdad me tiene loca, ¿a vosotros no? Por mucho que el término suene bien –no lo niego, es de lo más cool–, no deja de ser una forma edulcorada de nombrar la mentira y, ¿qué queréis que os diga?, hay conceptos que es mejor no suavizar con palabras bonitas, porque corremos el peligro de convertir en aceptable algo que es objetivamente deleznable.
Yo, en esto de la mentira, soy un poco como Chus Lampreave en Mujeres al borde de un ataque de nervios. Vamos, incapaz de decirlas y, aun más, de escucharlas sin que se me ponga un nudo en el estómago y me entren unas ganas locas de insultar a quien me la intenta meter doblada.
Lo cierto es que esta mezcla de fobia a la posverdad y complejo de Lampreave me ha llevado a un callejón del que no sé cómo salir: vivo desde hace algunos años voluntariamente desinformada. No es que esté orgullosa de ello, más bien al contrario, siento cierta vergüenza cada vez que alguien me habla de un personaje archiconocido o de cualquier noticia viral que me suena a chino. Para disimular, he desarrollado una técnica infalible que consiste en sostener la mirada de mi interlocutor con cara de póker y dejarle hablar, segura de que, al final, a través de su cháchara, recibiré los datos necesarios para seguir la conversación con cierta dignidad, sin tener que reconocer mi completa ignorancia. Hay momentos en los que desearía ser tan valiente como Mafalda y ponerme a gritar: “¡No sé de qué me hablas! ¡Yo no tengo televisión!”, pero, claro, Mafalda es Mafalda y yo no le llego ni a la suela del zapato.
Reconozco que algunos días me pregunto: “Marta, ¿no sería más fácil que volvieras a leer los periódicos, escuchar la radio e, incluso, en un derroche de extrema valentía, ver un par de debates televisivos?”. Os prometo que lo he intentado, en especial lo de la radio, que es el único medio de comunicación que echo de menos, pero, en cuanto acerco los dedos al botón para sintonizar el dial, mis manos rompen a sudar, anticipándose a las mentiras que llegarán a mis oídos en cuanto resuene en las ondas la voz del político de turno haciendo declaraciones falsas con la mayor desvergüenza. En ese momento, para evitar sufrir una crisis nerviosa al volante, decido volver a mi cadena de música y abandonar durante otra temporadita el firme propósito de volver a ser la ciudadana informada que un día fui.
Hace tan solo unos días, un pequeño detalle me ha llevado a sospechar que mi intolerancia a la trola empieza a hacer aguas. Cuando leí la fascinante historia de Claas Relotius, el redactor del periódico alemán Der Spiegel que, directamente, se inventaba las noticias que publicaba, y ni me inmuté. “¡Vaya personaje!”, pensé. “Alguien debería haberle explicado que lo que él hace es algo que existe desde hace muchísimo tiempo, y se llama literatura”.
En fin, ahora que lo pienso, quizás ahí esté la solución a mi problema: tengo que leer las noticias como si fueran una novela. ¡Eso es! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Perdonad, os voy a dejar aquí, porque me bajo corriendo al quiosco a comprar unos cuantos kilos de periódicos bien cargaditos de villanos.
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