‘El prado de Rosinka’, la utopía de la vuelta a la naturaleza y la autogestión
‘El prado de Rosinka’, de la escritora alemana Gudrum Pausewang, que acaba de editar Impedimenta, nos narra a través de cartas la experiencia única que llevaron a cabo sus padres cuando en los años veinte decidieron retirarse al campo, a la Bohemia Oriental, y probar una vida en la naturaleza y de autogestión, como rechazo al progreso desmedido y a la hipocresía de la burguesía. Un avance del neorruralismo que hoy en día sigue sin perder un ápice de interés, por el desprecio con que seguimos tratando a la naturaleza y al mundo rural.
Entra las definiciones que según Italo Calvino tendría que tener una obra para que sea considerada un clásico, el escritor italiano da una que me gusta especialmente: “Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede relegar de ese ruido de fondo”. Creo que en este sentido, por esa interpelación constante al presente, El prado de Rosinka, de Gudrum Pausewang, podría entrar en esa categoría. Esta novela epistolar la acaba de editar Impedimenta en una excelente traducción de Consuelo Gallego, autora también de la introducción.
Apenas conocida en España, Gudrum Pausewang fue durante muchos años una escritora famosa en Alemania exclusivamente por sus libros juveniles e infantiles. Cabe destacar La nube, una especie de distopía en la que una niña se enfrenta a las consecuencias de una hecatombe nuclear.
Con El prado de Rosinka, publicado en 1980, Pausewang inicia una serie memorialística que, además de por su sinceridad, resulta atractiva para los lectores de hoy porque viene a ser una suerte de recorrido por todo el siglo XX, con sus luces y sus sombras. En este primer volumen, Pausewang toma prestada la voz de su madre, Elfriede, para hablarnos de su infancia y de la experiencia única que llevaron a cabo sus padres cuando en los años veinte decidieron retirarse al campo, a la Bohemia Oriental, y probar una vida en la naturaleza y de autogestión.
La idea conectaba muy bien con el espíritu de los Wandervogel (aves de paso), del que formaron parte sus padres, una asociación juvenil de principios del siglo pasado que propugnaba la vuelta a la naturaleza como rechazo al progreso desmedido y a la hipocresía de la burguesía. Un movimiento muy anclado en el Romanticismo alemán que sería hábilmente utilizado por los nazis, sin que ello reste valor a muchos de sus presupuestos.
Elfriede (Gudrum) relata en sus cartas a Michael (un joven amigo de la familia, entendemos que imaginario, que quiere seguir su ejemplo), las vicisitudes de su experiencia en los años veinte, cuando con su marido y ella se fueron al campo para vivir una vida alternativa.
“Mis cartas giran en torno a un centro que no soy yo misma, sino a la idea de asentarse en el campo, la posibilidad de una vida alternativa. Por eso, mi relato trata fundamentalmente de la creación de Rosinkawiese. Solo este aspecto es interesante para tus planes de futuro”, le dice Elfriede en una de estas misivas a Michael.
“Te lo iré enviando fragmentado, como una especie de novela por entregas”, le escribe al joven el 5 de marzo del 79. Y es así como hay que leer este libro, como una novela por entregas en la que Elfriede/Gudrum Pausewang nos cuenta un episodio fundamental en su vida.
Mezcla retazos de su vida presente con la experiencia en el Prado de Rosinka. Como anunciaba la autora, en cada una de las cartas Elfirede deja para el final un adelanto de cuál fue el siguiente paso en su proyecto, lo que aporta al texto una bella coherencia narrativa y hasta cierta intriga. El relato de Elfriede podría parecer naif, pero no lo es en absoluto. Es cierto que la pasión con que lo cuenta, tan importante cuando se abraza una idea, logra ensombrecer los sinsabores, pero no los desdeña. Al revés. De hecho, uno de los aspectos más importantes del libro es la lucha contra las adversidades. Nos sorprende, por otro lado, la fortaleza de la madre, tras su aparente candidez. Una mujer que supo ir contracorriente y sacar adelante a sus hijos ella sola cuando su marido murió en el frente.
Pero rebobinemos. Estamos en el periodo de entreguerras, en la Bohemia Oriental, en el enclave de los Sudetes, un nombre con resonancias atroces que nos recuerdan el inicio de una guerra que hirió al mundo para siempre, una zona de influencia alemana que hoy pertenece a la República Checa. Una pareja de alemanes idealistas, los padres de Gudrum, deciden instalarse allí, en el campo, en contacto y armonía con la naturaleza, en busca de una vida alternativa, autogestionada y autónoma, alejada del bienestar y de la hipocresía de la burguesía, del camino que la sociedad del momento había trazado para ellos. Ayudados por los familiares y amigos, construyen una casa con sus propias manos y emprenden una aventura libertaria que, aunque tuvo un final trágico por las dificultades económicas y por la llegada de la guerra, sigue más vigente que nunca.
Recordemos que durante esos años las grandes ciudades habían cobrado un relieve inusitado hasta entonces. Autores como Bertolt Brecht o Alfred Döblin en su clásica Berlinalexanderplatz mostraron muy bien esa fascinación por la vida urbana y señalaron a la vez sus zonas de sombra, sus canales de desecho. Una crítica que en el mundo del arte y en el cine ya habían emprendido expresionistas como Georg Grosz o Fritz Lang en sus respectivas Metrópolis. Es una época en la que los nuevos descubrimientos e inventos llevan a muchas personas, incluidos los artistas (por ejemplo, los futuristas), a mostrar una fe ciega en la ciencia y en la técnica. Una fe que hoy es casi absoluta. Algunos pensadores y científicos recientes como el estadounidense Barry Commoner llaman a este nuevo dios la tecnociencia, una religión con millones de adeptos en el mundo, en el que hemos confundido el bienestar y la buena vida con tener el último móvil.
“En general, vosotros, la gente joven, apenas tenéis oportunidades en este mundo tan acelerado, para intentar comprender nuestras experiencias. Estas quedaron aplastadas hace mucho tiempo por el rodillo del progreso y, por lo tanto, carecen de valor para vuestra generación”, le escribe Elfriede a Michael el 28 de febrero de 1979. ¿Qué pensaría hoy?
Repito. En ese primer tercio del siglo XX que en tantas cosas nos recuerda a este comienzo del XXI, una joven pareja alemana optó por una utopía, por aventurarse en un camino que en teoría no estaba reservado para ellos, gente con estudios, universitarios que podrían haber logrado un empleo de mayor relevancia en cualquier lugar de esa Alemania de entreguerras. Deciden emprender un proyecto personal, muy en la onda de la vuelta a la tierra que propugnaban los Wandervogel y hacen suya esa frase de Epicuro de que “No es lo que tenemos, sino lo que disfrutamos lo que constituye nuestra abundancia”. Si le quitamos la etiqueta con las que ha absorbido el capitalismo a estos movimientos, hoy serían algo así como neorrulares con aspecto hipster.
Los padres de Gudrum eran unos adelantados a su tiempo en muchos sentidos. No solo practicaban la austeridad, también eran vegetarianos, hacían nudismo en un lago cercano. Y fueron algo así como emprendedores rurales. Cuando vinieron más hijos y apremió la economía y se incrementaron las dificultades, empezaron a alojar en los veranos a personas que quería huir del ruido y conocer su proyecto. Lo hicieron a sabiendas de que en cierta forma eso iba en contra de su propia ideología. Escribe Elfriede: “Para asombro de todos, el ensayo tuvo éxito. Una vez instalados, empezaron a disfrutar de nuestra forma de vivir. Con el tipo de dieta ya contaban -de todas formas eran vegetarianos-, y yo me esforcé por diseñar el menú de la manera más variada posible. Les parecía gracioso tener que hacer sus necesidades en una letrina del cobertizo, y se tomaron con humor la parquedad de la decoración de las habitaciones. La laguna, el bosque y los campos los tenían fascinados. ‘Unas vacaciones del ego’, así llamaban ellos a ese paréntesis en nuestro Rosinkawiese”.
Las cartas de Elfriede están destinadas a Michael, pero sus palabras, casi 40 años después, cobran especial relevancia en el mundo de hoy, al borde del colapso ecológico. Sus enseñanzas son aún más acuciantes.
“Las huellas de nuestro ‘estilo Rosinkawiese’ siguen presentes en nuestra forma de vivir hoy en día, y no nos esforzamos en absoluto por esconderlas como algo vergonzoso. No, incluso nos esforzamos por subrayar y cultivar, ¡hemos empezado a cultivar de nuevo!, algunas de estas capacidades, en vista del futuro que se nos avecina. Un futuro que, previsiblemente, nos exigirá (a nosotros y a nuestros descendientes) frugalidad, resistencia ante la adversidad y talento para la improvisación”, escribe al final Gudrum Pauswang, ya con su propia voz narrativa.
El libro nos habla también de cómo fue la formación de una escritora, de Gudrum Pausewang; nos permite conocer de primera mano una experiencia que marcó su vida. Sobre el balance de esos años, nos cuenta la narradora: “Mis padres me han procurado la mejor preparación para la vida que pueda imaginarse. Mis hermanos y yo aprendimos en Rosinkawiese a prescindir de las comodidades. Aprendimos también a no perder la cabeza en situaciones muy comprometidas, a buscar la forma de salir sin rendirnos, a improvisar, a mantener a raya nuestras exigencias y reducirlas al mínimo. Aprendimos a tratar con la gente que tenía más que nosotros, sin envidiarla. Nos prepararon para la ayuda mutua, para el autocontrol, para ser resolutivos y tenaces. Y, por encima de todas las demás, se nos inculcaron dos capacidades que, según la pedagogía de hoy, han quedado bastante anticuadas: superar el egoísmo en situaciones difíciles o desagradables y cumplir con nuestro deber”. Toda una lección de vida para el momento presente.
Aunque se sentía distinta, diferente, y se lamentaba de que sus amigos del cole nunca quisieran visitar su casa, Pausewang asegura que fue feliz en el prado de Rosinka y que nunca se sintió pobre. Sin embargo, también tuvo su contrapartida. “Acabé asumiendo nuestra condición de gente alternativa, que vivía al margen de la sociedad, y hasta me identifiqué con ella. Cuanto más consciente era de mi diferencia, más me enclaustraba y rechazaba el mundo exterior. Además, clasificaba a cualquier persona con quien me tropezara según se adaptase o no al esquema de nuestra vida en Rosinkawiese. Rosinkawiese se volvió en el rasero con el que yo medía todo lo demás. En resumen: me volví intolerante”. En cierta forma, nos advierte Pausewang, las utopías a veces llevan aparejadas un lado de sombra.
Las dificultades económicas, la fatigosa lucha por la supervivencia, por demostrar a sus seres queridos y amigos y a sí mismos que su proyecto de vida era viable, la guerra, de cuyos estruendos aún no nos hemos liberado, condenaron al fracaso la experiencia de los padres de Gudrum. El padre murió en combate y al finalizar la contienda Elfriede tuvo que escapar con sus hijos para salvar su vida. De eso habla el segundo volumen de estas memorias, Lejos del prado de Rosinka.
Pero la casa sigue en pie. Y visto con perspectiva, no creo que fuera un fracaso en absoluto. En Rumbo a peor, escrito unos años antes de su muerte, el gran Samuel Beckett nos viene a decir que la escritura, como la vida, es una meta condenada al fracaso de antemano. Podríamos decir lo mismo de las utopías. Pero como asegura el irlandés universal: “Lo intentaste. Fracasaste. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”. Vivamos mejor. Fracasemos mejor. Leer El prado de Rosinka es una buena manera de empezar a hacerlo.
Comentarios
Por Félix Soria, el 18 marzo 2018
Enhorabuena al autor de la reseña y gracias a El Asombrario por publicarla para recordar la existencia de una novela lamentablemente olvidada; leí su versión en francés hace caso veinte años e ignoraba que hubiera sido editada en castellano.
Insisto, gracias.