Las primeras mujeres que accedieron a las estrellas
Entre la divulgación y la reivindicación, Miguel Ángel Delgado da nombre y apellidos, rostro y sobre todo méritos a un gran grupo de astrónomas que, en los Estados Unidos de mitad del XIX, representaron una auténtica avanzadilla científica y social, al enfrentarse a una sociedad patriarcal que les impedía el acceso a la universidad y a una religión que se oponía a todo estudio científico que pudiera contradecir sus dogmas. A través del personaje ficticio de Gabriella Howard, Delgado descubre en ‘Las calculadoras de las estrellas’ (Destino) la figura de Maria Mitchell.
La astrónoma norteamericana que se convertiría en la primera directora del Observatorio de Vassar College, donde fue profesora y escenario principal de la novela de Delgado, permite al periodista y escritor rescatar el trabajo de las principales astrónomas norteamericanas, muchas de ellas conocidas como las “calculadoras de Harvard”, al trabajar, catalogando astros, en el Observatorio dirigido por Edward Charles Pickering, todo un visionario al dar acceso a las mujeres a las estrellas.
‘Las calculadoras de las estrellas’, ¿una novela de divulgación o de reivindicación?
Las dos cosas. Hay reivindicación, evidentemente, en mi voluntad de dar a conocer la historia de estas científicas, pero hay también divulgación y es esencial que la haya, porque yo cuento con que gran parte de los lectores no debe forzosamente conocer la historia de la astronomía y de sus invenciones. Por ello, es esencial que la reivindicación esté acompañada de la divulgación, que permite dar a conocer a todo tipo de lector la historia de estas científicas.
Más allá de la historia de las astrónomas, la novela narra la lucha de las mujeres por entrar en la universidad, la cultura patriarcal de la sociedad norteamericana del XIX y la oposición de la religión ante los postulados científicos.
A mí no me gustan las historias simples. En realidad, la historia de estas astrónomas no es más que un solo ejemplo de lo que era la situación de la mujer en el XIX en muchos campos. En la medida de lo posible, puesto que no se trata de un ensayo, creo que era necesario dar datos suficientes del contexto para así permitir entender al lector por qué las cosas eran así. Hay detalles de ese contexto que me resultan muy curiosos y me permiten dotar a la historia de matices; por ejemplo, el hecho de que la enseñanza cuáquera, por un lado, obligaba a la mujer a un papel subsidiario, imponiéndole la función de llevar la casa y el deber de obedecer los dictámenes del padre de la familia, pero, por otro lado, pregonaba la enseñanza igualitaria, es decir, estaba a favor de que los niños y las niñas tuvieran igual acceso a la misma educación. Uno de los principios de la educación cuáquera era que era imposible admirar la obra del creador si no se entendía y una forma de entenderla era para los cuáqueros la ciencia.
A pesar de la educación igualitaria durante la infancia, las mujeres no tenían acceso a la universidad y nunca terminaban por profesionalizarse.
No, la mujer no entraba en el mundo laboral porque no se esperaba que la mujer hiciera nada con la educación recibida. En el caso de los cuáqueros, la educación se fundamentaba más bien en cuestiones religiosas –la posibilidad de que admirara y entendiera la creación de Dios- que en un proyecto de profesionalización de las mujeres. En efecto, el hecho de que las mujeres tuvieran prohibido el acceso a la universidad es la evidencia de que no se esperaba que la mujer aportara algo a la investigación.
“Somos la avanzadilla de la civilización”, dice Maria Mitchel en tu novela refiriéndose a lo que representaba la ciencia respecto a la religión, que se oponía abiertamente a ciertos postulados científicos, como sigue pasando hoy con el creacionismo, por ejemplo.
La religión es una de las grandes barreras para la ciencia y, como bien dices, hoy en día temas como el creacionismo son desesperantes, porque demuestran que todo lo que se creía haber avanzado y todo lo que se creía que ya se daba por supuesto lo podemos perder en cualquier momento. Y lo más peligroso es que cuando entran en peligro determinadas conquistas entran en peligro otras, como, por ejemplo, pensando siempre en el creacionismo, el derecho de las mujeres. Por esto me llama la atención esos casos sueltos en los que la religión no se enfrenta a la ciencia, sino que incluso la puede asumir e incluir dentro de la idea de la obra de Dios. Y así, de la misma manera que se da por hecho que leer te permite comprender la Biblia, dar por hecho que conocer los principios científicos te permiten admirar la obra del Señor.
Si hablamos de creacionismo, también podríamos hablar de la oposición a la investigación con las células madres por parte de la iglesia católica de hoy.
Ahora que terminamos el año de la Villa Diodati, durante el cual en Fundación Telefónica hemos hablado de Frankenstein y de su complejo, vemos cómo hoy es totalmente vigente esta oposición entre la religión y la ciencia y, en concreto, entre la religión y las ciencias médicas o la genética. En estos ámbitos, hay que enfrentarse constantemente con la oposición de la religión. Y hablo de ahora, no de hace cien años. Basta leer lo que se escribió cuando por primera vez una mujer se quedó embarazada de un bebé probeta: se escribieron cosas brutales, incluso en periódicos tan prestigiosos como el New York Times. Todavía hoy la iglesia católica condena la fertilización in vitro, que es algo que está completamente implantado, y todavía esta semana leía que, en Valencia, en el Comité ético para evaluar cuestiones científicas, hay polémica porque por primera vez se había dejado fuera a un representante del arzobispado. Yo no sé qué pinta un representante del arzobispado en un comité que debe evaluar la ética de las investigaciones científicas, porque creo que un miembro de la iglesia habla a otro colectivo distinto que no es el de los científicos.
En una entrevista comentabas que todavía hoy las mujeres científicas están relegadas a un segundo lugar respecto a los hombres. ¿Al escribir tu novela, sentías que, a fin de cuentas, estabas escribiendo sobre el presente?
En parte. Hay que decir que afortunadamente, hoy día, la situación ha cambiado mucho respecto a la realidad del XIX que describo en el libro; hoy las mujeres pueden estudiar en la universidad y, sobre el papel, nadie les impide sacarse una carrera universitaria y llevar a cabo una carrera profesional. Sin embargo, sigue habiendo muchas barreras, solo que, como suele ocurrir en este campo y en muchos otros, son barreras de cristal, pero de un cristal bien duro. Todos los estudios demuestran que las niñas despiertan un interés científico mucho antes que los niños, pero el interés se desploma en la adolescencia. Y esto, ¿por qué? Las niñas no tienen referentes científicos; cuando les llama la atención la ciencia, no encuentran a su alrededor mujeres conocidas en las que reflejarse, más allá de Madame Curie; cuando ven dibujos animados, no encuentran científicas y esto porque no se relaciona la ciencia con la femineidad. Luego, como comentaba Asunción Fuentes, las mujeres que estudian carreras científicas se dan cuenta de que cuando su futuro está en mano de comités que tienen que asignar becas o plazas en función de méritos, los trabajos realizados por mujeres son evaluados con menor nota que aquellos realizados por hombres.
De ahí la importancia de la lucha de Maria Mitchell por la equiparación del nivel educativo entre hombres y mujeres.
Maria Mitchell es ejemplar. En sus escritos manifiesta una gran fe en la educación como herramienta de transformación social y una gran convicción de que solo un Estado que garantiza la educación a todos sus miembros es un Estado viable. Los escritos de Mitchell son, por esto, de absoluta vigencia y si bien hemos avanzado, queda mucho por recorrer. Hay un dato muy curioso: después de un ligero repunte, se está desplomando la presencia de mujeres en las carreras de ciencia e ingeniería, no se sabe muy bien por qué.
Tradicionalmente, siempre se ha dicho que las carreras de humanidades registraban mayor presencia de mujeres.
Sí, es verdad. Sin embargo, como comentaba Asunción Fuentes, resulta paradójico que las primeras mujeres que se profesionalizaron, convirtiéndose en figuras indispensables por su trabajo y sus hallazgos, provenían del ámbito de las ciencias. Esta idea, que no sé muy bien de donde viene, según la cual las mujeres son mejores para el arte y las humanidades, mientras que los hombres para la ciencia, es bastante absurda, puesto que, si miras hacia atrás, en la historia cultural y artística de Occidente, encuentras casi exclusivamente a escritores, a pintores, a músicos…, apenas encuentras mujeres.
Pienso en Levi-Montalcini, una de las mujeres más ilustres del siglo XX italiano.
Efectivamente. Piensa también en Rosalind Franklin con el descubrimiento del ADN y en cómo su descubrimiento fue utilizado por Watson y Crick, que terminaron por apropiarse sus méritos. Y lo que sucedió con Franklin sigue, en parte, pasando hoy: hace unos días, hice un reportaje en el centro de Astrobiología vinculado a la NASA en Torrejón y, recorriendo los laboratorios, me encontraba que la gran mayoría de científicos que trabajaban allí eran mujeres, todas ellas jóvenes científicas. En el departamento de Astronomía solo había mujeres, mientras que, en el salón de actos, donde había una reunión de los jefes de los equipos de investigación, solo había hombres.
En tu novela narras cómo las astrónomas se dedicaban al trabajo de estudio y catalogación de los astros, mientras que quienes dirigían la universidad eran todos hombres.
Y precisamente por ello, Edward Charles Pickering, el astrónomo y director del Observatorio de Harvard, fue para la época un visionario al permitir la entrada de las mujeres en la universidad, algo impensable por entonces. Pickering fue el responsable, en efecto, de contratar a un grupo de mujeres científicas, conocidas como las Computadoras de Harvard, para que catalogaran los astros.
Visionario era también el padre de Maria Mitchell.
William Mitchell representa el tipo de mentalidad que hace posible la gran revolución científica. Él no es un revolucionario en sí, no quiere cambiar el orden de las cosas, pero no soporta el dogma; de ahí que se oponga a su comunidad religiosa, que apoye la formación de sus hijas y no conciba la religión como un freno para la ciencia. Su actitud antidogmática es lo que hereda su hija: Maria Mitchell tampoco era una revolucionaria; si bien acabó participando en los movimientos sufragistas, se enfrentó a las posturas más radicales. Ella nunca dijo que las mujeres eran mejores que los hombres, ella defendía la igualdad de los sexos. Estas posturas son herencia de su padre y contrastan con la posición de su madre, que era una dogmática más al uso. En efecto, su madre termina viviendo en la contradicción: cuando su marido se enfrenta a los líderes religiosos de la comunidad, ella se siente obligada a obedecerlo, puesto que era su marido y la mujer, según la tradición, no debía sino seguir lo dicho por el marido, pero enfrentarse a la comunidad religiosa y, sobre todo, a los dogmas religiosos es algo que va en contra de sus principios. En efecto, la madre de Mitchell está más cerca de los dogmas religiosos que de lo que defendía su marido.
Como ya hiciste en tu anterior novela sobre Tesla, en ‘Las calculadoras de las estrellas’ decides crear un personaje absolutamente ficcional para convertirlo en protagonista.
Me siento muy cómodo buscando una mirada externa que me permita guiar al lector y acercarlo a todos los personajes. En este caso, además, Gabriella me permitía alejarme de esa minoría de minorías que representan mujeres como Maria Mitchell y otras que, por posición social y económica, podían permitirse dedicarse a la astronomía y a la ciencia, a pesar de los obstáculos sociales. Sin embargo, había una inmensa mayoría de mujeres que no tenían esa oportunidad, al pertenecer a las clases más bajas, y yo quería que estas mujeres tuvieran una representación en la novela. De ahí el personaje de Gabriella, una joven que, en principio, no tiene ninguna posibilidad de salir de la posición en la que está, que no tiene ninguna posibilidad de estudiar y representa a tantas mujeres, pero también a tantos hombres, que están en los márgenes de la historia.
¿Aquella avanzadilla de la sociedad que diría Mitchell no era sino un grupo de mujeres representantes de la élite económica?
Totalmente. Siempre sucede así, siempre son las élites quienes hacen posibles las revoluciones, en este caso en el ámbito de la educación y la ciencia. Si pensamos en la España de la década de los 20 y los 30, es una élite la que decide acercar la educación al resto de la población. No había una demanda social, sino que una élite veía indispensable la universalización de la educación. Esto pasó en España y también en Estados Unidos, solo que es necesario tener en cuenta que el caso de Estados Unidos es bastante particular: incluso en la segunda mitad del siglo XX, los índices de alfabetización eran bastante elevados, sobre todo si los comparamos con Europa. En Estados Unidos había una conciencia bastante extendida de la necesidad de enseñar a todos a leer y a escribir. Maria Mitchell, de hecho, decía que la obligación del Estado era hacer que todos los niños salieran de la escuela dotados de las herramientas básicas, es decir, sabiendo leer, escribir y hacer cálculo.
Además, en Estados Unidos, la educación superior y, sobre todo, universitaria es, por lo general, privada y, tradicionalmente, económicamente elitista.
Por supuesto. En Estados Unidos encontramos el problema de que muy poca gente tiene acceso a la educación de calidad, y es curioso cómo Vassar College siempre ha sido una punta de lanza respecto a las otras universidades: fue una de las primeras universidades de élite en admitir estudiantes afroamericanos y, desde que se convirtió en una universidad mixta, siempre ha tenido una particular sensibilidad hacia las minorías. Dicho esto, indudablemente el sistema universitario norteamericano tiene un enorme problema: si eres pobre y no eres bueno en baloncesto o en algún deporte, tienes muchas dificultades para entrar en una Universidad de élite. Y, hoy día, la vía de entrada a ciertas universidades gracias al deporte cada vez está más cerrada, puesto que las Ligas Universitarias ya no son lo que eran.
Antes Tesla, ahora Maria Mitchell, ¿tus novelas responden a un intento de aproximarte a esa historia de la ciencia no contada u olvidada?
Sí y esto me sorprende muchísimo porque, con todo el auge de novela histórica, las historias de los científicos son casi inexistentes. Y no creo que sea porque carezcan de interés, pero, evidentemente, la ciencia brilla por su ausencia en los libros. Cuando descubrí a Maria Mitchell, vi de inmediato que su vida y su trayectoria tenía mimbres novelísticos: desde su infancia en Nantucket, la isla de Moby Dick, hasta sus viajes por Europa y sus encuentros con la élite inglesa o con Nathaniel Hawthorne, con quien viaja por Italia. En la tradición anglosajona, a diferencia de lo que sucede aquí, son muy comunes las novelas de divulgación que tienen un pie en la no ficción y otro en la ficción. Y a mí me apetecía mucho probar con un tipo de novela que aquí se utiliza para otro tipo de personajes históricos y utilizarlo para reivindicar a estas científicas norteamericanas.
¿Crees que la divulgación está infravalorada?
Lo que sucede es que, en España, a los doctorandos y doctorados que quieren seguir un camino universitario, los trabajos de divulgación no les cuentan nada a nivel de currículo. Una buena divulgación requiere tiempo y esfuerzo, pero ¡cómo no se va a renunciar a ella si no sirve a nivel curricular y está en juego una carrera profesional! En Estados Unidos, por el contrario, la divulgación se valora y se puntúa. Me sorprende mucho que allí, donde gran parte de la investigación científica se financia con fondos privados, la divulgación sea casi una exigencia, mientras que, en España, donde la investigación científica se financia con fondos públicos, es decir, con los impuestos de los ciudadanos y, por tanto, donde lo lógico sería que los científicos explicaran y divulgaran los proyectos en los que se está invirtiendo el dinero de los impuestos, la divulgación ni se valora ni se exige. Por esto, no podemos quejarnos de que la gente no siempre apoye que se dirijan más fondos a la investigación científica si no les explicamos por qué es importante destinar ese dinero a las ciencias. De todas maneras, creo que las nuevas generaciones de científicos están buscando, cada vez más, vías para llegar a través de la divulgación a un público más amplio y no especializado.
¿La dificultad es hacer comprensible, pero con rigor, la ciencia, que siempre ha estado envuelta por el mito de la incomprensibilidad?
Por supuesto. La ciencia, llegados a un cierto punto, es muy difícil de hacerla entender. Cuando se descubrió el bosón de Higgs y lo mismo con las ondas gravitacionales se escribieron piezas increíbles, puesto que se estaba escribiendo sobre conceptos que nadie entendía ni sabía exactamente de qué se trataban. Lo que ha cambiado últimamente es que ahora los periódicos tienen unos científicos de cabecera a los que acudir para que expliquen con rigor determinadas cuestiones. Hay que tener en cuenta que todo descubrimiento científico es, al inicio, muy abstracto: cuando Faraday descubrió la inducción y descubrió que la electricidad y el magnetismo eran dos caras de la misma manera, sus hallazgos no eran más que el resultado de una investigación de laboratorio que solo interesaba a los científicos. Con el tiempo, sin embargo, este descubrimiento fue la base de la segunda revolución industrial. Así que, por supuesto, existe la dificultad de hacer comprensible determinados conceptos científicos, pero creo que hay maneras de hacer que la ciencia no sea un mundo solo para especialistas y que forme parte de la cultura general.
Resulta curioso, sin embargo, cómo cultura y ciencia son, incluso en el habla cotidiana, conceptos que suelen ir separados.
Yo no lo entiendo. No entiendo que exista una barrera entre ciencia y cultura, algo que no sucede en Estados Unidos. Y algo que no sucedía en los programas de estudio de Vasser College en la época de Maria Mitchell, donde el programa era 50% arte y humanidades y 50% ciencias. Ante todo, hay que tener claro que la ciencia es cultura. No entiendo cómo se puede considerar inculto a alguien porque no ha leído El Quijote y, al mismo tiempo, no decir nada, ni tan siquiera sorprenderse, si ese alguien no tiene una base de matemáticas. Si entendemos la cultura como aquello que permite al ser humano explicar el mundo en el que vive, la ciencia es cultura; pero mientras mantengamos esta absurda separación entre ciencia y cultura o letras, no avanzaremos nada.
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