Puerta del Sol, el kilómetro cero del parque temático
Para ser una plaza tan importante se ve bastante desordenada, parece que hubieran lanzado desde arriba todos esos elementos y hubieran caído de cualquier forma. La Puerta del Sol, rompeolas de tantos madriles, kilómetro 0 de tantas españas de la queja y el disparate, afronta una nueva reforma: volverá a estar patas arriba para peatonalizarla del todo, mientras el Ayuntamiento parece que comienza a poner orden en los manteros y a atender las quejas de los vecinos que no soportan vivir en medio de un ruido permanente y con amplificador. Puerta del Sol, espejo de cómo los barrios del centro de Madrid se están transformando en decorados esperpénticos de los barrios reales que fueron, en un parque temático ocupado por franquicias de rótulos chillones y turistas apresurados.
Bajo los balcones del Hostal Americano, la Puerta del Sol despliega su enorme tablero de adoquines atiborrado de piezas: dos fuentes redondas, tres bocas de metro, dos ascensores, una cabina telefónica, tres kioscos, diferentes farolas diseminadas aquí y allá, un hombre de bronce a caballo sobre un pedestal donde se posan gorriones y palomas, y una extraña estructura acristalada como el caparazón de algún crustáceo gigante fulminado por un rayo. Y también personas pequeñas con abrigos multicolores que la cruzan en mil direcciones con sus teléfonos y sus bolsas, que entran o salen del metro o se paran o se hacen fotos, o se sientan alrededor de las fuentes a dejar pasar el tiempo como si esperasen a alguien, mirando lo que ocurre o mirando al vacío, pensativos. Para ser una plaza tan importante se ve bastante desordenada, parece que hubieran lanzado desde arriba todos estos elementos y hubieran caído así, de cualquier forma. En el balcón contiguo, posada sobre la barandilla, una paloma negruzca y despeluchada observa la mañana con apatía, medio desmayada o medio dormida, sin importarle mi presencia ni el ruido del enjambre de ahí abajo. Las palomas de Madrid no le tienen miedo a nada.
El hostal es un vetusto piso de techos altos y tarima bruñida, con gotelé blanco y puertas de cuarterones enlucidas con muchas capas de esmalte. Aquí dentro no se oye el bullicio, pese a que al otro lado de los balcones está sucediendo la película de lo que hay fuera, en la plaza. Pero es como si le hubieran quitado la voz a todo. “La verdad es que aquí siempre está ocurriendo algo: una manifestación, una pelea, los grupos que se ponen a tocar o a bailar, pero los muros son gruesos y tampoco se escucha mucho”, me comenta David, el conserje, que lleva 12 años viniendo a trabajar cada día a la Puerta del Sol. Aunque hay algo en su aspecto –la camisa gris tan abotonada, o la raya en el pelo- que tiene un aire como más añejo, y que hace juego con la atmósfera setentera y decadente del establecimiento. “Este hotel lleva aquí por lo menos 60 años, lo sé porque he visto fotos muy antiguas, aunque no se llamaba igual; el nombre sí que ha ido cambiando en cada época”, me cuenta. Luego charlamos un rato sobre el nuevo plan del Ayuntamiento para peatonalizar completamente la plaza; a él le parece perjudicial para el negocio y para los transportistas, que en ocasiones no pueden acceder con sus mercancías. Además, David cree que complica mucho la rutina de los pocos residentes que quedan. “Sí, aquí en el edificio aún vive gente, pero la mayoría de los vecinos son ya muy mayores y nunca quieren hablar con nadie. Te lo digo porque ya han venido otras veces a intentarlo”, añade mirándome con suspicacia.
En realidad el plan de peatonalización de la Puerta del Sol no es nuevo, recupera una propuesta municipal de 2014 para la que se convocó un concurso de ideas que ganó el estudio de arquitectura Linazasoro & Sánchez. Las imágenes que ilustran su proyecto de remodelación recrean bajo un cielo surcado de palomas una plaza monumental, sorprendentemente clara y despejada. Parece otra plaza. Parece –y esta idea impagable se me ocurre de pronto- un gran circo adoquinado en el que irían bien unas gradas para asistir, como en los antiguos corrales, a la representación de comedias y dramas. Funciones en la calle, para todo el mundo. Sería fantástico si no fuera porque en esta plaza sigue viviendo y durmiendo la gente.
Existen en las ciudades ciertos espacios tan transitados y populares, como la Puerta del Sol, que ofrecen cada día su representación variopinta de la vida urbana, pero tras las fachadas que los turistas fotografían, sobre las terrazas y las puertas siempre abiertas de comercios y de bares, aún habita la vida real. Aquí en Sol no es raro encontrar a cualquier hora, en la plaza o las calles aledañas, espectáculos en vivo: cantautores, acordeonistas, raperos, grupos folclóricos, bandas de rock, magos, violinistas, bailarines, mimos, dúos, tríos o hasta pequeñas orquestas. Entre tanta competencia y para llamar la atención de los viandantes, suelen ir equipados con potentes amplificadores. Algunos son tan buenos que cuando actúan la multitud se detiene y va formando un corro que se agranda y se agranda hasta bloquear el paso, y todo esto se ha convertido en un problema. Los vecinos de la Puerta del Sol llevan más de un año reclamando atención en distintas plataformas, y han iniciado una campaña para recoger firmas que apoyen su queja ante el ayuntamiento: están hartos de soportar el ruido, a todas horas, todos los días.
José lleva 35 años en su kiosco de prensa, ubicado en el extremo de la plaza que se abre a la calle Arenal, y algunos de estos vecinos son clientes suyos de siempre. “Parece que ahora están empezando a regular un poco lo del ruido, la verdad es que es continuo, no me extraña que hayan puesto una queja. Yo al menos cierro el kiosco y me voy a casa, para los que tienen que dormir aquí es una pesadilla”. Además de los periódicos y revistas, en el kiosco hay expositores con postales, imanes, pulseras, chicles, caramelos, y bolsas de tela serigrafiadas que juegan con la palabra: Madrid. Aquí también se venden billetes para el bus de dos plantas que te pasea por la ciudad, o para un tour por Toledo. Curioseo todo esto mientras José atiende a una señora que se lleva un diario, y luego me cuenta que, claro, aquí a pie de calle en plena Puerta del Sol, pues ha visto de todo. Lo que no ha visto es el proyecto de reforma, donde en el pulcro diseño de la nueva plaza no aparece ningún kiosco; pero esto no se lo digo. “Otra vez obras, pues yo creo que no era necesaria la reforma, la plaza ya es peatonal”, se lamenta mientras cobra tres postales a unos adolescentes. Y yo le pago mi periódico y al despedirme le deseo suerte, por si acaso.
Como ha sucedido con tantos locales históricos que van desapareciendo en Madrid, aquí también había tiendas centenarias. De aquellos comercios solo queda La Mallorquina, perfumando de dulces todo el esquinazo de la calle Mayor, y la fábrica de abanicos y paraguas Casa de Diego en la esquina con la calle Montera. Todo lo que ocurre ante ella se refleja en los lustrosos cristales de sus escaparates inundados de abanicos, recorridos por un breve poyo de mármol donde una placa dice: POR FAVOR NO SENTARSE. Dentro, la tienda conserva su fisonomía anticuada y encantadora, con los anaqueles y el mostrador de madera noble tras el que dos jóvenes dependientes muy formales me miran cuando entro con expectación. Arturo, el encargado, es un hombre elegante y amable que surge de un despacho posterior, y me cuenta que el negocio se abrió en 1823 y aún continúa siendo de la misma familia. Charlamos un poco sobre la progresiva desaparición de estos locales, y le pregunto qué le parece el proyecto de reforma de la plaza. “Yo solo trabajo aquí y no puedo hablarte de temas políticos, pero no lo entiendo porque lleva peatonalizada muchísimos años”, dice, y añade que, para él, lo peor de la Puerta del Sol son las continuas manifestaciones, “gente que viene aquí a molestar y a fastidiarnos las ventas”. Yo observo la increíble variedad de motivos y estilos que adornan los abanicos, imaginando el tiempo que tardarán los clientes en decidirse. “Aquí lo que necesitamos es que vengan turistas”, concluye Arturo.
A esta hora de la mañana, la Puerta del Sol está un poco más tranquila. En la calzada no hay mucho tráfico y el autobús de Cruz Roja espera ante la Casa de Correos a los donantes de sangre. Quizá los turistas estén aún en los museos, o almorzando ya, porque Mario Bros, el muñeco Chuky y su novia, el ratón Mickey y Minnie, un perro policía que no sé cómo se llama, Peppa Pig, y otros personajes disfrazados que pasan aquí el día para hacerse fotos con los transeúntes se pasean indolentes por la plaza, o charlan unos con otros con sus cabezotas de peluche bajo el brazo. Las estatuas vivientes del motorista y el skater ya tienen algún cliente. TUS FOTOS NOS LLENAN DE ORGULLO Y TU GENEROSIDAD NOS ENGRANDECE A LOS DOS, dice el cartel del motorista.
Una anciana con abrigo de pieles, zapatos de tacón y un sombrero de fieltro lila lleva un rato detenida con sus bolsas, como si de pronto no recordara adónde iba. Aquí da igual plantarse donde una quiera porque afortunadamente ya no pasan coches, pienso. Pero resulta paradójico que lo que más está cambiando en Madrid sean precisamente estos barrios del centro, que se están transformando de un día para otro en decorados esperpénticos de los barrios reales que fueron, ocupados por franquicias y negocios que tiran abajo fachadas antiguas y lo disfrazan todo con rótulos chillones. A veces creo que el urbanismo se ha olvidado de rehabilitar o conservar la personalidad y la historia de algunas calles, y solo quiere convertirlas en rentables verbenas con itinerarios fáciles y comida rápida al servicio de los visitantes.
Contemplando la plaza y absorta en estas cuestiones, yo también llevo un rato aquí plantada como la mujer del sombrero lila. Es casi mediodía y en la esquina de Preciados, por donde ya baja apresurado el fragor de la gente, un chico con su guitarra está cantando a Silvio Rodríguez. “Te doy una canción. / Si miro un poco fuera me detengo: / la ciudad se derrumba, y yo cantando”. Tiene una voz preciosa, pero a esta hora todos tienen hambre y no se detiene nadie a escucharle.
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