“Lo que viene es el socialismo y, finalmente, el comunismo”
El escritor y periodista peruano Carlos Dávalos –colaborador de ‘El Asombrario’– ha ganado el XL Premio Jaén de Novela con ‘La pólvora y los inocentes’, libro editado por Almuzara y que llega esta semana a las librerías. Una excelente novela de 470 páginas en la que un joven periodista intenta entender, 20 años después, los terribles tiempos en que el grupo armado comunista Sendero Luminoso, con ‘el presidente Gonzalo’ al frente, sumió a Perú en el caos y la violencia (murieron miles de personas, en su mayoría campesinos inocentes). El propio autor nos ha elegido para ‘El Asombrario’ un extracto de su libro, como resumen de una obsesión por una lucha radical y mal entendida para acabar con las desigualdades. “Si analizas la historia, compañero, del esclavismo se pasó al feudalismo y posteriormente al capitalismo. Lo que viene es el socialismo y, finalmente, el comunismo. Es inevitable”.
«Dio un respingo cuando su cabeza parecía haber cedido a su propio peso y estaba a punto de quedarse dormido. La noche estaba silenciosa, el cielo estrellado y la tranquilidad de la serranía andina era perturbadora.
—No te duermas, compañero —dijo Braulio, tocándole la rodilla, cuando lo vio cabecear—, ya nos falta poco.
Bostezó. Los dos habían estado fuera del campamento cubriendo su turno de vigilancia: les había tocado ser los segundos en la posta y llevaban casi una hora cuidando a sus compañeros que dormían todos juntos dentro de una cueva en medio de la nada. Braulio era el menor de todo el pelotón después de Samin y Silvia: apenas tenía dieciséis años y en su cara lampiña e imberbe comenzaban a aparecer las primeras pelusillas, como si fueran los bigotes de un gato techero.
—Por qué no hablamos un poco, así evitamos que se nos cierren los ojos —dijo Braulio en quechua que llevaba un poncho y se frotaba las manos—. ¡Qué frío hace, caricho!
El grupo se había vuelto a refugiar en las alturas de la puna; la matanza de los dos hermanos soplones había dejado conmocionados a los vecinos de la comunidad cuando, al día siguiente, se encontraron con los cuerpos masacrados en medio de la villa; ahora sabían que los ronderos podían estar buscándolos para cobrarse venganza.
—¿Crees que estaremos a salvo?
Braulio asintió, no quería demostrar que podía estar sintiendo miedo, sobre todo frente a un niño como Samin.
—¿Es cierto que estás buscando a tu hermana, compañero Enrique?
Samin todavía no se acostumbraba a que lo llamaran de esa manera, pero la verdad era que no le importaba demasiado. Había cumplido estrictamente lo que le había dicho Olga, la compañera Hilda, antes de encontrarse con los milicianos y no le había dicho a nadie su verdadero nombre. Solo después de presenciar la primera matanza por parte de los miembros del partido, es que comenzó a comprender por qué la importancia de mantener las identidades en secreto. Lo mejor era que nadie supiera el verdadero nombre de nadie, y cuanto menos se supiera de los otros, mejor.
—Yo también tengo un hermano que está peleando por la justicia social —dijo Braulio—. Ya hace como casi dos años que no lo veo.
—¿Estará junto con mi hermana?
—No creo. —Braulio no dejaba de frotarse las manos, buscando calor—. Él está en Lima, peleando en la ciudad.
—¡Anda! —Samin enarcó las cejas—. ¡Lima! Yo todavía no la conozco, debe de ser una ciudad muy grande.
—Allá las cosas se viven de otra manera, compañero. —Braulio cogió una piedrita del suelo y la lanzó contra una roca más grande, como intentando probar su puntería—. Yo tampoco he estado, pero mi hermano dice que hay mucha gente.
—¿Y cómo sabes que sigue con vida?
—Te voy a decir algo —soltó Braulio—, pero tienes que prometerme que no se lo vas a decir a nadie.
Samin asintió.
—Mi hermano me estuvo mandando cartas desde Lima a mi casa en Ayacucho, donde vivía antes de enrolarme en las filas del partido. A pesar de que no debería haberlo hecho, él se sentía en la necesidad de contarme sus experiencias. Con sus cartas me fue convenciendo de la importancia de la lucha social.
El hermano de Braulio, Ronen, había llegado a Lima para ingresar en la Universidad de San Marcos, donde había postulado para dar el examen de admisión. Era principios de 1981 y su familia estaba muy entusiasmada con la idea de que su hijo mayor se fuera a estudiar a la capital. Era el primero en tener acceso a una educación superior e hicieron un gran esfuerzo económico para poder costearle el viaje. Antes de salir de Ayacucho, ni Ronen ni su familia habían oído hablar del partido.
—En Lima tenemos una tía que lo hospedó al llegar —dijo Braulio—. Ella vive en las afueras de la ciudad, en una barriada, en un lugar que se llama Comas.
Al principio, la vida de Ronen no parecía estar destinada a ser muy diferente a la de cualquier otro estudiante universitario, pero él se dio cuenta de que en la capital las diferencias sociales eran gigantescas, casi tan grandes como el océano Pacífico.
—Mi hermano nunca había visto el mar, pero en sus cartas me contaba que cuando lo vio por primera vez casi llora del susto y la impresión que le dio —dijo Braulio—. ¿Tú alguna vez has visto el océano, compañero?
A pesar de las penurias económicas en las que vivía su tía, pudo arreglárselas para ingresar en la universidad y acudir a clases todos los días.
—El Ronen siempre fue muy inteligente —dijo Braulio cogiendo otra piedrita del suelo—, era el primero de la clase. Y, por eso, el director del colegio les dijo a mis padres que tenían que hacer un esfuerzo y mandarlo a estudiar.
Al principio iba a ser la Universidad San Cristobal de Huamanga, en Ayacucho, pero uno de los profesores insistió en que, si podía irse a Lima, lo intentara, que iba a tener más posibilidades de salir adelante. Y a Ronen, que siempre fue un aventurero, le encantaba la idea de irse a vivir lejos de donde habíamos nacido todos nosotros, dijo Braulio. Pero al llegar a Lima ocurrió algo: se dio cuenta de que, a diferencia de Ayacucho, en la capital no era más que un provinciano, un cholito de la sierra que llegaba a la ciudad como millones de inmigrantes que arribaban todos los días en busca de un mejor porvenir.
—Eso le afectó —contó Braulio—, y le hizo ver las cosas de otra manera.
En la facultad de letras, donde Ronen había decidido estudiar literatura, se encontró con que muchos de los estudiantes eran como él: los hijos andinos que bajaban a la costa limeña para intentar salir adelante. En el comedor de la universidad, donde muchos alumnos provincianos como él paraban mañana y tarde, matando el hambre y el tiempo, solía ir a leer algunos libros que sacaba de la biblioteca. Una mañana, mientras leía una novela de Arguedas, una mujer se le acercó: era una chica que le recordaba a las muchachas que veía en las fiestas patronales de su pueblo. ¿Qué lees?, le preguntó. Enfrascarse en la lectura de Los ríos profundos le permitía volver imaginariamente a los paisajes bucólicos que tanto estaba comenzando a echar de menos: los ríos, las quebradas y los cerros. Comenzaba a sentir algo de nostalgia mientras pasaba las páginas cuando ella le hizo la pregunta. ¿Me puedo sentar?, añadió al mismo tiempo que arrastraba una silla: iba vestida con jeans desteñidos, una chompa de lana y un par de zapatillas que parecían haber trajinado mucho. ¿Te está gustando la novela? Ronen cerró el libro y lo dejó sobre la mesa. Asintió. Es un gran escritor, dijo él, ¿no te parece? El problema con Arguedas es que le falta esa chispa revolucionaria que haría de su obra algo útil para el cambio que este país necesita, dijo la mujer. Ronen no supo qué decir. Al principio las palabras de la muchacha lo cogieron por sorpresa, pero rápidamente asoció todos los cambios que había sufrido en las últimas semanas con lo que ella le decía: las desigualdades abismales que se había encontrado en Lima, el hecho de ser provinciano, la prepotencia y el sentimiento de superioridad de algunos limeños, sentirse un ciudadano de segunda clase. Arguedas no es más que un discípulo aplicado, una especie de animador en el Perú de la antropología norteamericana, sentenció ella con una seguridad y un aplomo que la llenaron de autoridad. Pero es nuestro mejor novelista, añadió, de eso no hay duda. En la cafetería ahora había más gente y ella le dijo si le apetecía salir de allí. Mi nombre es Betsy, dijo estrechándole la mano. Él guardó su libro en la chuspa con motivos andinos que llevaba siempre colgada en el hombro y también le dijo cómo se llamaba. Se pusieron de pie. Cualquier expresión artística, incluida la literatura, debe tener ineludiblemente un sello de clase, dijo Betsy mientras caminaban por los pasillos de la facultad. Muchas de las paredes de la universidad estaban pintarrajeadas con mensajes revolucionarios, vivas al partido comunista y representaciones de la hoz y el martillo.
—Mi hermano me contaba que él podía intuir que el país vivía tiempos bastante convulsos, compañero Enrique —dijo Braulio—. Por alguna extraña razón él sabía que algo importante estaba pasando en esa universidad.
Cuando Ronen le contó que él era de Ayacucho, Betsy sonrió y le dijo que lo sospechaba. Yo también soy ayacuchana, le dijo en quechua. Ronen comenzó a sentirse más cómodo. En la universidad hay mucha gente del interior del país, dijo ella, pero la mayoría son limeños. Siguieron caminando hasta que encontraron una banca. Se sentaron. ¿Sabes qué estoy leyendo?, dijo Betsy, y abrió su chuspa marrón. Sacó unas separatas fotocopiadas y se las mostró. Habla de los orígenes de la Revolución Cultural china, dijo ella. ¿Sabes algo de Mao? Ronen cogió las hojas anilladas y las hojeó. La verdad era que tenía una idea vaga de lo que había sido Mao, pero el nombre le pareció sugerente y atractivo: Revolución Cultural. Parece muy interesante, dijo. Entonces ella comenzó a hablarle del texto, y de cómo en la china maoísta, en la primera mitad de los años sesenta, los socialistas entendieron que además de los aspectos económicos, políticos y sociales había un factor más que debía tenerse en cuenta: el cultural. Lo que se buscaba, explicó Betsy, era extender la revolución socialista al campo artístico para asegurarse de esta manera la duración y la permanencia de las causas revolucionarias. Esta chica sabe mucho, pensó Ronen mientras la oía sin parpadear. La idea era desterrar para siempre toda forma de manifestación cultural que recordara al antiguo orden feudal y burgués que había sido vencido previamente durante la revolución, prosiguió ella, había que eliminar para siempre las viejas costumbres, las viejas ideas y hábitos que permitieron la explotación de clases. Ronen cruzó los brazos, atento. La guerra no solo se daba en el ámbito militar, sino también en el arte, la literatura, el teatro y la música, dijo Betsy, pero ¿sabes con cuál de todas las artes se comenzó? Ronen negó con la cabeza. Con la música, añadió ella, con la ópera de Pekín: es ahí donde se plantea por primera vez que el arte sin posición de clase es algo inservible. Desde donde estaba sentado, Ronen podía ver a los estudiantes que circulaban de un lado a otro, iban y venían, algunos con libros bajo el brazo. Se preguntó cuántos de ellos habían leído a Mao. Cuando al arte le hace falta la conciencia de clase, continuó Betsy, lo que están haciendo los artistas es hacerle un favor a la contra revolución.
Eran pasadas las cinco de la tarde cuando le preguntó si le gustaba la música. Él asintió. Le propuso ir a ver a un grupo de sikuris en la casona. Te va a gustar, dijo, ellos están ensayando. Se pusieron de pie y caminaron en dirección a la salida. En la calle, la ciudad mostraba toda su grandeza y complejidad: era como esa bestia de un millón de cabezas que había leído en el cuento de Congrains en el colegio. Ahora, Ronen estaba frente a frente a esa bestia que ya había comenzado a mostrar sus colmillos. La velocidad, el caos, el bullicio y la desesperación eran parte de su personalidad, como si esas características confluyeran ante sus ojos justo en ese preciso momento y él pudiera percibirlos con cierta distancia, con algo de recelo. En Lima es donde te das cuenta de las enormes diferencias sociales que nos separan a los unos de los otros, dijo Betsy, es aquí que ves por qué hay algunos que tienen tan poco mientras que otros tienen mucho.
Siguieron andando y un perro sarnoso se acercó moviendo la cola. ¡Sal de acá!, dijo Betsy, ¡tú estás enfermo! El animal se hizo a un lado, gimiendo de dolor. ¿Has oído hablar de los perros de Deng XiaoPing? Ronen dijo que no. Ella comenzó a contarle cómo apenas unos meses atrás, en el centro de Lima, habían aparecido unos perros colgados en los postes de una de las calles más importantes de la capital: la avenida Tacna. Los animales habían sido colgados por los miembros del Partido Comunista del Perú en respuesta al giro que había experimentado China tras la muerte de Mao y el ascenso de Xiao Ping, a quien los seguidores de Mao y de la Revolución Cultural consideraban un traidor. Él, Xiao Ping, se había decantado por la apertura económica, es decir, por lo que Betsy llamó una claudicación a los principios revolucionarios y un sometimiento al orden burgués y capitalista. En respuesta a ese giro hacia la derecha, los comunistas peruanos quisieron mandarle un mensaje al mundo y decirles, con esos perros muertos, que ellos se oponían a los nuevos lineamientos del gobierno chino. Actualmente, la Revolución Cultural está en peligro, dijo Betsy, y los animales colgados en los postes de luz no han sido más que un mensaje de este grupo de maoístas para decirle al perro de Xiaoping que en el Perú los comunistas estamos en contra de sus políticas imperialistas y pro yanquis.
Cuando estuvieron en el Centro Cultural donde se llevaba a cabo el ensayo de los músicos, Betsy le dijo si había venido antes a ese lugar. Habían llegado a una especie de patio con jardines mal cuidados, amarillentos, rodeado de unos arcos en forma de U invertida, con columnas marrones que le daban un toque barroco y colonial a la edificación. En el centro del patio había una fuente de agua que estaba seca, y la superficie de cemento parecía agrietada y con algo de moho. Se adentraron en el edificio y caminaron hasta un pequeño salón donde se encontraron con un grupo de estudiantes que estaban tocando música folclórica con sikus y zampoñas: la melodía que sonaba le hizo viajar momentáneamente a la sierra peruana donde había nacido, crecido y jugado; era una tonada que oscilaba entre la alegría y la tristeza. Los muchachos, unos seis sikuris, parecían concentrados en la melodía que estaban interpretando y no se dieron cuenta de su presencia. Más allá, en la esquina opuesta, Ronen pudo ver a un grupo de bailarines que vestían unos trajes típicos: parecían estar preparándose para ensayar una danza andina. Cuando los chicos terminaron con la canción, Betsy hizo sonar sus palmas unas cuantas veces, aplaudiendo, y les dijo: ¡Bien, compañeros, parece que cada vez están más entrenados, mejor afinados! Los chicos sonrieron. Los sikus y zampoñas eran unos instrumentos de viento elaborados con seis o siete tubos de caña de distinto tamaño unidos los unos a los otros; todos ellos tenían un orificio en la parte superior por donde se soplaba.
—Quiero presentarles a alguien —dijo Betsy—. Él es Ronen, un compañero de la facultad de letras.
La primera en acercarse a saludarlo fue una chica que se presentó como Dalmacia. Le estrechó la mano.
—Dalmacia es la directora del grupo de sikuris —dijo Betsy—. Ella formó este grupo que se hace llamar achkiy anticuna.
—¿Sabes tocar los sikus, compañero?
—La verdad es que no soy muy bueno —dijo Ronen—. Cuando era niño lo tocaba, pero ya hace mucho que no lo hago. La música nunca ha sido lo mío.
—Esto es como montar bicicleta —dijo otro de los sikuris, que se presentó como Marlon—. Es cuestión de volver a intentarlo y verás como las notas vuelven a ti de manera natural.
—Eso es cierto —dijo otra de las muchachas, Flor—. Es cuestión de práctica nomás.
Ronen se dio cuenta de que a un lado había una caja con varios sikus dentro: se preguntó si en algunos ensayos había más músicos que instrumentos, es decir, si estos en algún momento escaseaban.
—¿Quieres probar? —dijo Betsy.
Ronen levantó los hombros. Dalmacia se acercó a la caja, cogió un siku y se lo dio.
—Estamos tratando de versionar una vieja canción que se llama Adiós pueblo de Ayacucho —dijo Dalmacia—. ¿La conoces?
—Ronen también es ayacuchano —intervino Betsy—. Seguro que la conoce.
—Sí —dijo Ronen—. La conozco.
Marlon había cogido una botella de cerveza que estaba camuflada debajo de unas casacas y se sirvió un vaso.
—Una chelita, primero —dijo antes de darle un trago—, así como para refrescar la garganta.
Luego de beber, compartió y pasó el vaso a sus compañeros que también se sirvieron. Todos bebieron del mismo recipiente.
—Entonces, ¿qué, Ronen? —insistió Dalmacia cuando terminó de beber—. ¿Te animas?
—Si te pierdes con los sikus —dijo Betsy—, puedes cantar conmigo. Yo le voy a poner voz.
Los músicos soplaron los instrumentos y la melodía andina se dejó escuchar en la habitación. Ronen recordó las mil y una veces que había oído esa canción en su pueblo; las veces que sus tíos y vecinos la tocaban en las fiestas patronales, en los carnavales y en las múltiples celebraciones que había experimentado de niño y adolescente. Creía recordar muy bien la letra, pero en vez de cantar, intentó tocar el siku, seguir a sus compañeros en la tonada del huayno con el instrumento pegado a su boca, pero le fue difícil. Betsy lo miró y le hizo un gesto, como diciéndole que no se preocupara, que ahora ella entraría con la voz y que podía seguirla. Pero cuando ella comenzó a cantar, se dio cuenta de que esa no era la letra que recordaba cuando era niño; en vez de esas estrofas melancólicas y tristes que hablaban de una partida, de un adiós de un ayacuchano que deja su pueblo, las frases que Betsy cantaba estaban llenas de otro contenido. La nueva versión hablaba de guerrilleros que van a conquistar bases de apoyo, de campesinos pobres, de pensamiento guía, de una bandera, de un fusil, de muerte, de combatientes caídos en manos de fascistas y cachacos, de vivas al partido comunista: soy marxista, ¿qué vas a hacer?, soy leninista ¿qué vas hacer?, soy maoísta ¿qué vas hacer?, terminaba la letra de la canción.
Durante los más de tres minutos que había durado el tema, Ronen había intentado seguirlos con el instrumento de viento que cogía entre sus dos manos, debajo de sus labios, mientras soplaba, pero apenas pudo conseguir entonar alguna que otra nota. El grupo de danzantes que estaba en la otra esquina aplaudió la nueva versión que Betsy había cantado. ¡Muy bien compañeros!, gritaron desde el otro lado de la habitación.
—¿Qué te pareció? —preguntó Betsy.
—Muy bonita —dijo Ronen—, solo que yo me la sabía con otra letra.
—Claro —dijo Marlon abriendo una nueva botella de cerveza y sirviéndose en el mismo vaso—, una letra carente de sentido revolucionario.
—Esta letra es mucho mejor —dijo Dalmacia—, hay en ella una carga política, una lucha de clases explícita.
—Hay que buscar la manera de hacer un tipo de arte que sea nuevo —dijo Marlon—, y aplicar en ella mensajes revolucionarios que sean capaces de movilizar a las masas.
—El folklor durante años ha estado alejado de todo esto —dijo Dalmacia con un tono enérgico y con convicción—. Las instituciones que se han dedicado al rescate y a la difusión del folklor en Lima solo han buscado propugnar un arte sin posición de clase. Esto no es más que un gravísimo error que no se puede seguir permitiendo.
—Difundir este tipo de folklor, con un mensaje vacío, no es más que hacerles el juego a las clases dominantes —dijo Marlon—. Solo se rescata y se difunde la música y la danza para transmitir mensajes de sumisión y mantener la vigencia del viejo orden feudal del mundo andino y rural.
—Eso, o despertar la nostalgia de aquel mundo añorado, que quedó en el pasado —dijo Flor—, donde la música solo sirve cómo un bálsamo y una manera de despertar la melancolía. Y la melancolía en ningún caso es buena para la revolución.
—Lo que quiere decir Flor es que el dolor, o la añoranza, lo que hacen es afligir más al pueblo —dijo Betsy—, y estos sentimientos tenemos que desterrarlos del folklor, porque nos someten a un estado de resignación, conformismo y lamento constante. Y eso no es más que hacerles el juego a los intereses del imperialismo.
Mientras los oía, Ronen comenzó a comprender lo que ellos trataban de decirle; se estaba dando cuenta de que su manera de apreciar y concebir el arte estaba equivocada: sus compañeros tenían razón, el folklor y la música a él siempre le habían despertado un sentimiento de melancolía, de ensimismamiento que indudablemente lo transportaban a ciertos recuerdos, ya sean estos de la infancia o la adolescencia. Y ahora comprendía que, si lo que se buscaba era la transformación de la sociedad, es decir, buscar una nueva manera de entender el arte, tenía que empezar por desterrar de sí mismo esa manera de concebir y apreciar la música.
—Todas las contradicciones que había experimentado desde que llegó a Lima y lo habían irritado comenzaron a tener una respuesta, compañero Enrique —dijo Braulio en medio de la noche, mientras se frotaba las manos para darse calor—. Mi hermano estaba tomando conciencia de la importancia del posicionamiento de clase, de la manera como tenía que enfrentarse a la realidad tan hostil que le había tocado desde que llegó a vivir a la capital.
—Hay que terminar con todo tipo de manifestación artística que sea de carácter burgués —dijo Betsy—. Eso hay que desterrarlo ya. Y debemos comenzar con el folklor.
—Tenemos que ayudar a los jóvenes universitarios que vienen a ver nuestros espectáculos a cuestionarse el estado de las cosas en nuestro país —dijo Dalmacia—. Tenemos que hacerlos reflexionar sobre la realidad nacional y buscar la movilización popular.
—Porque ese es el objetivo final que debe buscar el folklor y el arte —dijo Betsy después de darle un trago al vaso de cerveza que ahora estaba en sus manos—: el levantamiento de las masas. La única manera de cambiar las cosas es a través de la revolución.
La cerveza había llegado a las manos de Ronen, que bebió sin dejar de prestar atención a lo que sus compañeros comentaban. Los bailarines que estaban en la otra esquina parecían ahora listos para ensayar. Durante un instante hubo un silencio y Ronen se dio cuenta de que todos los integrantes del sikuri llevaban una chuspa andina como él.
—¿Y cómo va tu nueva vida en Lima? —dijo Marlon—. ¿Te gusta?
Ronen levantó los hombros, quiso decirle que todo iba más o menos, pero Marlon se adelantó y le dijo: entiendo, esta ciudad puede ser muy hostil.
—El problema es que en Lima está concentrado el grueso de nuestros enemigos de clase —dijo Betsy—. Es el bastión principal de la reacción, pero también es el centro obrero, donde se aglutina el proletariado industrial. Es aquí donde finalmente tendrá que llevarse a cabo la revolución última.
Flor sacó unos volantes de su chuspa y le entregó uno a Ronen: el trozo de papel tenía escrito una invitación a formar parte del colectivo de sikuris.
—Lo primero que hay que hacer para conseguir eso es atraer militancia entre los universitarios —dijo Flor—. Sin una masa crítica de estudiantes no podemos hacer nada. En la universidad debe haber muchos que sientan la misma disconformidad que nosotros.
—Están por toda la universidad, compañero —dijo Betsy—, solo hay que ir a buscarlos y contarles que en este mundo hay un sitio para ellos, que la posibilidad de cambio es real.
—Es cuestión de tiempo, compañero —dijo Dalmacia—. La historia lo demanda. En algún momento la materia en movimiento conseguirá el cambio que necesitamos.
—Si analizas la historia, compañero, del esclavismo se pasó al feudalismo y posteriormente al capitalismo —dijo Betsy—. Lo que viene es el socialismo y, finalmente, el comunismo. Es inevitable.
—Y ahora a nosotros nos toca estar aquí en la capital —dijo Marlon—, pero en el campo, de donde venimos, la guerra ya comenzó. Pronto la revolución se extenderá por todo el país.
—Nosotros ensayamos dos veces por semana en la misma universidad —dijo Flor señalando el volante que Ronen tenía entre sus manos—, o sea que ni siquiera tienen que venir hasta aquí. ¿Te gustaría ayudarnos a reclutar estudiantes?
La música del otro lado de la habitación llegó a sus oídos: eran los bailarines, que comenzaban a ensayar.
—¿Los has visto? —dijo Dalmacia. Ronen negó con la cabeza—. Son muy buenos.
El grupo de danzantes arrancó su ensayo con una canción que Ronen recordaba como una representación de la labor de los campesinos en una cosecha de maíz. Jalacalchay, pensó Ronen, así es como se llama. Sin embargo, cuando la puesta en escena comenzó, el mensaje original de la pieza también había sido cambiado: al igual que con los sikuris, ahora la danza había sido alterada, con un mensaje de rebelión explícito. Uno de los muchachos, el que más rasgos andinos y cobrizos tenía, encarnaba a un trabajador de la tierra que en mitad de la faena de una cosecha de maíz se rebelaba contra el gamonal de manera violenta. El cacique, por su parte, era representado como alguien perverso, como si fuera la esencia del mal. El campesino rebelde, una vez que había tomado conciencia de su situación, es decir, al tomar conciencia de clase, decide rebelarse. Y para hacerlo no duda en utilizar sus herramientas de trabajo, el azadón, para ejecutar el asesinato de su patrón, algo que dentro de la obra llamaron: ajusticiamiento. Ronen quedó impresionado. Betsy también parecía satisfecha. Todos miraban el ensayo y oían lo que los protagonistas de la danza decían: el momento climático era cuando el peón finalmente se levantaba en armas con su azada y terminaba por matar al gamonal. Fue en ese instante que todos comenzaron a exclamar y repetir las vivas revolucionarias que el protagonista de la obra, con las manos supuestamente manchadas de sangre, soltó mirando a los espectadores.
Cuando el ensayo terminó, algunos comenzaron a aplaudir y otros a felicitar a los bailarines.
—Muy bueno, ¿no? —dijo Betsy.
—¡Me ha encantado! —dijo Dalmacia—. ¡Por fin han conseguido transmitir el mensaje que tanto les estaba costando!
—Llevan varias semanas ensayando —explicó Betsy—. Han trabajado arduamente.
Ronen miró a Flor que también parecía emocionada con el espectáculo que acababa de presenciar.
—Sí —dijo Ronen dirigiéndose a ella—, me gustaría ayudarte a reclutar estudiantes.
—En ese momento mi hermano ya sabía que quería formar parte de la revolución, compañero Enrique —dijo Braulio en medio de la noche—. Ya su conciencia de clase había despertado.
—¿Has leído esto, compañero? —dijo Marlon entregándole unas separatas fotocopiadas—. Te lo recomiendo mucho.
Ronen cogió los papeles y leyó en la primera página: Los conceptos elementales del materialismo histórico.
—Es un libro muy bueno —dijo Dalmacia—. Sirve para introducirte a los postulados de Marx de una manera menos engorrosa.
—Si quieres podemos sacarle unas fotocopias para que tú también lo tengas —dijo Marlon—. Su lectura te va servir de mucho. A todos nosotros nos ha ayudado a comprender a Marx.
—Estamos volviendo a la universidad —dijo Flor acomodando los sikus dentro de la caja—. Si quieres vente con nosotros y así aprovechas para fotocopiar las separatas.
—En sus cartas, mi hermano me fue contando lo que él iba leyendo en ese libro —dijo Braulio que ahora se echaba vaho en las manos para intentar mantenerlas calientes—. Lo importante es devolverle a los trabajadores y a los campesinos los medios de producción.
La oscuridad de la noche y el silencio de la altura andina seguían impertérritas, como si hubiesen sido capaces de oír lo que Braulio acababa de contar.
—¿Y sigues en contacto con tu hermano? —Samin se frotaba las manos contra sus piernas para combatir el frío—. ¿Qué es lo último que te ha contado?
—En un momento dado dejó de escribirme —dijo Braulio—, y, desde que entré en el partido, ya no he podido recibir ninguna carta suya. Lo más probable es que las cartas hayan seguido llegando a mi casa.
—¿Crees que siga vivo?
Braulio levantó los hombros.
—Todo sea por el partido y la revolución. La vida tenemos que llevarla siempre pendiendo en la punta de los dedos —dijo e hizo una pausa—. Creo que ya hemos cumplido nuestro turno. Deben haber pasado ya las dos horas.
Fue cuando escucharon un ruido.
—¿Qué fue eso? —dijo Braulio.
Samin se sobresaltó.
—¿Tú también lo has oído?
Durante un segundo sintieron miedo: ¿será que han venido por nosotros?, pensó Samin. La luna en el cielo estrellado era lo único que alumbraba los cerros.
En ese instante vieron aparecer una sombra que los hizo saltar del susto. Los militares, pensó Samin, han llegado los cachacos.
—No se asusten —dijo el compañero Aldo que apareció en medio de la oscuridad, frotándose los ojos y bostezando—. He tenido una pesadilla.
Samin y Braulio respiraron más tranquilos.
—Fue horrible —añadió Aldo—: soñé que todos los campesinos dejaban de creer en la revolución y se aliaban con los sinchis para perseguirnos y matarnos.
—Bueno, tranquilo, compañero —dijo Braulio—. Solo ha sido un sueño.
—Los campesinos me decían que todas las ideas de Gonzalo eran mentira —continuó Aldo aún soñoliento—. Lo peor de todo es que yo también comencé a dudar.
—No hay nada más verdadero que el partido y el pensamiento Gonzalo —dijo Braulio y trató de darle ánimos—. Hemos venido a acabar con las desigualdades sociales y para aplastar al orden burgués y las clases dominantes.
—Fue horrible —dijo Aldo—. Menos mal que me desperté.
—Nosotros ya hemos vigilado las dos horas —dijo Braulio—, nos toca ir a descansar.
—Yo me quedo aquí, que es mi turno, avísenle a la compañera Ester que se despierte. A ella le toca cuidar conmigo —dijo Aldo en quechua y también comenzó a frotarse las manos—. ¡Chucha su madre, qué frío que hace!».
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