Quiang Quiang, un pez que se convertirá en dragón
Quiang Quiang es chino y sordo. Tiene 15 años y cursa tercer curso de la ESO. Quiere ser arquitecto, ‘youtuber’ y fotógrafo. Jugamos a enfocarnos y retratarnos. Y por primera vez le oigo realmente reír. Seguramente él es un Koi, uno de esos peces que, según cuenta la leyenda, se acaban convirtiendo en dragón, como recompensa por ser capaces de nadar a contracorriente y remontar la cascada.
Llega un momento en la vida en el que sabes que el niño que conociste ha desaparecido y, por supuesto, el bebé que te miraba con ojos tiernos. Eso cuentan, sí.
Dicen también que un día te levantas y a tu hijo le han puesto un pijama muy corto y granos en la nariz. Y lo peor es que aseguran que una voz suele llegar por tu espalda, cuando estás preparando el café, y no sabes de quién es.
Quiang Quiang Han tiene 15 años.
En principio, la anterior frase no debería tener mayor trascendencia excepto porque se encuentra atravesando este espinado desierto del primer párrafo hacia la madurez, con la voz ronca, los granos y el móvil en la mano.
Quiang Quiang Han es chino.
En principio la anterior frase no debería tener mayor trascendencia. Salvo porque nació en Zhanghou, al sur de China, una ciudad de la provincia de Fujian a orillas del río Xi que pertenece al sistema fluvial de las Perlas, que además lo forman el Nanpan, el Honshui, el Qian, Xun, Xi y el Zhu. El río Xi está formado a su vez por la confluencia del He, el río Gui y Xun… con una longitud total de 1.930 kilómetros.
Quiang Quiang Han es sordo y cursa tercero de la ESO.
En principio la anterior frase no debería tener, en el año 2018, tanta… trascendencia.
Pero al juntar las frases anteriores siento el mismo abismo que cuando investigo en Google Earth los 1.930 kilómetros del río Xi y todo su valle fluvial. El mismo vértigo que al alejar la lupa, dentro de la inmensa China, el Xi se convierte en un pequeño charco que un niño de tres años fácilmente podría recoger en su cubo.
Apenas con esos tres años llegó Quiang con sus padres y sus dos hermanos a España. Montaron un restaurante en el barrio de Usera, en Madrid, y empezaron a cocinar sopa de Wan-tun, gambas agridulces y rollitos de primavera… mientras Quiang Quiang deslizaba sus dedos mullidos entre las bolas del ábaco que sonaban en un mundo para él de absoluto silencio.
Dicen que un niño desde que nace sabe diferenciar los distintos idiomas en los que le están hablando y que son grandes observadores de los labios y de los gestos. Si a los tres años dejan de hablarle en uno de esos idiomas su cerebro poco a poco lo olvida, hasta que desaparece.
Cuando entró en el colegio, Quiang era un niño regordete y con las mejillas encendidas que sólo había interaccionado con el cantonés. Y es en este punto cuando me surge ese abismo antes mencionado, y además, en la misma proporción con la que me resulta difícil seguir el curso del río Xi:
¿Qué meandros, gargantas, desembocaduras… infinitas debe cursar el cerebro de un niño cuando por primera vez se esfuerza, escuchando a través de unos pequeños audífonos, un idioma tan diferente al chino cantonés? ¿Y sin embargo, qué tamaño tan insignificante ocupa este esfuerzo ante los ojos de la inmensa y vasta humanidad?
Recuerda un cuento de osos y el gesto del lenguaje de los signos correspondiente que conduce la mano a la cabeza en forma de oreja.
El español empezó así para él con tres profesoras, la de castellano, la de lengua oral y la del lenguaje de los signos. La comunicación con el mundo empezó con un baile de manos, con una danza de gestos que iban dando forma y significado a sus nuevos ruidos hasta que se convirtieron en idioma, dejando atrás aquel bebe aislado y tranquilo que sólo lloraba cuando quería comer y que le han revelado en un joven muy, muy tenaz.
Quiang Quiang quiere ser arquitecto y construir un edificio altísimo con forma de escalera. Quiere ser youtuber…
También quiere ser fotógrafo, así que como es tímido le ofrezco mi cámara para que sea él el primero en disparar. Ana Belén, su jefa de estudios, le anima. Al principio no puede enfocarme, pero después no para y es así la primera vez que le escucho realmente reír. En esta peculiar situación, delante de tu propia cámara, una se siente muy feliz.
Cuando veo su sonrisa y la ingenuidad pura de su mirada, me pregunto qué hará cuando salga de este río protegido por las orillas, desprovisto de las malas hierbas que se enredan en el fondo, controlado para que sus crecidas no inunden los campos sembrados. Cuando deje atrás a Ana Belén, su primera profesora, su tutora, casi su madre; cuando deje su mundo del cole y a sus amigos…
Existe una leyenda sobre el Koi, un pez chino. Una especie de carpa de llamativos colores y larga vida. Un pez amable y tenaz que cuentan que reconoce a sus dueños, a los que hace prósperos y felices. Cuenta que aquel pez que conseguía remontar la cascada, nadando río arriba, se convertía como recompensa en un dragón. En una criatura como chorros de agua, de poderes sobrenaturales, que podía ser tan grande como el universo o tan pequeño como un gusano de seda. No todos lo conseguían.
(Mis agradecimientos al Colegio Ponce de León, de la Fundación Montemadrid -esta es una de las fotos de la sesión para su calendario, correspondiente al mes de noviembre-, a Ana Belén García de la Torre, David Calzado y, por supuesto, a Quiang Quiang).
Comentarios
Por Álex Mene, el 05 febrero 2018
Un gran artículo. Hermosas palabras e imágenes.
Por victoria, el 05 febrero 2018
Muchas gracias, Álex Mene. Un saludo!!!