“Quiero que seas quien quieras ser y siempre mía”
Llegamos a la entrega 19 de nuestra serie estival ‘El viaje de las heroínas’, en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado. Entramos en un antro de ambiente espeso.
POR ANTONIO JAÉN
Hace rato que Cisco me marca con el cuchillo. Su voz llega de muy lejos, acaricia el letargo de alcohol y marihuana con el que he firmado la noche. Estiro las caladas, el bar comienza a llenarse de rostros.
Imagino mi silueta moverse entre las mesas, mientras me acerco al blanquito que ha llegado en el avión de la mañana y me siento a su lado, para que sonría con unos ojos que dan frío.
Cisco se pone bravo, aprieta la hoja contra mi cuerpo, me resisto, pero sigo observando de lejos al extranjero que pagará todas las copas hasta encontrarse desnudo en su cama de hotel. Le veo la panza, abotonada a rallas, sin una arruga, y le adivino una erección cuando piensa en su cartera y en la piel de esas jovencitas que van de un lado a otro derramando tintineos.
–Quiero que seas quien quieras ser y siempre mía –me susurra Cisco ronco, al oído.
Lo miro como si no me hubiera dado cuenta de que estaba allí, pinchando la carne que rige. Me gustaría decirle que sólo le pertenece mi cuerpo, pero justo esta noche he prometido no mentirme más.
Antes yo me vestía pensando en aquellos mzungus que llegan a Malaui para explorar la vegetación de nuestra geografía. Me miraba al espejo cada noche, elegía el vestido, el pelo, el perfume. Era joven, me veían hermosa siempre, dueña del misterio que buscaban en mi piel. Ahora todo es distinto, los contornos se difuminaron a base de humillaciones, de horas deambulando entre cuerpos. Hubo amantes que me quisieron, que quise, hubo hijos que perdí, que me quitaron. De eso sólo queda una boca en el estómago que se traga mi universo. Desde el vacío es más fácil no tropezarse con los muebles, pienso.
Un hilo líquido baja por la cadera y la sensación me devuelve a Cisco, que lleva un rato escupiendo fuego. Uso su aliento para encenderme otro cigarro.
Se me hace difícil levantarme cada mañana, rodeada de la misma humedad en las paredes, rara vez despierto en otro sitio que no sea mi casa. Ya nadie sueña con empezar, con dejar a sus familias con un giro postal y un ‘lo siento’. El sexo rasurado y un par de gemidos huecos hacen el trabajo. No enamoran, pero desquitan. Por eso me cuesta tanto ir a la mesa del blanquito, que no para de mirarme y no se da cuenta de que el hombre que tengo a mi lado me está haciendo un siete en el vestido.
La culpa es de Gift, que se le ocurrió aparecer desnuda, muerta, oliendo a güisqui y orín, con una raja de oreja a oreja y otra que le caía desde el ombligo. Nos miraba con los ojos interrogantes, quizás sorprendida al verse de aquella manera, hundida en una acequia junto al único cinco estrellas de la ciudad.
Diría que es alemán. Hay muchos en Malaui. Ahora me saluda, me hace señas con la mano para que vaya a su mesa.
–¿Quieres tomar algo? –me dirá. Siempre dicen las mismas cosas.
–Güisqui.
Es lo más caro. Cisco tiene un chanchullo con el dueño del bar. También de eso se lleva algo.
El alemán llamará a una de las camareras, pedirá las bebidas.
–¿Cómo te llamas?
Esta noche me llamaré Gift.
–¿Eres de aquí?
Quizás. A veces soy refugiada etíope, estudiante de Ghana, musulmana de Tanzania con ganas de fiesta, una pariente de Zambia que vino a una boda. Quien quiero ser y siempre de Cisco. Pero esta noche me he prometido que no soy de nadie. Así que ignoro los gestos del alemán.
El cuchillo no me deja pensar en nada más, hace ya un rato que ha empezado a doler. Cisco ve algo en mi mirada que lo congela, como cuando sabe que va a perder al Oware.
–No olvides lo que manda mi voz –dice temblando de rabia.
La sangre, lenta, sigue derramándose y ya ha llegado a la silla. Mi yo líquido cae entre las rendijas.
–¿Crees que no me atrevo a terminar esto? –pregunta Cisco–. ¿Que no soy capaz?. Persigo absorta la huida de mi propio cuerpo.
–¿Acaso piensas que no puedo? –insiste.
Me meto en sus ojos y los araño por dentro, bajo por su garganta y la desgarro con mis uñas de purpurina, le clavo los tacones en las entrañas y le arranco su hombría que mutila. Lo mato por dentro con furia, alzando su cabeza de serpientes ensortijadas.
–Eres un cobarde –respondo.
Se tensa al darse cuenta de la sangre en el suelo. Se asusta. Agarro la mano que sostiene el cuchillo y la arrastro hacia mi cuerpo hasta hundirlo en él. No le suelto la mano. Alguien se da cuenta y grita. Abro mis dedos. Cisco se levanta dando un salto hacia atrás, me mira horrorizado.
Lo último que ve de mí es una sonrisa. Lo último que veo de él es el miedo.
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Comentarios
Por Rubén Marzo, el 24 agosto 2022
Emotivo y a la vez siniestro. Me ha gustado mucho este juego de thriller con poesía. Las imágenes poéticas espectaculares. Gracias, Antonio.
Por Amparo Copete Reyes, el 10 noviembre 2022
Me encantaría iniciarme en la escritura creativa, gracias.