Quiero ser tu ‘antimusa’
La musa nunca es una mujer fatal, porque jamás incomoda, ni incita, ni provoca, ni pone en peligro el orgullo del hombre que la elige. La musa es esa mujer perfecta en su pasividad, hermosa de mirar, a la que han cantado los juglares de todas las épocas, incluidos los del rock. Es nuestra hora para reivindicarnos como antimusas: queremos pensar y argüir… Y que nadie nos interprete. Nueva entrega de ‘Por culpa de Eros’ en estos tiempos de turbocapitalismo.
La musa es bella, la musa es fértil, la musa es muda. Una musa no discute con quien la elige como modelo para retratarla, se deja admirar, inspira –calladita– una canción y, mejor, si es esquiva, si no se prodiga más que velada, sonriente, solícita, pero nunca vehemente. Porque si una musa se expresa o manifiesta abiertamente su sexualidad se convierte en otra cosa, que sí conlleva riesgos para el hombre, como es la temible femme fatale, que posee voluntad y deseo propios. No, la musa nunca es una mujer fatal, porque jamás incomoda, ni incita, ni provoca, ni pone en peligro el orgullo del hombre que la elige. Aquí estamos para hablar de la musa, esa mujer perfecta en su pasividad, hermosa de mirar, a la que han cantado los juglares de todas las épocas, incluidos los del rock.
La musa, lejos de ser una suerte de Eva en el Paraíso, invitando al hombre a participar del pecado original, se deja interpretar. La musa no invita ni participa. Y, si come una manzana, lo hará con rubor y la boca cerrada, alejándose de cualquier idea de apertura, humedad o impudor. Solo el que mira tiene derecho a interpretarla. Solo el que mira tiene la potestad de iniciarla. Solo el que mira puede fecundarla. A la musa le toca sacrificarse.
¿Sacrificio? El que hacemos dejándonos interpretar.
Quizá sea nuestra hora para reivindicarnos como antimusas argumentales: queremos pensar y argüir… y que nadie nos interprete.
El pacto mudo: no mirar, tampoco mencionar
No queremos ser las musas de ningún retrato, pero tampoco queremos desaparecer del relato. Lo digo así de contundente, porque las mujeres empezamos a darnos cuenta de lo mucho que habíamos desaparecido, incluso en situaciones en las que nos creíamos partícipes necesarias.
Hace algún tiempo, un buen amigo y compañero de Facultad escribió un libro sobre sus andanzas en sus inicios como periodista y letrista de rock. Lo leí con ansias, para encontrarme con toda aquella parte de la vida que habíamos compartido en nuestros veintipico: los descubrimientos, las bromas, los profes y los compañeros, las salidas, los artistas que se nos cruzaban, la música que nos gustaba, los actos políticos, lo que leíamos, lo que discutíamos sobre el cine o el modo en que comenzábamos a hacer oficio. Me encontré con todo eso, e incluso agradecí una relectura feminist-friendly que él hacía, junto con un mea culpa, por el machismo de una de aquellas letras que escribió para un grupo pop. Sin embargo, algo me zamarreó cuando estaba a punto de terminar el libro: fue nuestra ausencia, la total ausencia de nosotras, las compañeras mujeres, todas las chicas que andábamos por ahí, con ellos, discutiendo sobre Bertolucci o Bakunin, bailando, estudiando o aburriéndonos. Y se lo dije tal como me salió: nosotras hablamos de ustedes y ustedes hablan de ustedes.
Si no somos musas de sus letras, sus guiones o sus cuadros, calladitas e inspiradoras, ¿todo lo que les ocurre o se les ocurre sucede entre hombres?
Mi amigo es uno de los tipos más inteligentes y menos sexistas que conozco y, no obstante, su historia nos obviaba. Por supuesto, él lo reconoció y planteó su más honesta disponibilidad y deseo de leer nuestra parte de la historia.
Elegidas por un galán maduro o exitoso
Musas son la mayoría de las protagonistas del cine hollywoodense más convencional, siempre muchísimo más jóvenes que los galanes masculinos; o las delgadísimas jóvenes francesas del cine de la Nouvelle Vague, dejándose enamorar por unos intelectuales con mucha labia que no paran de adularlas y engañarlas. También son musas buena parte de las mujeres que acompañan en sus limusinas a los músicos del pop multimillonario o a los deportistas de élite, o las hermosas mujeres que prestan sus cuerpos y sus voces para leer guiones en la TV, como contraparte de los animadores masculinos que son los que hacen las gracias.
En Hijas del futuro, una colección de ensayos de Cristina Jurado y Lola Robles, sobre “la literatura de ciencia ficción, fantástica y de lo maravilloso desde la mirada feminista” que acaba de publicar Consonni, se recopilan incluso los roles femeninos que aparecen en los comics y videojuegos; resulta, pues, que hay una prevalencia de chicas-musa que, como “la princesa Disney, satisfacen la mirada masculina”, según Enerio Dima. Su artículo se denomina Tu princesa está en otro castillo, pero ahora se llama Mary Sue: Mary Sue es “muy joven, adolescente (…), no tiene defectos, y en caso de tenerlos solo sirven para hacerla aún más maravillosa (…), y a menudo tiene que sacrificarse de modo dramático para salvar al resto de los personajes”.
Lo fértil o las “hembras viables”
En las fábulas de Disney, están las princesas (fértiles) y las viejas amargadas (menopáusicas, grrrr) que intentan ponerles zancadillas a las jóvenes hermosas. A esta categorización burda de las mujeres, que no es nuestra sino de los hombres, hemos adherido nosotras mismas durante demasiado tiempo. La mirada masculina nos ha permeado históricamente y es hora de decirle basta y no perpetuarla, ni mucho menos ampliarla a las personas trans o intersexo.
Siento, como muchas mujeres con útero, que nuestra gracia como madres –consumadas o potenciales– no debería empujarnos a ser hembras transexcluyentes. Nacimos, es cierto, con un cuerpo viable para gestar y parir y de ahí la mención a la gracia y, por supuesto, las gracias. Pero resulta que ese cuerpo viable es efímero, porque su viabilidad desaparece con el tiempo, para dar paso a otro cuerpo estéril, como el de quienes no nacieron con útero ni canal de parto. Una certeza (o verdad de Perogrullo) que debería inducir en nosotras otro nacimiento, solidario, de reflexión y hermandad con todas las personas que nunca fueron o que no volverán a ser fértiles princesas Disney.
Esta reflexión surgió al presenciar una polémica de Twitter (cuándo no), en la que la autora de Después de lo trans, Lys Duval, se defendía transcribiendo unas palabras hermosas de su libro: “Yo creo que escribo porque nunca podré ser madre biológica. Lo pienso leyendo El coloquio de las perras, de Luna Miguel; ella cita a Sosa Villada, para quien ‘el deseo de escribir encuentra que (es) fértil, que (es) una hembra viable para incubarlo, pone sus huevos y (ella) lo carga dentro de (sí) como una madre’. Yo tampoco, como Sosa Villada, soy una hembra viable”.
Estoy segura de que quienes escribimos concebimos algunas escrituras desde una fertilidad particular que nace de un útero simbólico, quizá hogar y empuje. También sé que, en algún punto, la mirada femenina transexcluyente se apoya en una autoidealización que es, a su vez, el espejo que nos pusieron los hombres. Todavía estamos intentando adaptar nuestros contornos a las formas que ellos esperan de una mujer para admirarla.
De ahí la necesidad de repensar los arquetipos, algunos de los cuales hemos refrendado nosotras, inclusive sin ser conscientes de ello. Nos asomamos al mundo para ser miradas y ahora tenemos que desmontar nuestra musa interior para atrevernos a ver.
Comentarios
Por angel coronado, el 07 agosto 2021
“Nos asomamos al mundo para ser miradas y ahora tenemos que desmontar nuestra musa interior para atrevernos a ver.”
Hermosa frase. En ella entran en juego muchas cosas. Pienso en la grave diferencia entre mirar y ver. Y pienso también en el arcano interior, el interior de cada ser tan bien entendido en su simpleza y unidad, que al tiempo, y sin embargo, alberga esa distinción igualmente simple, la existente entre la vista y la mirada.
Por Pedro, el 07 agosto 2021
Un artículo muy interesante. Me gustaría comentar empezando por el final.
¿Qué es lo que lleva al hombre a querer construir, componer, escribir, etc?
Comentas que el no tener útero o algo para poder gestar, puede incitar a escribir a mujeres. Yo lo extendería al ser humano.
Dicho esto, me parece inevitable que los hombres contemos las cosas con nuestra perspectiva. ¿Cual es la presencia de la mujer en nuestro «mundo»?, ¿qué motivación te lleva a relacionarte con el sexo opuesto fuera del trabajo?, pues la misma que a nosotros.
Lo que no podemos hacer es reflejar cómo se siente una mujer en ámbitos en los que no estamos. Podemos insinuarlo, pero cuando no estáis, desconocemos esa privacidad. Es misión vuestra crear esas obras y hacerlas viables a nivel comercial.
La musa que inspira no es la mujer en sí, son los sentimientos que genera. El deseo, el cariño, el anhelo, la melancolía, el odio, la frustración… eso es la materia prima para componer cualquier obra que merezca la pena. Una guerra, la familia, los campos de Castilla, el hambre, la religión…
Mi hermana, de la generación superpop, hablaba de cantantes famosos americanos como si los conociera de su día a día. Hacía collages, dibujos y hasta historias conjuntas donde se encontraban ella y sus amigas con famosos en sitios paradisíacos.
Esos eran sus musos, objetos pasivos que se prestaban a ser observados, perfectos, modelizados para llegar a cada tipo de chica. ¿Qué había de real en la imagen de las revistas? Daba igual, era suficiente para tener fantasías y temas de conversación con amigas. Lo real era la alegría de escucharlos, los desmayos y las colas en los conciertos, la ilusión de verlos de cerca, las masturbaciones, …
A mí me halagaría que mi mera existencia sirviera a una mujer de inspiración para crear algo.