La quimera del crecimiento verde
Las advertencias de la Agencia Internacional de la Energía y otros inquietantes indicadores aguan la fiesta a quienes lo confían todo al Green New Deal, una vez logremos superar esta terrible pandemia.
En una nota emitida este mes la Agencia Internacional de la Energía (AIE) echó un jarro de agua fría a las alegres expectativas depositadas en el crecimiento verde como alternativa al actual “crecimiento gris”. Advierte de tres elementos que pueden limitar la expansión de las energías renovables y del coche eléctrico: la posibilidad de tensiones en el mercado debido a que la oferta podría no alcanzar el rápido crecimiento de la demanda; la inestabilidad geopolítica derivada de la concentración en pocos países de los minerales de los que dependen estas industrias y la elevada contaminación generada por su extracción. Un coche eléctrico necesita cinco veces más minerales que uno convencional y un parque eólico ocho veces más que una central de gas de la misma capacidad de generación.
La advertencia de la AIE no es nueva, al menos en lo relativo a las tensiones geopolíticas. China concentra el 62,9% de las reservas de tierras raras, el 44,8% de las de molibdeno y el 9,7% de las de litio. En 2018, la Academia Nacional de Ciencias de EE UU avisó de que la creciente demanda de minerales estratégicos puede acarrear tensiones entre los principales consumidores, principalmente China y EE UU, ya que estos minerales son clave en el desarrollo de tecnologías punteras en industrias como la aeroespacial, la automovilística, la de construcción, la electrónica o la química. Puede que el sueño de un mundo libre de conflictos ligados a los recursos naturales no se alcance una vez superada la dependencia de los combustibles fósiles.
Además, tampoco parece posible prescindir de los combustibles fósiles a medio plazo. En su informe de 2019, la AIE avisaba de que en el escenario intermedio, que se elabora considerando los compromisos actuales de política energética y lucha contra el cambio climático, el pico de emisiones de gases de efecto invernadero no se alcanzará antes de 2040. El gas cubrirá una tercera parte del aumento de la demanda energética hasta ese año y el petróleo y el carbón, aunque perderán protagonismo, seguirán jugando un papel importante. China e India siguen aprovisionándose de grandes cantidades de carbón. Y es que muchas centrales térmicas de estos dos países son de reciente construcción (una media de once años en 2018, frente a cuarenta de las de EE UU y Europa), por lo que han de quemar todavía mucho mineral hasta ser amortizadas. La mayor parte del incremento de la demanda procederá de países emergentes y en desarrollo. Si los países ricos quieren evitar que el crecimiento de estos países impida controlar las emisiones, tendrán que hacer un enorme esfuerzo. Pero hoy por hoy EE UU no parece estar por la labor, a juzgar por su enorme apuesta por el petróleo y el gas de esquisto. Todos los análisis apuntan a un rápido rebote del consumo y de las emisiones una vez superada la COVID, por lo que no hay que hacerse ilusiones respecto a un posible cambio de tendencia.
Lo anterior afecta al transporte y a la energía, pero hay otros frentes abiertos. Uno de ellos es la seguridad alimentaria. Cada año la Tierra pierde una superficie productiva del tamaño de Grecia, lo que implica dejar de producir 20 millones de toneladas de cereal. Sin embargo, las proyecciones apuntan a que en 2050 en nuestro planeta habrá 2.000 millones de seres humanos más que ahora. Por ello la FAO estima necesario incrementar un 49% la producción de alimentos en 2050 respecto a 2012. Es evidente que esto conlleva mayores necesidades de agua para riego. Pero la sobreexplotación y contaminación de las fuentes de agua dulce y el cambio climático disminuirán la disponibilidad de este vital recurso. Asociados al necesario incremento de la producción de alimentos hay, al menos, otros dos problemas: la deforestación y el uso de pesticidas. A fecha de hoy, no parece que la manipulación genética destinada a conseguir variedades muy productivas y adaptadas al cambio climático pueda convertirse en alternativa capaz de contrarrestar estas preocupantes tendencias.
Los informes de otras agencias de la ONU son abrumadores. El del Programa de Medio Ambiente de 2019 señaló que, en caso de seguir la actual trayectoria, la demanda de materiales crecerá un 110% entre 2015 y 2060. Por consiguiente, la generación de residuos también aumentará: los urbanos pasarán de 1.300 millones de toneladas en 2012 a 2.200 en 2025.
La transición ecológica se apoya en las energías renovables, el coche eléctrico, la I+D, la producción agroecológica, la economía circular y la eficiencia sustentada por sistemas basados en la inteligencia artificial. Son estrategias acertadas, pero con limitaciones intrínsecas y extrínsecas. Entre las primeras destacan las mencionadas en relación con los minerales estratégicos y con las dificultades de implementación derivadas de la complejidad de las cadenas de suministro y del aún insuficiente nivel de compromiso ambiental de muchas personas. Pero son las extrínsecas, es decir, las derivadas del contexto histórico actual, las que pueden limitar enormemente el éxito de la transición ecológica.
Una de ellas es la situación financiera mundial, deteriorada aún más por la COVID. El mundo está más endeudado que nunca y, sin embargo, se estima que el cambio de modelo requiere movilizar en la próxima década 20 billones de dólares, el equivalente al PIB de EE UU. Otra es el enorme crecimiento de la población en países emergentes y en desarrollo, donde la deseable mejora de la calidad de vida llevará aparejado un incremento del consumo de energía, materiales y alimentos, siendo especialmente impactante el creciente consumo de carne que ya se está registrando. También hay que considerar el efecto rebote generado por las ganancias de eficiencia, ya que dará lugar a un excedente que se invertirá en la ampliación del negocio o en otros nuevos. Por último, hay que añadir la lista de distorsiones provocadas por la emergencia ecológica que, entre otras, incluye los fenómenos meteorológicos extremos y, posiblemente, nuevas pandemias.
El desarrollo sostenible implica dos importantes cambios en nuestra actitud hacia nuestro planeta: uno es dejar de agredirle y otro es revertir el daño ya causado mediante la restauración de los ecosistemas. Esto último se complica tanto por la falta de fondos como por la devastadora deforestación causada por la agricultura, la ganadería, la minería y los incendios forestales.
Quizá el crecimiento verde sea solo una ilusión, el canto del cisne de quien se niega a aceptar la realidad. Nos estamos arriesgando a dar un trágico paso en falso. Para asegurar el futuro necesitaríamos una acción decidida para disminuir en términos absolutos el consumo de energía, carne y materias primas, así como la contaminación derivada de la producción y el consumo. Y ello a pesar del incremento de la población. Se trataría de adoptar estrategias de decrecimiento, que cada vez más voces apoyan. Pero esto requiere una intensa transformación de las relaciones comerciales, de las normas de producción y de la fiscalidad. Conseguirlo exige, entre otros muchos cambios, que paguemos el precio que realmente valen las cosas, es decir, internalizar todos los costes para evitar impactos ambientales y sociales. Sin embargo, hacerlo podría dejar aún más a la intemperie a las capas más vulnerables de la población…, salvo que estemos decididos a reducir la desigualdad.
Miguel Á. Ortega es economista, presidente de Asociación Reforesta y autor del libro ‘¿Sosteni… qué? Sostenibilidad (o el reto de transformar la mente humana)’.
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