Robert Eggers, el terror que nos acaricia la nuca desde el pasado

Anya Taylor-Joy, protagonista de ‘La bruja’.

Qué gran creador de atmósferas fantásticas es Robert Eggers, uno de los renovadores del género de terror desde el estreno en 2015 de su primer largometraje, ‘La bruja’. El Festival de Cannes de 2019 lo confirmó como autor, al escoger ‘El faro’ para la prestigiosa Quincena de Realizadores. Aprovechando la presentación de su tercer filme, ‘El hombre del norte’, buceamos en sus dos películas y en sus cortometrajes previos. 

Robert Eggers, de 38 años, rehúye el presente. Su cine sucede en un mundo que no existe, anterior al siglo XX, en lugares desapacibles, donde habitan gentes que pierden la razón, sometidas por fuerzas descontroladas, justamente denominadas sobrenaturales y que tampoco existen, salvo en la ficción.

Esta querencia del cineasta por el pasado y por lo sobrenatural se manifestó durante su adolescencia, cuando era bachiller y codirigió una versión teatral de la película Nosferatu, de Murnau. Ya en la juventud, entre los 24 y los 32 años, rodó tres cortometrajes que constituyen el sustento de su cine posterior: dos adaptaciones de cuentos del siglo XIX: Hansel y Gretel, de los Hermanos Grimm, y El corazón delator, de Edgar Allan Poe; más un relato escrito por el propio Eggers, Brothers, acerca de la relación entre dos hermanos y situado en un tiempo indefinido.

En los tres cortos, el cineasta experimenta con las imágenes, los formatos y los argumentos de una manera que, vistos a posteriori, constituyen un campo de pruebas de sus dos primeras películas. La versión de Hansel y Gretel, que filmó en 2005, está rodada como si fuera una cinta de la época muda, en blanco y negro, con letreros que reproducen los diálogos y con un celuloide degradado. Eggers conduce a dos niños perdidos por el que será uno de los paisajes fundamentales de su cine, el bosque y, por extensión, la naturaleza; y los guía a las proximidades de una casa donde habita una bruja, que los secuestra para comérselos.

La naturaleza fantástica del relato la prolongó el cineasta tres años después al rodar El corazón delator, esta vez en color y, salvo en la parte final, sin diálogos, pero no sin sonido, otro de los elementos que da sentido a su cine. El formato cuadrado del filme, sus encuadres precisos, pictóricos (a los que volverá en El faro), los fundidos circulares en negro, que también utilizó en Hansel y Gretel como un modo de acentuar la distancia visual respecto al presente, enmarcan el relato de una relación de dependencia enfermiza entre un sirviente y su patrón, un anciano agonizante. Como hará en El faro, de una manera más depurada, Eggers dirige esa relación hacia la locura y la violencia. La pérdida del sentido constituye igualmente el clímax de Brothers, realizado el mismo año que La bruja, 2015. El proceso de refinado de los materiales se acentúa y el cineasta ajusta la forma en que concibe el paisaje del bosque, ahora mostrado en largos planos, con su sombría amenaza, que trasladará inmediatamente a La bruja, para la que perfecciona el ritmo contemplativo, la tensión, el suspense de El corazón delator.

Brujas y brujería

Eggers estaba preparado así para rodar su primer largometraje. Y su elección no provenía del vacío, sino de un riguroso proceso de conocimiento y elección de su materia fílmica. Su presupuesto era el de una producción barata: unos 4 millones de dólares (frente a los 60 millones de El hombre del norte), lo que permitía al director un control firme de la película.

La bruja se la puede tomar uno de dos maneras. Literal o metafóricamente; pero si uno opta por esta vía metafórica es fácil desembocar en un callejón sin salida. Que el cineasta sitúe su relato en el tiempo histórico de los primeros pobladores europeos en Estados Unidos, hacia 1630, no implica que la película sea histórica; pero tampoco que sus observaciones sobre la brujería en esa época puedan tomarse como un cuerpo abierto a una disección simbólica o metafórica. La bruja es una película de terror y este es el límite al que Eggers se ajusta.

Su relato es el de una familia expulsada de una colonia por las discrepancias religiosas que se dan entre el padre y los líderes de la comunidad. “Falsos cristianos”, los llama él. El padre, la madre y los cinco hijos se internan en territorio desconocido y se establecen al borde de un bosque, al que los hijos tienen prohibido acercarse. No lo mencionan al principio, pero en ese veto está latente la presencia amenazante de una bruja. Esa ominosa amenaza va manifestándose directa o soslayadamente en la familia: secuestra a la hija de pocos meses, seduce al hijo mediano que se interna en el bosque para buscar alimento y lo devuelve desnudo y catatónico, mientras se sugiere el pacto que los niños pequeños han establecido con el diablo (el macho cabrío con el que ellos juegan), y estos acusan a la hija mayor de estar embrujada.

La cohesión familiar va descomponiéndose progresivamente en un proceso irreversible y violento, que conduce al centro del fenómeno de la brujería. Eggers lo recrea de una manera verosímilmente terrorífica eludiendo su sustrato social, la realidad que vivieron a lo largo de varios siglos mujeres carentes, de hecho, de los poderes sobrenaturales que se les atribuían. Las brujas, como el diablo, o los monstruos, no existían, aunque su existencia fuera real.

Para dar verosimilitud a esta ficción que pasó por real, el cineasta estadounidense compone su lienzo con algunos de los elementos característicos de la brujería y las brujas, tal y como pudieron recogerlo las crónicas de mediados del siglo XVII en el aún inexistente Estados Unidos, como el uso de animales (liebres, sapos), el acuerdo entre diablo y brujas, por el cual aquel les otorga poderes a cambio de que trabajen para él, los aquelarres o la capacidad de vuelo de las brujas.

El gran logro de La bruja es justamente el que se espera de una película de terror: provocarlo. Eggers lo hace sin sensacionalismo, ni estridencia ni profusión de sangre. Su terror llega mediante la acumulación de signos que anuncian lo inminente y que uno puede intuir, como la presencia inquietante de una liebre o la del macho cabrío con el que juegan los niños pequeños, o la progresiva locura en la que cae la madre. Y cuando muestra las figuras del horror lo hace elusivamente (a la bruja la capta de lejos, o de cerca, y entonces la exhibe como una mujer bella) o fragmentariamente (al diablo le da forma humana, pero solo enseña unos pies y una voz oscura).

Al someterse a los códigos del cine de terror, Eggers evita lo trascendente, en el sentido en que, por ejemplo, algunas películas de terror de los años 50 constituían parábolas de la amenaza atómica o de la del comunismo, o, en el caso de la obra teatral de Arthur Miller, Las brujas de Salem, de los ataques al pensamiento libre que representaba la persecución del senador Joseph McCarthy contra sospechosos de comunismo en la América de aquella década. Si uno quisiera considerar el sustrato digamos simbólico en La bruja, quizá lo hallaría en el motivo fundamental del cine de Eggers y que se encuentra en sus cortometrajes y en El faro: la desintegración de las relaciones personales, familiares en un mundo tomado por la sinrazón y por la acción de fuerzas sobrenaturales, malignas, en un tiempo en que la creencia en ellas no admitía discusión.

Lo monstruoso de Lovecraft

Si en La bruja el mal proviene del exterior, en El faro emerge del interior, aunque los elementos fantásticos que aceleran ese mal (una monstruosa criatura marina, una sirena, cuerpos mutilados) los presenta Eggers, como en su primer filme, objetivamente.

La película es un alarde formal. Con su formato cuadrado, en blanco y negro, con sus composiciones simétricas, de nuevo pictóricas, El faro describe un viaje a la locura, que remite a obras como Repulsión, de Polanski, o a La hora del lobo, de Bergman, en su exploración de la descomposición de una personalidad herida por traumas pasados, en este caso un joven (Robert Pattinson) que acompaña a un viejo marinero anciano (Willem Dafoe) para relevar a los encargados de cuidar un faro levantado en una isla. Ambos establecen una relación viciada, de amo y esclavo. El anciano atiende el faro de noche mientras el joven se encarga del mantenimiento del lugar (limpieza, reparaciones, acarreos). La relación empezará a degradarse cuando ambos se entreguen a la bebida. Sitiados por las tormentas, la pérdida progresiva de conciencia a causa del alcohol los sumirá en una violencia ciega.

Al fondo, el faro esconde un secreto vedado al joven. Como le recuerda el anciano, su anterior ayudante “enloqueció, porque creía que el faro estaba encantado”. Eggers dice que allí hay un espantoso ser marino (y muestra de él durante apenas dos segundos unos tentáculos que reptan por la superficie de la trampilla metálica que da acceso al fanal) y no da más explicaciones.

El cineasta invoca en El faro el universo de lo monstruoso de Lovecraft, de lo mesiánico de Melville y vuelve a demostrar su talento para la creación de atmósferas sobrenaturales, sugerentes, envolviendo las imágenes en una banda sonora sostenida periódicamente en el sonido horrísono de la sirena que alerta a los barcos, y que funciona como un presagio o una constatación de la disolución de una identidad insana.

Sin abordar El hombre del norte, que representa la primera concesión de Eggers al sistema de Hollywood, uno aguarda con curiosidad saber por la orientación que tomarán sus derroteros, si permanecerá anclado en el pasado, si persistirá en el terror, si se afirmará en su propio territorio de creador de imágenes, o transigirá, o negociará, con la medida de su talento a la manera de Paul Thomas Anderson o de Stanley Kubrick, para insertarse en ese sistema y desde allí socavar con grandes películas la tradición de la que forma parte.

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Comentarios

  • José Simeon

    Por José Simeon, el 13 mayo 2022

    Buenos días estimado,

    Felicitaciones por su disertación, poco frecuente encontrar una descripción tan completa y cercana de la obra de Eggers. Estaré a la espera de sus comentarios por parte de la película The Northman.

    Saludos desde Perú,
    Atte.
    José Simeon O.

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