Un año sin Robert Frank: el hombre que retrató como nadie la tristeza
Desde el crudo retrato fotográfico de la sociedad americana del siglo pasado, pasando por el documental ‘prohibido’ sobre los Rolling Stones, hasta sus obras personales marcadas por la tragedia, Robert Frank (1924 – 2019) se erigió como uno de los fotógrafos y cineastas independientes más influyentes de la historia. El festival DocumentaMadrid le ha dedicado este año una retrospectiva de 26 largometrajes y cortometrajes en la Filmoteca, coincidiendo con el primer aniversario de su fallecimiento en Canadá.
En el año 1972, el líder de los Rolling Stones Mick Jagger, tras ver el documental Cocksucker Blues, le dijo a Robert Frank: “Es una jodida buena película, Robert, pero si se muestra en América nunca más nos permitirán entrar en el país”.
La cinta, cargada de polémica, mostraba a unos Rolling de gira por Estados Unidos, consumiendo drogas y animando a una pareja a mantener sexo en público. La reputación de la mítica banda quedaba en entredicho. Para evitar que se exhibiera, los abogados de los músicos la demandaron. Finalmente, se llegó a un acuerdo por el que el filme no podía ser mostrado más de cuatro veces al año y siempre en presencia del autor.
Primero como fotógrafo y más tarde como cineasta, Robert Frank utilizó su cámara para radiografiar, sin filtros, a los personajes que se colocaban delante de ella. Sus férreas convicciones lo llevaron a retratar la verdad, muchas veces oculta detrás de una impostada belleza. Así, se convertiría en uno de los fotógrafos más reconocidos de la historia, y, a la postre, en «uno de los cineastas independientes estadounidenses más importantes e influyentes del último medio siglo», como lo calificó la crítica de cine del New York Times Manohla Dargis.
Frank nació en Suiza en 1928 en el seno de una familia de ascendencia judía. En su niñez, vivió la incertidumbre del periodo de entreguerras, el ascenso de Hitler al poder y la llegada de la Segunda Guerra Mundial. Por suerte, ni su familia ni él sufrieron el holocausto en sus propias carnes, pero aquel sinsentido marcaría su forma de ver –y fotografiar– el mundo.
Desde muy joven le interesó la fotografía. En sus comienzos, recibió los consejos de fotógrafos como Michael Wolgensinger, quien le guió en su incipiente camino. Con 18 años ya había publicado su primer libro de fotografías, 40 fotos (1946), en el que aparecían por primera vez esas instantáneas de carácter costumbrista tan características en su obra. Tras este trabajo, en el cual plasmaba sus visitas a Milán, París o Estrasburgo, decidió abrir fronteras.
Atraído por la cultura americana, emigró a Estados Unidos para afincarse en Nueva York, lugar en el que encontraría su primer trabajo como fotógrafo de moda para la revista Harper’s Bazaar. Pero sus aspiraciones artísticas lo arrastraron a seguir indagando en el arte de la fotografía, así que, con la compañía de su cámara Leica de 35mm, comenzó un periplo a través de diversos países: Perú supuso un punto inflexión para él, allí retrató el sentir del país en un impresionante trabajo que le hizo ganar adeptos. Más tarde, se mudó a París y realizó una ruta por Europa. Tenía la capacidad de, en cada uno de sus viajes, expresar el carácter de cada lugar. “Lo importante es ver aquello que es invisible para los demás”, dijo.
En 1953 regresó a Nueva York, punto de origen desde el que se embarcaría en un viaje a lo largo y ancho de Estados Unidos. Durante más de un año, el fotógrafo recorrió los distintos Estados para conseguir captar el alma de un continente victorioso tras la guerra, pero que escondía, en sus gentes, una profunda desazón fruto de la opresión y las injusticias.
Tras más de un año de viaje por carretera y 28.000 fotografías en su cámara, Frank eligió 83 de ellas para incluirlas en un libro que llamaría The Americans (1955). Pero cuando vieron aquellas fotos, nadie quiso publicarlo: mostraban a una nación “pobre, inculta, racista, machista, obesa, drogada, absurdamente nacionalista, superficial, materialista, cínica e ignorante”, en palabras del público. Por ello, esa bofetada al orgullo estadounidense provocó que acusaran al fotógrafo de agitador, de alguien que desprecia a la sociedad que le acababa de acoger.
No sería hasta 1961 cuando la obra recibió el reconocimiento que merecía. Los movimientos sociales y el activismo de la época encontraron en la obra de Frank un archivo de imágenes que documentan la América profunda y sus clases sociales más vulnerables. Según explica Markus Gasser, comisario de la Fundación Suiza de Fotografía, The Americans hizo historia en Estados Unidos “porque mostró las imágenes que nadie quería ver. Un Estados Unidos dramático que refleja su opresión, segregación y racismo”. Primero se estrenó en Francia, y posteriormente, la obra sería acogida en el Instituto de Arte de Chicago y el MoMA de Nueva York, convirtiéndose, hasta la fecha, en el retrato más certero que existe de la sociedad americana.
Con aires de venganza, los expertos en arte decían de él que carecía de talento, aludiendo a que sus fotografías eran granulosas, estaban desenfocadas y se salían de los estándares considerados correctos por los fotógrafos profesionales de entonces. Una técnica que, a pesar de las críticas, siempre preservó. Y es que esa decisión artística venía promovida por su interés en retratar la realidad sin adornos, de forma fría y cruel. Acercándose a las austeras formas neorrealistas. Con cierto cinismo, él mismo llegó a declarar: “Es una ilusión que el cielo sea azul y que todas las fotografías sean bellas”.
Su mirada inquisitiva y su capacidad para observar de forma implacable a la sociedad americana lo acercaron a uno de los movimientos contraculturales que comenzaban a asomarse en Estados Unidos: la generación beat. Sus fotografías, de alguna manera, estaban ligadas a esa forma de entender la vida de estos jóvenes que recorrían el país de esquina a esquina proclamando la libertad, y que serían los predecesores del movimiento hippie.
Conoció a Jack Kerouak, escritor y padre de la filosofía beat, al poco de regresar a Nueva York. Cuando Kerouak vio las fotografías de Frank entendió que transmitían la misma verdad y compromiso que él mismo exploraba en sus párrafos. Y así decidió dedicarle una emotiva y breve introducción para The Americans: “Robert Frank, suizo, discreto, amable, con esa pequeña cámara, que levanta y dispara con una mano, se tragó un triste poema desde la misma América y lo pasó a fotografía, haciéndose un hueco entre los grandes poetas trágicos del mundo”.
Tras The Americans, Robert alcanzó un reconocimiento mundial, momento en el que decidió dar un paso hacia un nuevo formato: el cine. «Dejo mi Leica en el armario. Ya basta de acechar, perseguir, a veces captar la esencia del blanco y negro, el conocimiento de dónde está Dios. Hago películas. Ahora hablo con las personas que se mueven en mi visor. No es simple y no tiene mucho éxito», explicó tras el estreno de Pull My Daisy (1959), un primer cortometraje experimental que codirigió junto a Alfred Leslie y que contaría con la narración de Jack Kerouac y un elenco que incluía al poeta beat Allen Ginsberg, a Peter Orlovsky y Gregory Corso.
Este trabajo marcaría el comienzo de una obra cinematográfica notable. Y es que su cambio al cine no fue tanto una adaptación a unas nuevas formas narrativas, sino una traslación de sus fascinantes imágenes fijas a otras en movimiento. Jonas Mekas, el cineasta experimental más reputado de la época, escribió en su columna Movie Journal en Village Voice que Pull My Daisy apuntaba “hacia nuevas direcciones, nuevas formas de salir de la oficialidad congelada y la senilidad de mediados de siglo de nuestras artes, hacia nuevos temas; una nueva sensibilidad”.
Las tensiones vividas en aquellos años de cambio social sirvieron de fuente de inspiración para un autor capaz de desafiar hasta a los Rolling. La lente de su cámara, siempre encendida, fue testigo de las protestas contra la superpoblación, como mostró en Life-Raft Earth (1969), o la búsqueda de energía limpia en Energy and How to Get It (1981). Y su vinculación con el movimiento beat se hizo patente, además de en los hilos argumentales de sus trabajos, en obras como This Song for Jack (1983), una película construida sobre el material que filmó durante On the Road: The Jack Kerouac Conference (En ruta: El congreso Jack Kerouac), un filme dedicado a Kerouac cuando este ya había fallecido y a su célebre novela, On the road (1957), hito de toda una generación.
Su estilo, discutido por muchos, no era más que una prolongación de su defensa de la libertad creativa. Realizó películas de ficción, documental y ensayos, y en todas ellas parece huir de cualquier doctrina estilística. Como explica Stefan Grissemann en el ensayo Frank Films: The Film and Video Work of Robert Frank, “las películas y vídeos de Frank no contienen, al menos aparentemente, casi ninguna imagen grandiosa ni momentos distinguidos. Sus películas rechazan el cine. De todos modos, a Frank no le interesa estar a la altura de ningún tipo de arte”. Y prosigue afirmando que “si hubiera un término que pudiera delinear estéticamente el trabajo de Frank, sería fugacidad”.
Por todo ello, la obra de Robert Frank ha pasado a la historia como un testimonio de aquellos años convulsos en los que reflejar la realidad significaba posicionarse en contra de las injusticias. “La naturaleza de la fotografía es preservar el pasado. Robert trajo integridad a un arte plagado de compromisos e intereses”, explicaría Danny Lyon, fotógrafo y cineasta americano e íntimo amigo de Frank.
Pero no sólo concibió su trabajo como forma de explicar el mundo que le rodeaba; a partir de 1970 dio la vuelta a su lente para filmarse a sí mismo, dando comienzo a una etapa en la que desarrolló la autobiografía. Algo que extrañó a quienes le conocían ya que siempre fue un hombre hermético y receloso de sacar a la luz su intimidad: “Odio que me hagan entrevistas”, le advirtió en una ocasión a un reportero insistente en preguntarle sobre su obra. “¿Qué es lo que odia de las entrevistas?”, replicó el periodista, a lo que Frank contestó: “Que me digan que mire a cámara”. La cámara: ese arma que Robert manejaba como una extensión de su propio cuerpo y que sabía del dolor que podía causar.
Sin duda, la decisión de mostrar su lado más personal fue un acto de valentía y honestidad, una forma de dejar que se inmiscuyeran en su vida, como él tantas veces había hecho en la vida de los demás. Conversations in Vermont (1969) fue el filme que inició esta etapa. En él, Frank muestra la relación con sus hijos Pablo y Andrea, y habla en profundidad con ellos sobre sus sentimientos, su educación y cómo ha sido crecer en un ambiente bohemio, teniendo a unos padres artistas –estuvo casado con la artista inglesa María Lockspeiser hasta su divorcio en 1969–. En la búsqueda de respuestas sobre la vida de sus hijos, Frank se cuestiona su propio mundo.
Años más tarde, Andrea moriría en un accidente de avión. Tenía 20 años. Su padre, casi de forma catártica, plasmó el inmenso sentimiento de pérdida en Life Dances On (1980), una cinta tremendamente emotiva.
Pablo, tras años encerrado en psiquiátricos producto de una esquizofrenia, se acabó suicidando. A él también le dedicaría varias de sus obras.
Robert Frank pasaría sus últimos años en Nueva Escocia. Lejos del ruido neoyorquino y de su inseparable cámara. Ya había filmado suficiente tristeza.
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