Roma, ciudad demasiado abierta… al turismo
Comienza la temporada de las vacaciones y la multiplicación de los coches, trenes y aviones. Admito mi pereza últimamente para viajar por la excesiva globalización turística, pero también reconozco mi deuda con Roma, una ciudad imprescindible, aunque en ella ya apenas caben los visitantes. Y aprovecho para rescatar un fantástico libro de viajes sin moverse del salón: la ‘Guía literaria de Roma’ (Ático de los Libros).
Si de mi ánimo viajero actual hubieran dependido los años del así llamado Descubrimiento de América o los de la sed de progreso científico y comercial del XIX, temo que aún usaríamos quinqués, nos moveríamos a vela o en calesa y que la frontera del mundo conocido estaría en Finisterre. Desde que en 2005 me fui a vivir a América Latina, he viajado mucho, por aquella región especialmente, pero también por Europa o el norte de África. Viajar me gustaba, y ahora me gusta, pero sólo en teoría. Desde que volví a España, la pereza que me producen los aeropuertos y las concentraciones me supera, y sólo transijo por exigencia profesional. No es por el prurito antiturístico, porque todos somos turistas. Soy de Málaga, y sé cuánto dependemos de una costumbre que, aunque haya que regular y moderar, es una de las experiencias vitales más ricas para aprender y quitarse adherencias y prejuicios indeseables.
Sin embargo, siempre he mantenido el vínculo con la costumbre turística a través de los libros de viajes, uno de mis géneros favoritos. Editoriales como Libros del KO, Ediciones del Viento o La Línea del Horizonte están publicando libros magníficos que recorren diversas partes del mundo y en diversas épocas, en ediciones muy cuidadas y con autores heterogéneos. De algunos de ellos hemos hablado aquí, como el retrato de la Budapest actual que hizo Sergi Bellver, o el de la Norteamérica aún salvaje y en expansión hacia el Oeste de Margaret Fuller. También escribí hace unos años sobre el repaso de la Rusia de los primeros años de Putin que hizo Daniel Utrilla en A Moscú sin Kalashnikov, uno de los mejores libros de no ficción que he leído en estos años.
Roma, la ciudad donde ya no se cabe
Ahora he releído un libro sobre Roma que no recordaba tan interesante. Y es que Roma –como tantas ciudades europeas– tiene un problema: todos queremos ir a verla, y no cabemos, o eso recuerdo de las veces que he ido. El aeropuerto de Fuimicino es quizá el más insufrible de Europa, y qué decir del tren que lo comunica con la estación de Términi; quizá algún partisano fuera en uno de ellos a ver a su señora entre batalla y batalla. Las calles que llevan hacia el Coliseo, el mismo Coliseo, el metro, el Panteón, la Fontana di Trevi, todo se encuentra tan lleno de turistas –móvil, cámara o palo de selfie en ristre– en pantalón corto, calcetas y sandalias, tantos que uno cree estar a veces en una recreación de la Ciudad Eterna en Las Vegas.
No le va a la zaga El Vaticano, con sus museos atestados de gente grabando los tapices y el artesonado con las cámaras en unos vídeos que luego enseñarán en agradable reunión con sus cuñados. Roma es una ciudad-museo, un escenario, un símbolo, la imagen de un poder que ya no tenemos, y cuyo recuerdo hace subir el precio de la cerveza a 8€ la jarra; eso si tenemos la suerte de encontrar sitio para sentarnos y pedirla. ¡Ánimo! Recuerdo a mi madre en el metro, donde comenzó a gritar descompuesta «¡No! ¡No! ¡No!», tras abrirse las puertas de nuestro vagón en la estación del Coliseo y ver una riada de gente intentando entrar donde no cabían.
Sin embargo, hay que ir a Roma. Si uno nace con la suerte de no ser misántropo, si es capaz de hacer abstracción de todo lo anterior, pocas ciudades pueden comparársele. No es, como muy a menudo se señala, su acumulación de ruinas y monumentos lo que la hace singular. O no sólo, sino la sensación indescriptible de estar en lo que fue el corazón de uno de los más poderosos imperios de la historia, y uno de los que más nos ha configurado como europeos. Sensación que se produce por partida doble con el enclave de la Ciudad del Vaticano.
«¡Matanza general! Taquillas abiertas»
Hace unos años, Ático de los Libros publicó una muy interesante compilación de anotaciones de cuadernos de viajes por Roma de algunos renombrados escritores. Desde Estrabón hasta Rilke, pasando por Montaigne, Goethe, Edward Gibbon, Stendhal, Henry James, Herman Melville, Mark Twain, entre otros, Guía literaria de Roma es un caleidoscopio que tiene la virtud de no resultar un elogio uniforme.
Resulta curioso leer cómo, mientras para la mayoría de nuestros viajeros el Panteón resulta un monumento intachable, para Tobias Smollett «fue una gran decepción […]; a pesar de todo lo que se ha dicho sobre él, parece un corral de gallos de pelea abierto por el techo», o el relato sarcástico que, a diferencia del resto, hace Mark Twain de El Vaticano y la Inquisición: «Existe una enorme diferencia entre lanzar a la gente a que sea pasto de fieras salvajes y tratar de despertar sus sentimientos más nobles en una Inquisición. El primero es un sistema de bárbaros degradados, el otro el de una gente civilizada e ilustrada. Es una auténtica lástima que la Inquisición haya desaparecido». A no olvidar la compilación que hace Twain de las llamadas del Coliseo tipo La vida de Brian en busca de público en la Ciudad Eterna: «¡Matanza general! Taquillas abiertas».
Subyace durante el libro, además, el relato de lo que iría haciendo de Roma la ciudad que es hoy. Ordenados cronológicamente, cada capítulo del libro encuentra mayor denuncia de la masificación que empieza a notarse. Escuetamente, Hugh Macmillan escribe sobre la Plaza de España: «Algunas tiendas abren los domingos, especialmente las que se dedican a atender las necesidades de los extranjeros». O sobre la Porta del Popolo, que «se hace pequeña para el gran caudal de carruajes y seres humanos que por ella pasan, y, sólo con gran dificultad y no poco peligro para la integridad física propia, uno puede abrirse paso a través de la multitud de alegres paseantes».
Las opiniones difieren en muchos aspectos, son más parecidas en otros –especialmente las relacionadas con la magnificencia del Coliseo y la cúpula de San Pedro–, y es esa impredecibilidad, esa libertad en el análisis de los autores aquí compilados lo que hace de éste un libro no sólo recomendable, sino muy divertido. Al fin y al cabo, es en esta ambivalencia donde encontramos mayor identificación. Roma gusta, claro, pero no todo. Y al parecer siempre ha sido así.
Habrá que volver, me digo tras la relectura. No es poco.
Comentarios
Por Franco Trepaoli, el 30 junio 2018
Un consejo: visitar Roma en noviembre o febrero, el clima se aguanta y hay muchísimos menos turistas.
Por Nancy Sepulveda, el 01 julio 2018
Roma bella, maravillosa, iria mil veces, me encanto, prometo que en nada me afecto la pesencia de los demas turistas, preciosa ella con sus calles angostas de suelo de adoquines, en cada esquina una sorpresa, un museo al aire libre. Siento que es verdad la frase esa que dice que hace falta una vida para conocerla. Vayan con tiempo, caminen tranquilos, y es verdad hay que puro ir.
Por Mari, el 01 julio 2018
Yo tuve la suerte de visitar Roma a principios de diciembre del año pasado y Amsterdam en mayo de este año y encontre mucho mas atestada la última. En Roma a las 8 de la mañana puedes disfrutar de la Fontana de Trevi casi en exclusiva ahhh y la oyes antes de llegar, es algo que recordare siempre.
Por RAFAEL VELÁZQUEZ DUARTE, el 27 septiembre 2018
Tuve la suerte de visitar Roma en dos ocasiones, la primera en Noviembre de 1985 me dejó impactado no sólo desde el punto de vista monumental, que lo es, también aquella sensación de familiaridad de sus gentes, plazas y calles. En resumen hubo momentos en los que parecía que no estaba de viaje. Volví en Abril del 2008 y aunque siguió encantándome, si que percibí esa exagerada masificación de la que habla el autor.