‘Rusalka’ devuelve la ‘antigua normalidad’ al escenario del Teatro Real

‘Rusalka’ en el Teatro Real. De pie, el tenor Eric Cutler; sobre la mesa, la soprano Karita Mattila y en el suelo, la soprano Asmik Grigorian. Foto: Monika Rittershaus.

El estreno de ‘Rusalka’ de Antonín Dvořák en el Teatro Real fue una noche de buena música, fantásticos cantantes y gran teatro, pero también de esperanza. La que transmitieron besos, abrazos, caricias y hasta una suerte de bacanal en escena sin distancias de seguridad ni mascarillas. 

Empecemos por el final. El estreno de Rusalka, la penúltima ópera de Antonín Dvořák –tras casi un siglo de ausencia del Teatro Real-, proporcionó al público madrileño el jueves pasado una gran noche. Fue una velada para recordar toda la vida. La maravillosa partitura y la magnífica puesta en escena de Christof Loy lograron el milagro del regreso de la antigua normalidad al escenario del coliseo madrileño. Al menos por unas horas. Así, la conmovedora música, el canto urgente y la evolución de los artistas sobre las tablas amplificó toda su potencia evocadora al permitir ver sobre el escenario algo que el público corre el riesgo de comenzar a olvidar en un teatro. Desde luego algo que añora desde hace meses en su propia vida: personas de carne y hueso abrazándose con ternura y besándose con la pasión cegadora del amor y, sobre todo, del deseo.

Pese a lo accidentado del estreno, el Teatro Real logró la noche del jueves algo extraordinario y admirable. Convertirse en uno de los primeros (por no decir el primero) teatros de lírica del mundo que consigue representar una ópera con todas las medidas de seguridad frente a la pandemia de la covid19, pero sin que ninguna de ellas trastoque artísticamente el resultado final. Desde el teatro explican que ha sido necesario que todos los involucrados en el espectáculo se hayan sometido a test PCR semanalmente y a vivir durante los meses de ensayos y representaciones en una burbuja que los incluya prácticamente sólo a ellos. El jueves por la mañana, día de la representación de estreno, todo el elenco se realizó un test para asegurar que su trabajo sobre el escenario sin distancia de seguridad ni mascarilla no tendría malas consecuencias.

‘Rusalka’ en el Teatro Real. El ballet del segundo acto. Foto: Monika Rittershaus.

¡Y qué alucinante fue ver a los protagonistas abrazarse, tocarse y besarse como dos amantes adolescentes! ¡Qué maravilla ese cuerpo de baile que monta una suerte de bacanal en el ballet del segundo acto! No hay nada más poderoso que transmitir envidia desde un escenario y me atrevo a pensar que casi todos los que presenciaron la representación (y los que lo harán en días sucesivos) sintieron emoción y envidia en sus butacas a partes iguales. De todo esto tiene mucha culpa el director artístico del Teatro Real, Joan Matabosch, cuya admirable cabezonería ha logrado que el teatro pare lo justo y necesario desde que comenzó la pandemia. Fue inevitable que se perdieran tres títulos de la temporada pasada, pero tras lo peor de la primera ola, se escuchó la Traviata en versión concierto (nada menos que 30 representaciones) y la temporada comenzó con Un ballo in maschera semirrepresentado. Siempre ha habido luz al final del túnel del Real.

Todo iba como la seda…

Todo iba como la seda hasta el principio de esta semana, la última de ensayos, cuando el tenor estadounidense Eric Cutler, que da vida al príncipe del que se enamora la ondina Rusalka, sufrió una rotura de tendón de Aquiles en su pie derecho y tuvo que ser operado de urgencia. Pese a todo, Cutler -que ya emocionó al Real en su papel de Idomeneo con puesta en escena de Robert Carsen- decidió cantar en el estreno ayudado por unas muletas y utilizando elementos de la escenografía para descansar su pierna derecha puesto que no puede posar el pie en tierra. Y desde luego cantó desde el alma, con una dulzura y una verdad conmovedoras.

La presencia física del cantante, un atractivo gigantón con perilla, y el hecho de que Loy decidiera hacer de su Rusalka una bailarina coja que habita en un teatro abandonado e imaginario, casi obligó a que se explicara la circunstancia del accidente del tenor y la presencia de sus muletas en escena, pues es muy probable que, de no haber sido así, algún sector del público habría pensado que se trataba de parte de la representación.

Y es que Christof Loy presenta una Rusalka que es teatro dentro del teatro. Su propuesta escénica es muy parecida a la que ya encandiló al público la temporada pasada en Capriccio de Strauss, una obra de ópera dentro de la ópera en la que el regista realizaba, como aquí, un magnífico trabajo de dirección de actores. En Rusalka, Loy quiere conseguir la cuadratura del círculo: presentar un cuento de hadas con un lenguaje adulto y dirigido a un público inteligente, pero que no abandone en ningún momento su condición de cuento fantástico.

Presenta por lo tanto una puesta en escena realista, pero plagada de simbología que no haga olvidar al público que nos encontramos en el terreno de lo onírico, de lo irreal, de lo fantástico. Son constantes sus referencias al universo surreal de Magritte, por ejemplo. Pero también los elementos sorprendentes como unas rocas que en el primer y el tercer acto entran por las puertas hasta el centro del foyer del teatro simbolizando el mundo natural del lago del que Rusalka quiere huir para hacer realidad los abrazos, los besos y el apasionado cuerpo de su amado que no puede verla ni sentirla siendo ella un animal fantástico. Quiere huir para conseguir un alma humana, igual que el ángel de Cielo sobre Berlín de Wim Wenders. Ambos quieren un alma que vaya al cielo, pero también probar en carne propia las mieles de la pasión humana. Una historia que resume como pocas ese aforismo de Santa Teresa de Jesús que tanto le sirvió a Truman Capote: «Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las desoídas».

En lo que más acierta esta producción es en una prodigiosa dirección de actores que el día del estreno se conjugó a la perfección con un elenco envidiable que cantó como si esta fuera la primera ópera que cantaban en mucho tiempo. Para la soprano Asmik Grigorian, la protagonista de la noche, este ha sido su debut en el Teatro Real y no podía haber sido mejor. Su voz, su seguridad, su delicadeza y su fuerza a la hora de cantar encandilaron al público. Pero aparte de la potencia de sus capacidades vocales fue capaz de meterse de lleno en la piel y el drama de la protagonista. No es tan fácil en la ópera ver a un actor entrar en personaje para no abandonarlo hasta que acabe la representación. Pues bien, el jueves por la noche asistimos a una representación de cantantes-actores que fueron una cosa y la otra, ambas en un altísimo nivel. Le costará a Grigorian evitar que se la recuerde durante mucho tiempo en Madrid como la Rusalka del Real.

‘Rusalka’ en el Teatro Real. Los protagonistas: la soprano Asmik Grigorian y el tenor Eric Cutler. Foto: Monika Rittershaus.

La soprano finlandesa Karita Mattila, en su papel de la Princesa Extranjera, el tercer vértice de este triángulo amoroso, estuvo arrolladora. Cantó con energía, vigor y un descaro que hicieron olvidar que, tal vez, el color de su voz ya no es el que era. A ella Loy le pidió pasión y se convirtió en una antorcha peligrosa y abrasadora durante toda la representación. El bajo Maxim Kuzmin-Karavaev fue un impecable y frío padre de la protagonista. La mezzosoprano Katarina Dalayman, experta wagneriana, estuvo perfecta en el papel de la bruja Jezibaba que Loy se lleva magistralmente al universo felliniano. Una taquillera rubia de voluptuoso escote y maneras arrabaleras resulta el personaje más adecuado no solo para realizar hechizos que son un timo a todas luces con una obsolescencia programada medida al milímetro; también para pedirle a la protagonista que derrame sangre humana si quiere volver a ser la que era en el fondo de la laguna bajo la luz de la luna.

La indisposición de Bolton

El director musical de la velada y titular del Teatro Real, Ivor Bolton, se convirtió también en protagonista de la velada muy a su pesar. En el tercer acto sufrió una indisposición que le obligó a detener la representación. No fue más que un susto, pero corriendo los tiempos que corren logró que las palabras cancelación o suspensión sobrevolaran por el patio de butacas. Repuesto lo que por megafonía se calificó como «un problema técnico», el director volvió a la carga.

Fue minutos antes de que atacara lo que días atrás, en la rueda de prensa de presentación de la ópera , denominó como “los quince minutos finales de música más memorables de la historia de la ópera”. También aseguró que pese a ser una ópera eminentemente checa, Rusalka posee elementos de Wagner. Dvořák fue director del Conservatorio Nacional de Música de Nueva York años antes de componer Rusalka y, según Bolton, en Estados Unidos escuchó mucho más Wagner que en su país de origen. Con Rusalka, Bolton tenía sin duda un reto importante. El público madrileño está acostumbrado a escucharlo dirigir barroco y clasicismo, y Rusalka es una ópera del siglo XX. Por los pelos –se estrenó en 1901–, pero del siglo XX. Tal vez a la dirección de Bolton le faltó algo de ímpetu, pero cuidó como nadie esas melodías conmovedoras y de pura belleza que posee la partitura.

Finalizando por el principio, la del jueves fue una noche magnífica de música y canto que, sin duda, pasará a la historia del Teatro Real como uno de esos éxitos ganados a base de terquedad, buen hacer y lucha contra los elementos.

Puedes consultar aquí las funciones y elencos de Rusalka en el Teatro Real

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